Germen del voto preferente | El Nuevo Siglo
Viernes, 20 de Enero de 2023

* La entronización del clientelismo

* ¿Todavía se puede salvar la democracia?

 

Se puede decir, sin temor a caer en error alguno, que una de las falencias de la Asamblea Constituyente de 1991 (cuyo resultado general hemos apoyado con fervor en tantos aspectos positivos), consiste en haber adoptado la circunscripción nacional para la elección de senadores. Pero todavía peor, claro está, a raíz del protervo colgandejo del voto preferente que al poco tiempo de aquel evento histórico se incluyó desde el Legislativo como método para elaborar, dizque con “realismo democrático”, esas listas y que del mismo modo terminó afectando la elección de la Cámara de Representantes y demás corporaciones.  

Hoy en día, de una parte, son muy pocos los senadores verdaderamente nacionales, con un caudal de opinión en las diferentes partes de Colombia, y de otra parte son muchos los que más bien han utilizado ese mecanismo para conseguir e incluso comprar sustanciosas “bolsas electorales” en los diversos departamentos. Con ello no solo se fracturó la democracia representativa colombiana, dejando sin voz en la Cámara Alta a muchos componentes territoriales del país, sino que se terminó “nacionalizando” el clientelismo. Cuya base esencial, como desde hace tiempo salta a la vista, es precisamente la figura del voto preferente, actuando de correa de transmisión entre las amorfas clientelas de cualquier origen regional o sectorial y sus personeros accidentales de presunta índole nacional.

No es, pues, que a través del voto preferente se haya logrado entrelazar los anhelos populares con sus voceros políticos, como se supone que es esencial al acto de votar luego de una permanente y decisiva movilización de las ideas y programas. Por el contrario, es claro que a través de ese mecanismo uninominal se vino a pique el concepto (y espíritu) constitucional de hacer un modelo político que permitiera al elector contrastar las ideologías; intervenir en el debate democrático acorde con las convicciones, haciendo más transparente el derecho a elegir y ser elegido; y no quedar sujetos a la mera coyunda electorera rutinaria.         

Efectivamente, uno de los motivos más sentidos y reiterados de la convocatoria de la Constituyente fue ese: hacer un frente unido, desde las bases universitarias (en lo que en principio no muchos creyeron), para desbloquear el camino de las reformas, enfrentar las anomalías que mantenía la democracia colombiana, dejar atrás el frente-nacionalismo y suturar los vicios politiqueros que campeaban al alero de una legislación permisiva, erosionando la transparencia y sana marcha del Estado.

Bajo estos criterios, lo que pretendieron los delegatarios con la instauración de la circunscripción nacional era supuestamente el mejor antídoto contra el clientelismo, desde luego sin voto preferente. Tenían la experiencia de que la misma Constituyente había sido elegida a través de este mecanismo, con el cual las listas nacionales cerradas habían logrado unas mayorías cruciales, sin ofrecimiento alguno de gajes y prebendas. De igual modo, con ello se había derrotado la estrategia de la “operación avispa” del partido liberal que, por estos efectos, no pudo cobrar su preponderancia en la Asamblea y hubo de resignarse a compartir su hasta entonces demoledora influencia, aun teniendo gobierno a bordo. El primero y más grave traspiés para lograr aquellos fines fue haber disuelto la coalición reformista, cuando de modo sorpresivo los voceros de la Alianza Democrática M-19 evitaron que los constituyentes pudieran hacer parte del nuevo Congreso.     

Al poco tiempo, resultó evidente que una cosa era designar popularmente delegados a un cuerpo constituyente por este tipo de circunscripción, con ninguna atribución diferente a la de concentrarse en una misión de indiscutible carácter nacional, y muy otra designar nacionalmente, por el mismo mecanismo, a senadores con otro estilo de intereses y que en la mayoría de los casos venían precedidos del influjo clientelista al que estaban habituados.

Entonces esta cultura ominosa, con la instauración del voto preferente de canal, volvió a ganar espacio: de los nefandos auxilios parlamentarios se pasó a los más lesivos cupos indicativos; se llegó, sin la contención que se pretendía, a los salarios extravagantes que hoy abruman a la opinión pública tras “profesionalizar” la actividad parlamentaria; y el Plan Nacional de Desarrollo quedó sometido a los multimillonarios y deleznables picotazos clientelares incorporados “institucionalmente” en las inversiones clandestinas. De este modo, se llegó a la entronización clientelista de hoy, por donde cursa sin sutura el infamante venero de la corrupción. En suma, el voto preferente fue una zancadilla a la lista única.

Nadie se atrevería actualmente a decir pues que el modelo para ejercer la política en Colombia no está, por ende, en una crisis superlativa. Y que ello desde luego afecta gravemente a la democracia, de hecho, con el voto preferente como germen inamovible de su autodestrucción ¿Habrá de quedarse allí hasta la disolución democrática final?