Vorágine política en Brasil | El Nuevo Siglo
Domingo, 15 de Mayo de 2016

Por Giovanni E. Reyes (*)

POR  lo general, la dinámica de los procesos en la vida tiende a persistir, a profundizarse y a mantenerse a lo largo de tiempo y de factores.  No ha sido, de ninguna manera, excepción en el caso de Brasil.  Tal y como Luis Prados lo ha documentado desde Europa, el propio sistema político del gigante latinoamericano ha propiciado la corrupción, el desorden de actitud arbitrarias y el populismo desbordado –más que el contenido de las propuestas- por parte de muchos de los políticos de turno.

 

De esa cuenta se tuvo presidentes cuya actuación parecía ser sacada de un libreto del personaje de Ian Fleming (1908-1964): James Bond.  Ese sería el caso de Fernando Collor de Mello (1949 -) quien renunció al poder –en una situación relativamente paralela a que sufre hoy Dilma Rousseff (1947 -)- el 29 de diciembre de 1992.  Otro de tipo de presidente fue Fernando Henrique Cardoso (1931 -) quien gobernó de 1995 a 2002, período en el cual se logró dar estabilidad a variables macroeconómicas, en particular el tipo de cambio y la inflación, la que hasta mediados de los noventa era galopante en Brasil.

 

Luego vino Luis Inácio Lula da Silva (1945 -) con el respaldo del PT (Partido de los Trabajadores).  El período de Lula coincidió con el auge del precio de las materias primas en la primera década del Siglo XXI. Una situación generalizada para las naciones latinoamericanas. Los programas como “Bolsa Familia” permitieron mitigar necesidades diarias, básicas.

El resultado desembocó –aunque existe controversia con las cifras- en una reducción de la pobreza del 27 por ciento y en haber propiciado la salida de condición de pobreza a no menos de 45 millones de personas en Brasil.  Eran tiempos de éxito del programa “Hambre Cero”, lanzado por Lula desde el inicio de su primer período presidencial en 2002.

De allí surgen las condiciones que llevaron a Rousseff  al gobierno.  Sin embargo, como está ocurriendo en otros países latinoamericanos, la caída de los precios de las materias primas, las devaluaciones de monedas y con ello la “importación de inflación” están haciendo que muchos sectores poblacionales se sientan defraudados por la conducción política.  Además de Brasil, estos son las situaciones que se presentan también en Perú, Colombia y hasta cierto punto en Chile y Ecuador.

 

Se trata en el fondo de un problema injusto para los presidentes y en general para los gobernantes.  Las economías latinoamericanas son en realidad -con la excepción de México y Brasil- “tomadoras de precios”.  Debido al tamaño de sus mercados, las cantidades de oferta de productos no afectan las condicionantes mundiales. De allí, entre otras razones, la necesidad siempre presente de la integración económica en la región.  Un reto tan permanente como siempre pospuesto por los diferentes países.

Ahora, un congreso federal en Brasil, en donde nada menos que el 62 por ciento de sus integrantes están siendo investigados por delitos, inicia el proceso de destitución de la Presidente Rousseff.  Es evidente que en este caso se presentan al menos tres aspectos centrales:

Uno, reducir o eliminar las políticas redistributivas de los gobiernos encabezados por el PT.  Se trata de volver a los linderos “del mercado” más propios de las rutas neoliberales, con su cauda de impuestos reducidos o bien regresivos y mayores desregulaciones. En ello se ubicaría la furia anti-populista de izquierda.

 

Dos, los políticos que se ven amenazados por procesos legales, aprovechan esta situación para tratar de desviar los focos, la luz, hacia la mandataria que hoy debe permanecer en receso de su cargo.  Ellos tratan de que el tema de los sobornos que superan los cinco millones de dólares, relacionados con los obscuros procedimientos de Petrobras, se diluyan en el imaginario colectivo.

Tres, por lo general, en condiciones de crisis, las poblaciones tienden a ser menos tolerantes con la corrupción en comparación con la actitud que tienen en tiempos de bonanza.  Esto ha pasado en un Brasil, cuyas nuevas poblaciones de clase media no se contentan con tener menos oportunidades, no están satisfechas de ver cómo los horizontes de mejora que hasta hace poco tenían, tienden a diluirse. Se trata de amplios sectores que son más activos y contestatarios.

 

Con todo, a lo que se enfrenta ahora Brasil es al conjunto de escenarios prospectivos que apuntan a la incertidumbre de una utopía.  Es el sueño por un país integrado, cada vez más solidario y de economía creciente, que pueda dejar atrás el lastre de la desigualdad y las inequidades.

 

Sin embargo, quedan aún en el recuerdo--de los que se enteran y valoran la historia- los hechos que marcaron períodos presidenciales como los de Getúlio Vargas quién se suicidó pegándose un tiro, el 24 de agosto de 1954, antes que lo expulsaran del poder.  O bien la gesta arquitectónica de haber diseñado y construido Brasilia, por parte de Juscelino Kubitschek.  Y algo no menos importante: la dictadura militar que se inauguró dando golpe de estado contra el Presidente Constitucional Joao Goulart, quien luego sería, según recientes conjeturas, asesinado el 6 de diciembre de 1976 en Argentina.

 

Brasil, un país racista sin segregación, como lo han expuesto Roberto Da Matta, y el novelista Jorge Amado, continúa buscando su propia senda.  Es el elusivo sueño de la esperanza en el mañana. Los ataques personalizados a Dilma Rousseff son parte de esa travesía.  De nuevo viene a mi mente una frase que acostumbran repetir los indígenas mayas guatemaltecos –con su testimonio de leyendas eternas- “para la verdad, el tiempo; para la justicia, Dios”.

 

(*) Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor, Universidad Colegio Mayor Nuestra Señora del Rosario.