Fiesta y consumo
Celebración, para la cultura Occidental, se ha convertido en sinónimo inevitable de consumo. En el marco de las fiestas aparece siempre la oportunidad para publicistas y comerciantes de aumentar la necesidad de que quienes celebran, adquieran objetos en abundancia. La dinámica se ha consolidado de tal manera que incluso la celebración misma ha quedado supeditada a la obtención y distribución de estos bienes hasta el punto en el que si no los hay, la celebración desaparece también. El caso patente en el que la fiesta depende del consumo es la instauración de celebraciones tales como el día del padre (que en Colombia no coincide con el día de san José, fiesta religiosa en la que tiene su origen) en las cuales la celebración no consiste ya -como se pretendió al instaurarla- en la exaltación de las virtudes y sacrificios que supone ser padre, y en consecuencia, en la manifestación de agradecimiento, sino en atiborrar al homenajeado de regalos, aunque no exista la menor muestra de gratitud por parte de quienes los entregan. En el caso del día del niño sobra explicar por qué es una fiesta puramente de consumo.
Así las cosas, para nuestro tiempo son las dinámicas de producción y consumo los que determinan qué, cuándo y cómo se celebra. Con esto la celebración cambia de sentido. De representar una ocasión en la que, además de resaltar una situación, persona o virtud, se lleva a cabo una especie de inversión del orden cotidiano, una ruptura con las rutinas y como consecuencia una suerte de catarsis que permite comenzar un nuevo ciclo con fuerzas renovadas. La fiesta permite abrir un espacio en el que se experimenta de manera distinta la relación con los otros y en el cual se transforma de manera radical la percepción del mundo. La novedad es entonces una característica necesaria de la celebración, pues sin ella no se alcanza el sentido pleno que tiene esta experiencia humana.
Cuando se perturba el sentido de la celebración y se introduce como motor y elemento constitutivo de ésta el consumo sin más, se deteriora no solo el contenido de la fiesta misma sino, sobre todo, la función que ejerce en el equilibrio de la vida social. Dado que el consumo se ha convertido en una dinámica omnipresente en nuestra cultura, es una actividad que ya no reviste ninguna novedad. Cumpleaños y navidades son solo un momento más en el cual se aprovecha para comprar más, así no exista ninguna necesidad.
Para las nuevas generaciones esta situación es nefasta. Aumenta el índice de aburrimiento y cada vez es más difícil conseguir algo que realmente sorprenda e ilusione estas nuevas almas. Es tal la saturación de productos que ninguno realmente representa una novedad. La situación se agrava cuando se constata el casi completo desconocimiento de estas nuevas generaciones sobre el origen y sentido de celebraciones como la Navidad. El referente histórico es nulo y ni decir de la conciencia espiritual de la fiesta.
Para que a nuestros niños no les pase como al rey glotón, que no quedó nunca satisfecho por falta de apetito, haría falta instaurar una nueva dinámica en la que también el regalo adquiera un nuevo sentido.