Conservadores del Brexit | El Nuevo Siglo
Domingo, 26 de Junio de 2016
*Claroscuro británico con Europa
*Es la hora de las ideas creativas
 
Al contrario de lo que muchos liberalizantes pregonan, en especial ciertos periódicos y semanarios ingleses, de que el Reino Unido se clavó una daga con el referendo de esta semana, donde triunfó la salida de la Unión Europea, pocas veces, en cambio, un país había dado semejantes muestras de civilización democrática. Es el hecho político de mayor resonancia de los tiempos contemporáneos. Porque, en efecto, la democracia es esencialmente eso: la expresión directa de la voluntad popular. Como en efecto, y con todas las garantías estatales, pudieron manifestarse los británicos, libremente y a conciencia, sobre un tema tan sensible y determinante como las relaciones con Europa y su pertenencia a la unidad continental. La sorpresa del mundo, pues, más allá del resultado adverso de los europeístas a ultranza, debería ser precisamente la aquilatada y nítida expresión de una nación que es capaz de tomar sus decisiones más trascendentales de la mano del pueblo y de respetar el dictamen de las urnas sin chistar.
 
Otros, en particular algunos de los ingleses derrotados, preferirían los conciliábulos y las trapisondas para determinar la acción política y mantener sus riendas ajustadas al estilo de los clubman o los banqueros de la City. Es un verdadero absurdo, como dice The Economist, aducir que David Cameron salió por la puerta de la ignominia por haber citado el referendo y haberle dado vocería a un pueblo que no entendió, según se encargan de martillarlo, la carta firmada por los más importantes economistas de Gran Bretaña, a quienes el “populacho” dio la espalda. Y cuyo editorialista, en una actitud vergonzante, parecería preguntarse: ¿Y ahora quién podrá defendernos? Una conducta acomplejada y lejana a la creatividad y capacidades indudables que palpitan en Albión. Y que, claro está, deberá demostrar en el transcurso por venir.
 
El Reino Unido y en particular Inglaterra, como se sabe, nunca ha sido especialmente paneuropea. Es característica de su identidad, en contravía continental, desde detalles mínimos como el timón inverso de los automotores hasta la creación de una religión de Estado, en el sonado caso de Enrique VIII, que todavía pervive. Su literatura es universal, básicamente porque Shakespeare supo indagar el corazón humano, aunque nadie dudaría de que por bien conocerlo, a través del autor magnífico, es que los británicos mantienen cierta distancia rigurosa. Es la misma distancia, ciertamente, que los ha llevado a enconcharse muchas veces en la isla, aunque en su momento, durante parte del siglo XX, fueran un imperio de 62 países que, a su vez, mantienen a hoy su legado. Una distancia, asimismo, que nunca los llevó a entusiasmarse demasiado con la Unión Europea, a diferencia del Commonwealth, y con cuyas cláusulas por lo general nunca se encontraron a gusto, desestimando por lo demás la moneda única y la comunidad Schengen. 
 
De modo que el Brexit tenía antecedentes premonitorios que nadie puede desconocer. Muy difícil, además de los casos anteriores, la intención de meter a un país como Gran Bretaña, que ni siquiera tiene Constitución escrita, por entre el laberinto de los parágrafos y los incisos tradicionales de las regulaciones continentales. Basta con recordar, si fuera del caso, que el concepto de los Estados Unidos de Europa, en sus antecedentes remotos, fue de Napoleón Bonaparte, justo cuando quería sitiar a Inglaterra por hambre y asfixia económica a partir del bloqueo continental. Y que después Hitler pretendió, de alguna manera, replicar el tema con la adición de los temibles bombardeos. De suerte que, con ciertas salvedades, Gran Bretaña ha tenido una aproximación íntimamente defensiva antes que proactiva hacia Europa, entendido, por igual, que la Revolución Industrial no tuvo su auge inicial en el continente sino a partir de América.
 
De suyo, a nuestro juicio, el Reino Unido más bien se ha enorgullecido de lo que llaman la “relación especial” con los Estados Unidos, al mismo tiempo que ha mantenido una relación acaso contemporizadora con Europa, quizá como si la isla fuera un punto de equilibrio entre ambos continentes y estuviera, en medio del Atlántico, a centenares de kilómetros de las costas europeas. Esa, al menos, es la idea que podría percibirse de ciertas actitudes subyacentes y por la cual ciertos europeos tildan a los británicos de impenetrables y ensimismados. Y de allí que, luego del Brexit, altos dirigentes alemanes y españoles se hayan mostrado de inmediato tan felices de quitarse ese piano temperamental de encima. Otros en Italia, Francia y Holanda, en cambio, han preferido tomar el sendero de la copia británica, por desgracia los grupos radicales. Y por ello nadie podría negar que habrá consecuencias en el separatismo, la polarización, el proteccionismo, las estructuras financieras y la inmigración. 
 
Por supuesto, es muy incómodo lo ocurrido porque el orden establecido en la posguerra, y que en mucho sirvió a la prosperidad británica, amenaza con venirse a pique. Y era mejor dejarlo como estaba, porque cuando Europa se mueve siempre asusta y crea incertidumbre. Pero, aun así, es indudable que la Unión Europea necesitaba y necesita ajustes, salir de la anquilosada burocracia de Bruselas y la tramitomanía persistente. Y sobre todo entender que la globalización a rajatabla y el libre comercio están sufriendo un momento crítico. Lo mismo que la adecuación económica y social a la revolución tecnológica. En todo caso, el desgaste de la Unión Europea ya venía mostrándose en el intento fallido de darse una Constitución propia. Aun así tampoco puede desconocerse que el epicentro del Brexit estuvo en el rechazo a las políticas migratorias y solo después vinieron las materias económicas.
 
Todo ello se dio, en una buena proporción, por la vieja tensión existente al interior del partido conservador inglés, sobre la pertenencia a la Unión Europea, y que Cameron pretendió resolver en el referendo, al que fueron divididos y tal cual lo dijimos en su momento. Ganó, por decirlo de ese modo, el sector conservador euroescéptico. Como se sabe, el partido Tory es un activo fijo en la historia británica. En el crac de 1929, los conservadores no supieron prever sus consecuencias y se opusieron a la idea del New Deal. Posteriormente la respuesta conservadora a Hitler fue un éxito descomunal, en cabeza de Churchill, pero a poco fue sacado del gobierno. Volvieron a tener suma ascendencia, mucho después, con las ideas de Margaret Thatcher del Estado mínimo y el mercado libre. Nadie se volvió a salir de ahí, ni siquiera laboristas como Tony Blair. Ahora el viraje del conservatismo, con los triunfantes del referendo, es descomunal. Habrá que ver cómo Boris Johnson, uno de los seguros candidatos conservadores para octubre, tiene las ideas creativas que le permitan justificar la salida de la Unión Europea. Y entonces habrá que recordar a Von Hayek, creador intelectual del mercado libre y uno de los padres del conservatismo británico contemporáneo, en una frase a lo menos enigmática: “hemos de afrontar el hecho de que el mantenimiento de la libertad individual es incompatible con la plena satisfacción de nuestra visión de la justicia distributiva”.