La ola blanca | El Nuevo Siglo
Miércoles, 14 de Septiembre de 2016

Existe, como tendencia creciente, una mayoría natural del Sí al plebiscito en las calles colombianas. Porque, leyendo o dejando de leer el acuerdo de La Habana, el país está evidentemente inclinado a darle una oportunidad al desarrollo de lo pactado. Y esa sola circunstancia, el imaginario de que se va a cambiar la atmósfera de barbarie y depredación de las últimas cinco décadas, genera una dinámica propia por cuanto, no solo se está frente a una expresión emocional, sino particularmente ante el ánimo plausible y colectivo de que las cosas salgan bien. En efecto, una razón de ser que se aparta de los criterios eminentemente racionales, de abstracciones filosóficas, de urdimbres jurídicas o de consignas políticas, y que obedece a una faceta insustituible y vital del ser humano: la esperanza.

A su vez, por decirlo de algún modo, la esperanza es la expresión más depurada de la vocación de futuro. Y en tal sentido, asimismo, compromete la voluntad para conseguir aquello que se pretende. Pero ella, de la misma manera, no nace gratuitamente. Aparece porque hay elementos objetivos que permiten su manifestación y progreso. Y en el caso del acuerdo en mención está demostrado, a hoy, la reducción tajante de la violencia y su eliminación y fracaso como mecanismo extravagante de reivindicación política y social. No hay, a partir de ese hecho tan concreto, cómo no registrar de forma positiva semejante fenómeno, la paz directa e inmediata en un país que puede comenzar a despertar, por fin, con el inusitado optimismo de no encontrarse con la expresión del terror de que hacía gala la abrumadora cotidianidad antecedente. Y que, por desgracia, no solo definía a Colombia de modo distorsivo en el concierto de naciones, sino que comprimía con viciosa terquedad la bonhomía de un pueblo injustamente subordinado, de continuo, a vivir en la corrosión de la tormenta perenne. 

Es por ello, pues, que la esperanza actual no es una ingenuidad, ni tampoco es marginal. Tiene bases firmes en qué ampararse. Está vigente y palpitante. Y tiene la ventaja de que ella misma y por su propia fuerza puede producir, paulatinamente, excedentes para darle mayor contenido y alcance como activo fijo del balance nacional. Es posible, naturalmente, que el acuerdo sea, en tal sentido, apenas un marco de referencia y que en algunos acápites deba ser reglamentado en el Congreso con la sindéresis del caso, para que el espíritu sea de concordia plena y no de vindicta a plazos, lo cual hemos relievado en estas columnas. Pero más allá del mismo pacto lo que queda hacia adelante es un camino de mucha mayor envergadura al texto próximo a someterse a plebiscito. Un camino que, antes que disminuirse exclusivamente a la ruta procedimental que se plantea, requiere de asimilar, orientar y promover una nación reconciliada consigo misma. Y que, sin la horripilante intermediación de la violencia, conquiste el yo inédito que le negaron los concupiscentes del terror y se dé vía libre a las energías favorables de la sociedad que, en buena medida y la verdadera creencia en el país, impidieron el trofeo final de la devastación.

En el propósito de dar curso a la esperanza, más que la disección del corazón negro de la guerra, cuya anatomía es conocida y cuya autopsia tiende a cruzar partes del acuerdo, interesa principalmente cuidar el nuevo escenario del país y precaverlo de ciertas fuerzas todavía imantadas por el terror y la codicia.

Igualmente, tanto en sectores del Sí, como en los del No, dentro de la jornada plebiscitaria, parecería darse una obsesión por el fúnebre legado de lo vivido, lo cual demuestra que el temor está en los retos del renacimiento y la regeneración, sin las ataduras del pretérito. En ello, en cambio, las víctimas se han puesto por delante, sabedoras de que el país en que les tocó vivir no puede ser aquel que posteriormente pueda producir frutos de bendición. Como decía Gandhi, “el perdón no cambia el pasado, pero cambia el futuro”. De allí que los colombianos, como ocurrió con la matanza de los diputados del Valle, sigan pendientes de los actos de contrición a raíz de la agresión infausta que sufrieron y, desde luego, nunca pidieron. 

Por supuesto, jugarse a la esperanza tiene sus riesgos porque es intangible. Pero, como sustento de lo humano que es, de antemano exalta en vez de comprimir el espíritu. Es lo que hoy está ocurriendo con la “ola blanca”. La del Sí en el plebiscito.