Colombia siempre será un país de curiosa dinámica política. Porque, en general, responde a los propios criterios del pueblo más allá de los que se le suelen imponer desde las cúpulas dirigentes, en especial desde el gobierno. Para el caso, por ejemplo, el acto de entrega de armas de las Farc, llevado a cabo ayer en medio de una abulia popular latente y un esfuerzo gubernamental paralelo en tratar de concitar el entusiasmo alrededor de lo que se suponía el evento culmen del proceso de desmonte guerrillero, iniciado en secreto hace más de seis años, luego desenvuelto públicamente hasta los resultados adversos del plebiscito y en adelante sometido al vaivén de la polarización creciente por insuficiencia política en la capacidad de generar consensos en materia tan decisiva.
Es cierto, por supuesto, que todas las entregas de armas de la subversión han sido de alguna manera “históricas”. Basta observarlo de los tiempos más recientes, desde las filas que se hicieron para ello durante la dictadura de Rojas Pinilla, hace seis décadas, cuando se desmovilizaron las guerrillas liberales al igual que hoy lo hacen sus herederas al entregar las armas de las Farc. De modo que en ese sentido ha existido cierto tradicionalismo historicista en los eventos de este tipo que se han sucedido a cada tanto y a lo largo del devenir nacional. De hecho, la queja más reiterada de quien fuera el comandante por antonomasia de esa organización, Manuel Marulanda, era que quienes lo habían impulsado a la rebelión contra los conservadores, desde las directivas del liberalismo, luego lo habían dejado solo. Falleció con más de 80 años hace un tiempo, de muerte natural en algún enclave, luego de asirse a la “guerra fría” y llevar a esa organización, que fue derivando paulatinamente del asalto al terror y el secuestro, hasta los tiempos actuales.
De manera que, sí, ayer fue en esa medida un “día histórico”. El fin de una guerrilla que nació, según el mismo Marulanda, para no dejar posesionar a Laureano Gómez y producir el colapso antes de que jurara ante la Corte Suprema de Justicia, que era la consigna de “resistencia en toda la línea” emitida por Eduardo Santos y Darío Echandía. Y que en cambio encontró rechazo en el ex presidente Alfonso López Pumarejo que, por el contrario, fue el emisario de Gómez para intentar la desactivación de las guerrillas llaneras. El país conoce lo que vino después, con la reconciliación del Frente Nacional y más tarde la convocatoria de la Asamblea Constituyente de 1991, los dos hechos de mayor trascendencia en la formulación de la política colombiana contemporánea.
Los orígenes de las Farc se remontan, pues, a bastante antes de los 53 años que hoy se predican desde que los remanentes guerrilleros se unieron con los comisarios del revolucionarismo comunista, entonces en boga por el triunfo del castrismo en Cuba. En ese sentido, el “día histórico” llega algo tardío. Por desgracia, corrieron mucha “sangre, sudor y lágrimas” para que las Farc se dieran cuenta de la esterilidad de las consignas de odio y depredación que las llevaron a la crudeza persistente contra los colombianos. Su disidencia más característica y en la misma medida terrorífica, el M-19, se anticipó por más 25 años a la entrega del armamento y el país todavía recuerda la fotografía de Carlos Pizarro haciendo lo propio con su pistola en un acto de fuerte contenido simbólico. Luego lo hizo el EPL y después los paramilitares, hace más de una década, que entregaron 18.500 armas, según los registros. Ahora las Farc suman las cerca de 7.100 que ha corroborado la ONU. Todo ello colabora, desde luego, en el monopolio de las armas por parte del Estado. Aunque, por descontado, ello es solo una parte en la recuperación de la soberanía. Basta con ver que las recientes disidencias de las Farc, no solo están armadas, sino que se muestran particularmente activas en el reclutamiento, el problema prioritario.
En tanto, la pregunta en los diferentes medios es por qué el proceso de desarme de las Farc no ha suscitado mayor interés, como en otros casos. Los expertos han dado muchas respuestas: carencia de liderazgo y carisma presidenciales, rechazo inmediato a cualquier cosa que a las Farc se refiera, politización del desarme en busca de réditos, crisis económica de prioridad, promesa excesivamente reiterada, desconfianza del pueblo, mecanismo para subir en las encuestas, consecuencia del descalabro del plebiscito y varias más. Pero igualmente es fácil constatar que ni en los puntales del mismo gobierno, como en los casos de Germán Vargas Lleras y Juan Carlos Pinzón, había credibilidad en lo que se adelantaba por fuera de sus propias funciones. De ahí para abajo es fácil entender que, más que euforia, el escepticismo cunda.
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