Así surgió la Séptima Papeleta, visión de uno de sus promotores | El Nuevo Siglo
PARA FERNANDO Carrillo es claro que el espíritu reformista enarbolado por un movimiento estudiantil en los años 90 es la llama incandescente que hoy debe continuar iluminando a un país
Foto Procuraduría
Domingo, 4 de Julio de 2021
Redacción Política

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Hoy hay que recordar que la ‘Marcha estudiantil del silencio’ del 25 de agosto de 1989 acabó con 100 años de imposibles. Miles de jóvenes que protagonizaron la marcha al Cementerio Central el 25 de agosto de 1989, una semana después del magnicidio de Luis Carlos Galán, marcaron la diferencia. Allí se comenzó a escribir la historia de la séptima papeleta, que dio origen a la Asamblea Constituyente de 1991. Los estudiantes de entonces expresaron su dolor y rabia ante la tragedia con acciones políticas y sentaron las bases de una nueva arquitectura constitucional sobre la cual se eleva el edificio de la democracia participativa, en cuya cima se espera que ondee orgullosa la bandera de la paz.

Fue una iniciativa de los jóvenes, estudiantes y profesores universitarios, organizados como movimiento ciudadano que creó un hecho político supraconstitucional sin precedentes. Muchas aspiraciones de nuestra generación quedaron consignadas en normas constitucionales que marcaron el rumbo de la nación, cuyo desarrollo y vigencia es todavía un compromiso que tomará otras décadas y varias generaciones de colombianos. Y hoy es el momento de revivir ese espíritu reformista de 1991.

Nuestra generación es la de la Constituyente, posterior a la generación del Frente Nacional, que padeció la violencia y buscó sin éxito caminos para superarla. La primera generación de la globalización política que se inauguró con la caída del Muro de Berlín y una onda de plebiscitos ambulantes en Europa del Este. En un país que comenzaba a despertarse de la somnolencia del Frente Nacional, después de enterrar a quienes vislumbraban una Colombia distinta para el siglo XXI.

El movimiento estudiantil de los años 90 respondió con imaginación a la indignación colectiva por la hecatombe que vivía el país debido a la acción criminal del narcotráfico y el terrorismo. La Constitución de 1886 ya no tenía las respuestas a las preguntas que amenazaban el futuro de la nación. Era necesario un nuevo camino, con liderazgos renovados, que diera origen a una nueva Constitución que tuviera el sello de la reconciliación, la modernidad y la defensa de los derechos fundamentales. Fue, esa sí, una revolución pacífica, espontánea y libertaria de viejas ataduras constitucionales, para responder a los violentos. Los asesinatos de Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro fueron el detonante que unió a muchas voces de diferentes orígenes ideológicos para llegar a converger en el movimiento por la Constituyente.

El Movimiento Estudiantil abrió el camino a una consulta plebiscitaria informal el 11 de marzo de 1990, con el fin de convocar una Asamblea Constituyente. La tesis que nació en las aulas de las universidades del Rosario y Javeriana era simple. Luego sería causa común en las universidades públicas y privadas, colegios y centros de formación técnica, la lucha por la séptima papeleta.

La idea del cambio era sencilla: el pueblo expresaría con libertad, a través de una séptima papeleta, si quería que se convocara la Constituyente. Los estudiantes distribuyeron una papeleta que llevaba impresa esa voluntad. Era la séptima porque el ciudadano introducía siete papeletas: cuatro para corporaciones públicas –Senado, Cámara, asambleas y concejos–, una para alcaldes, una para la consulta liberal y, finalmente, la última para apoyar la Constituyente.

Ese insignificante papelito que cambió la historia, contenía todos los sueños de renovación constitucional de una generación de estudiantes que interpretaba el sentir de una nación hastiada de la violencia. Millones de esos sobres invadieron las urnas, la vieja estructura comenzó a desplomarse y el sueño de cambio tomó forma. Sería el último proceso electoral en el que la papeleta sería equivalente a voto. Lo demás es historia.

Gracias a ese hecho político reconocido por el gobierno del presidente Virgilio Barco, se procedió al conteo formal en el tarjetón electoral, el 27 de mayo, y, posteriormente, en el gobierno del presidente Gaviria, se convocó y eligió a los 70 constituyentes el 9 de diciembre de 1990.

Treinta años después se ve con mayor claridad el impacto de ese proceso en la eliminación de cualquier justificación ideológica para el coctel explosivo de política y armas. Un proceso que generó nuevos hechos políticos desde la orilla de la sociedad civil, protagonizado por una generación que apenas se estaba asomando a la vida pública. Un texto constitucional más progresista que la mayoría de las pretensiones que se pusieron en la mesa del Caguán y aún en los diálogos de La Habana. Su espíritu rebasó las condiciones de un Estado social de derecho, arrebatándole a la guerrilla el monopolio de la lucha contra la desigualdad. Hoy aparece de nuevo como ruta para dar cabida a las nuevas ciudadanías que han atiborrado las calles de Colombia.

Los miembros del movimiento estudiantil nos sentíamos “en el corazón de la historia”, como cuando los revolucionarios franceses tomaron La Bastilla. Haber llegado el 4 de julio de 1991 a proclamar una nueva Carta era nuestra respuesta pacífica a los pragmáticos que tanto nos enrostraron que de las ideas y los sueños no se vivía. Hoy decimos con orgullo que hemos vivido para contar ese sueño y nos hemos mantenido despiertos para que no muera en manos de los retardatarios o populistas a quienes las Constituciones progresistas les estorban. Y hoy estamos listos a emprender una nueva etapa de la mano de las nuevas generaciones para poner en clave social tanta euforia callejera que debe traducirse en nuevas reformas para hacer cumplir el contrato social que pactamos en 1991.

Octavio Paz escribió que las Constituciones en América Latina han sido camisas de fuerza con frecuencia destrozadas por sacudimientos populares. En el proceso de construcción de la Carta de 1991 descubrimos que era insólito que nuestros argumentos más fuertes fueran tecnicismos constitucionales, cuando la realidad de la crisis del país desbordaba las discusiones jurídicas, a veces tan refractarias a lo que estaba pasando en la calle. Hoy tiene más vigencia que nunca esa conclusión.

El consenso político más grande en la historia reciente de Colombia se dio precisamente por el origen mismo del proceso. Era la primera vez que no se enfrentaba la mitad de un país contra la otra mitad por cuenta de una Carta política. La primera en la historia del país hecha entre todos y para todos. Pero alguien también dijo que las Constituciones en las democracias son una suma de renuncias de todos. La magia de alcanzar los consensos lleva siempre a negociar soluciones que pueden ser imperfectas pero que son las únicas posibles. Eso no hay que subestimarlo en la coyuntura presente.

La Constitución de 1991 se ha erigido como un referente ético indiscutible por su obsesión con la dignidad humana y la defensa de los derechos de los colombianos.  Si la papeleta clandestina no pudo cambiar las costumbres políticas, afectó o no la conducta non sancta de los partidos y sus dirigentes, es un ejercicio de reflexión que compromete a la generación que ha tomado el relevo de la política colombiana. Una generación que saltó a la vida pública creyendo que era posible devolverle la dignidad a la política, por la vía de la cultura democrática y la participación ciudadana.

Norberto Bobbio dijo con razón que las Constituciones son tratados de paz más duraderos. Así lo ratificó nuestra Corte Suprema en octubre de 1990, cuando pavimentó el camino a la convocatoria de la Constituyente. Y ello es así porque también son fórmulas de gobernabilidad institucionalizada protagonizadas por viejos y nuevos actores cuyo trasegar incluye un largo proceso de refundación institucional basada en el diálogo y el compromiso.

Nada será más engañoso que la interpretación de los textos constitucionales separados de su contexto histórico. Como se ha dicho, el ciclo de la Constitución de 1991 como tratado de paz se abre en 1991 y se empieza a cerrar un cuarto de siglo después con el acuerdo con las Farc. Lejos de lo que sostienen quienes antes eran detractores de la Constitución y hoy la ponen como víctima de daño colateral del proceso de paz, se va a reforzar la continuidad histórica de un proceso constituyente cuya inspiración esencial ha sido la búsqueda de la Paz y la convivencia.

La Constitución de 1991 es la historia de un éxito de construcción colectiva. No es el producto de una camarilla de expertos sino un pacto de relanzamiento de grandes acuerdos políticos y sociales. Un proyecto de vida en común bajo cuya sombra los derechos de la gente son la norma y no la excepción. Por ello, el espíritu reformista enarbolado por un movimiento estudiantil en los años 90 es la llama incandescente que hoy debe continuar iluminando a un país que reclama nuevos liderazgos que se resistan a la violencia, la guerra, la inercia y al inmovilismo.

Boston, mayo de 2021