Bogotá no fluye
Después de más de una hora de trancón, enfrentarse a una página en blanco e iniciar un escrito, es un ejercicio casi imposible. El cansancio que ha dejado la lucha por llegar al lugar de trabajo es similar al de haber enfrentado un conflicto con muchas partes en desacuerdo que reaccionan violentamente. Un comienzo de esta magnitud hace que lo que traiga el día esté marcado por un halo de insatisfacción y desidia. Como no hay más remedio que continuar, vale hacer un ejercicio reflexivo sobre esta insufrible condición que enfrentamos día a día los bogotanos.
No fluye nuestra ciudad. Esta afirmación no es sólo alusiva a las vías de tránsito. Se refiere también a su desarrollo en general. El trancón es una cruel metáfora de la situación que enfrenta la capital colombiana, que no consigue orientar sus procesos hacia escenarios de desarrollo real. Al parecer, el estancamiento es total, a pesar del supuesto bienestar económico que ostenta una de las ciudades más caras del mundo. Las causas de esta parálisis son confusas y complejas; no basta con culpar a los gobernantes que han improvisado en sus políticas o han desfalcado el erario, porque a pesar de tanto abuso y desorden, en Bogotá no pasa nada. Si hubiéramos tocado fondo, algo intentaríamos hacer por cambiar el rumbo de las cosas. Pero, o nuestro nivel de indiferencia es imposiblemente alto, o las cosas no están tan mal como parecen. Querámoslo o no, nos hemos acostumbrado a dinámicas que aunque reconocemos como dañinas y perversas, nos garantizan un cierto grado de comodidad, necesario para resistir u omitir día a día la irracionalidad de nuestra situación.
Bogotá es una ciudad en la cual conviven realidades opuestas. Tenemos niveles de pobreza y violencia que funcionan en la más profunda simbiosis con la ostentación y el lujo. Abundantes recursos, mal distribuidos, que consienten al mismo tiempo el derroche y la deshonestidad. Quienes tienen mucho, no ven inconveniente en “destinar” algo de su fortuna a alimentar las dinámicas corruptas y violentas, siempre y cuando no sean molestados en exceso. Así, aunque pulule el robo (desde el raponeo hasta la contratación arreglada) siempre quedará para adquirir la requerida dosis de anestesia que nos insensibiliza frente al compromiso social. En Bogotá sufrimos del “mal tropical”, diagnosticado por el determinismo ambiental, que se deriva de no tener que enfrentar nunca una total escasez.
Por más políticas ciudadanas que se intenten, si no se ataca este problema, no podremos nunca transformar nuestro modo de vida. El tema del trasporte público es reflejo de esta situación. Aun cuando se impongan políticas radicales y enmarañadas para evitar el uso de los carros, el bogotano luchará por encontrar el modo de evitar ser parte del colapso de Transmilenio o exponer su vida montando en temerarias busetas. La meta del bogotano no es procurar una cuidad para todos, sino, finalmente, poder comprar un carro y sufrir el trancón sin arriesgarse tanto y con cierto grado de confort. La conclusión lógica: a más carros más trancón, no es la ruta que elige nuestro razonamiento. Estamos paralizados como actores sociales y como ciudadanos, del mismo modo como se paraliza el tráfico día a día en nuestra tan querida y, a la vez, odiada Bogotá.