Pese a que Gabriel García Márquez ya había devorado a los mejores autores clásicos, conocía la literatura latinoamericana y los grandes escritores franceses, así como la narrativa de los Estados Unidos desde cuando vivía en México, en 1960, su amigo y colega Álvaro Mutis lo sorprendió con el regalo de un escrito de Rulfo, nada menos de “Pedro Páramo”. Ese texto lo conmovió gratamente y lo leyó de un tirón. Gabo comentaba a sus íntimos el impacto de la obra en su manera de escribir y cómo marcó el esfuerzo creativo. Encontró en Rulfo tonos y la manera de enfocar su visión del mundo. Sin caer en una exaltación imitativa del mexicano, reconoce García Márquez su originalidad y potencia al tratar los temas existenciales, al tiempo que lo atrae el manejo del lenguaje. Ya para entonces el colombiano era un gran escritor, pese a ser un tanto desconocido en las letras hispanas. Estaba convencido de que un día sería famoso, tal como lo recuerdan sus amigos de La Cueva, en Barranquilla.
Reconocer su inclinación por la potencia de Rulfo, en especial en los tonos de la prosa y la descripción de los personajes del común, es apenas natural dado que entre los grandes se captan mejor. Arturo Uslar Pietri, al referirse a ese tipo de escritores latinoamericanos y al hombre de Aracataca, sostiene que se trata de la expresión inconfundible y poderosa del “realismo mágico”, que antes en el arte había empleado Franz Roh, para referirse a las innovaciones artísticas recientes. Más el vocablo hizo carrera en la literatura con la sugestiva interpretación del notable escritor venezolano.
El autor de “Cien años de soledad” enfoca las luces de su pluma sobre los Buendía y algunos personajes grises, los mismos que habrían pasado inadvertidos, como el paisaje, para un escritor que no hubiese reconocido la lupa con la que Rulfo sabía agigantar a sus marionetas. A la manera de este último, en Gabo el conjunto de esos personajes derrotados en las guerras civiles de Colombia cobran vida, plasticidad, se sabe de sus frustraciones y desengaños. No se trata de la nostalgia de la gloria, como en otras novelas de historia, sino del rescate de los que perdieron. Se ocupa de exagerar y pintar con colores fuertes la decadencia de esos días en los pueblos apartados y la resistencia monótona de los sobrevivientes. Algunos críticos sostienen que es la verdadera historia de Colombia, que sustituye las versiones de Henao y Arrubla. En especial a la mención que hace de lo que han denominado “Masacre de las bananeras”, pese a que después reconoció el escritor de Aracataca que fue una ocurrencia, una exageración literaria. Lo de las bananeras no pasó de ser una metáfora que hizo carrera cuando Jorge Eliécer Gaitán adelantó un debate en el Congreso y mostró los restos óseos que le habían suministrado las plañideras del Cementerio Central de Bogotá. García Márquez no investigó y le dio pleno crédito a Gaitán, un maestro de la metáfora demagógica. En realidad los historiadores registran que no llegó a una docena los muertos en las bananeras.
Es evidente que García Márquez, en algún momento, quiso hacer la historia de los vencidos caricaturizando a los vencedores, para seguir después con la trama humana localista, pintada con colores que semejan relámpagos que le confieren particular intensidad al texto y atrapan al lector. Lo que determina que dentro del “realismo mágico” de su obra la historia y la cronología pasen a un tercer plano y se conviertan en parte del paisaje insular, puesto que se aparta de lo manido y lo que importa, en últimas, es la fantasía. Eso es precisamente lo que le da más originalidad a la novela: la libertad de movimientos del escritor para narrar la vida colectiva y los tiempos del común en la costa Atlántica.
A su vez, esa prosa imaginativa y plagada de humor y de relatos sobre seres comunes alucinados por el medio, a la espera de un cambio de fortuna o un milagro, le da una perenne actualidad y vigencia a su obra. Se trata de mostrar lo milagroso y lo fútil de la vida comarcal, donde de pronto el ruido de los cascos de los caballos en tropel anunciaban un cambio, una nueva guerra, para volver después a lo mismo, con padres e hijos que siguen impávidos las banderas de los abuelos, apenas alterada la monotonía del día a día por algún amor turbulento. Muchas veces, incluso, sin saber en el fondo la razón de su lucha y la larga espera de un cambio de gobierno que favorezca la ambición localista, la rivalidad con otra aldea y otros caciques políticos. Ese el mundo de Macondo.