Por Giovanni E. Reyes (*)
SEÑALAR las condiciones de derechos humanos en América Latina es puntualizar un escenario atestado de desastres evitables, con toda la cauda de indiferencias y silencios que le es propia. No sólo se trata del continente con la peor distribución de oportunidades y riquezas del mundo. La región también exhibe cifras de criminalidad y violencia que son sencillamente pavorosas. La magnitud de esas tragedias diarias sólo es rebasada por la inoperancia o la abierta carencia de las instituciones públicas.
Una muestra al respecto. Al momento de escribir estas notas, al filo del viernes 27 de mayo de 2016, una noticia salta a los titulares de la prensa internacional: durante el pasado mes de abril, en México, el promedio de homicidios diarios rompió con todos los precedentes. La cifra asciende a la friolera de 56 muertos por día, en los 1.9 millones de kilómetros cuadrados, que corresponde a la extensión total del país.
Sin embargo, la lacerante crueldad y sufrimiento que se hacen evidentes en la realidad mexicana no constituyen caso aparte en la región. Lamentablemente no es este el caso. Honduras presenta una tasa de homicidios dolosos por cada 100,000 habitantes que llega a 70.4; la Venezuela chavista se desangra con 64.3 de ese indicador.
Esa cifra llega a ser de 22.7 para México y de 32.6 para Colombia. Países en donde el problema del narcotráfico se ha enraizado en mucho de la matriz fundacional de las sociedades. En el otro extremo, los homicidios por cada 100,000 habitantes alcanzan cotas más bien bajas en países como Costa Rica (8.7), Argentina (6.2) y Uruguay (4.6).
Y ¿por qué traer a mención esta realidad sangrienta? Porque es un indicador de las pésimas condiciones relacionadas con el respeto a los derechos humanos en América Latina. En efecto, la sobrevivencia de amplios sectores latinoamericanos es heroica. En medio de la carencia recurrente de oportunidades, de “jet set” nativos que desde siempre miran hacia las metrópolis, la subsistencia de amplios sectores se mueve en los laberintos de la economía informal, en la marginalidad.
Una de las instancias que velan por el cumplimento –en cierto grado- de los derechos humanos en la región es la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y ahora mismo, este mes, el Presidente de esa entidad, James Cavallaro, ha lanzado un llamado lleno de frustración y angustia por la continuidad operativa del organismo. Si no llegan los fondos que deberían llegar por parte de los gobiernos latinoamericanos, ese organismo prácticamente llegará a desaparecer perdiendo un 40 por ciento de su personal. La fecha en que eso ocurrirá será el 31 de julio próximo. Estamos a menos de tres meses para ello.
Es claro que el práctico cierre de la CIDH hará totalmente inviable realizar visitas a los países, evitará el control, evaluación o monitoreo de las condiciones de vida, no habrán ya audiencias públicas, ni reuniones producto de las cuales se podrá salvar la vida de habitantes en la región. Por supuesto que esto conviene a ciertos países. Entre ellos están los que contienen a los ejércitos más represivos, encabezados por Venezuela y Guatemala. Cavallaro puntualiza: “he visto personalmente cómo, gracias a la Comisión, se avanzó en procesos de verdad, justicia y reparación; cómo se salvaron vidas gracias a la intervención que se ha llevado a cabo”.
Los estados latinoamericanos crearon la CIDH en 1959 y proclamaron en la Convención Americana que el ideal del ser humano es vivir libre, exento del temor y de la miseria; y que esto sólo podía lograrse garantizando el ejercicio de los derechos humanos. Pero poco después, siguiendo ese nefasto rasgo de nuestra cultura, en cuanto a hacer acuerdos que no se cumplen dada la “viveza”, lo “avispado” que somos, no dieron recursos para el funcionamiento de la entidad.
¿Cómo, entonces, ha podido sobrevivir la CIDH todos estos años? Ha sobrevivido gracias a los aportes voluntarios de países como Estados Unidos, Canadá, Finlandia, Reino Unido, Holanda, Suecia, Suiza, Francia, España y en general la Unión Europea. Pero ahora, cuando funcionarios de la organización han ido a tocar las puertas europeas se les ha mencionado enfáticamente dos aspectos: (i) ante el problema de los refugiados que llegan al Viejo Continente, las prioridades de egresos públicos han cambiado; y (ii) ¿por qué razón los gobiernos latinoamericanos no se hacen cargo de financiar la Comisión?
Este último punto es totalmente válido y da a conocer una vez más el poco interés que en general tienen los gobiernos por establecer y mantener condiciones sociales en las cuales prevalezca, por mínimo que sea, respeto a los derechos humanos fundamentales. Quienes ostentan el poder, herederos muchas veces de los encomenderos de la Colonia, tienen otros intereses y prioridades.
Es cierto que la Comisión no está exenta de tener burocratismo, pero es una instancia necesaria que ya ha probado salvar vidas y al menos establecer las denuncias del caso de personas que han sido desaparecidas, secuestradas, torturadas, ejecutadas.
Ahogar, hasta desaparecer la CIDH, es un indicador de lo excluyente que son las instituciones en Latinoamérica. De nuevo, la agenda regional en pro de un desarrollo eficaz en lo económico, sustentable en lo ecológico y equitativo en lo social, debe esperar. Es una espera que se traduce en muertos diarios, sin que ello al parecer conmueva a los dirigentes. Aunque las condiciones externas son muchas veces hostiles, ciertamente, el sub-desarrollo no es de gratis.
(*) Ph.D. University of Pittsburgh/Harvard. Profesor de la Escuela de Administración de la Universidad del Rosario.
LA CIDH está a punto de cerrar por falta de recursos para su funcionamiento. Hay indolencia regional.