Por Yann Basset (*)
POCOS personajes históricos han sido tan sistemáticamente denigrados por el régimen chavista como Rómulo Betancourt, primer presidente y fundador de la muy criticada “cuarta república”. La figura del que era considerado como el “padre de la democracia venezolana”, que se señaló por ser un duro contendor de los dictadores en una época en la cual dominaban en casi toda la región, no cuadra con el discurso oficial que reduce la época del Pacto de Punto Fijo a la llegada al poder de Hugo Chávez a una larga noche de corrupción y explotación.
Betancourt y su partido, Acción Democrática, pertenecían a una tendencia de la izquierda que valoraba la democracia, que proponía grandes reformas económicas y sociales (la intervención estatal en la economía, la reforma agraria, el desarrollo de la seguridad social) sin acabar con el mercado, que ofrecía inclusión y participación respetando las instituciones. A esta izquierda tampoco le convenía muy bien el calificativo de “moderada”.
Betancourt gobernó con firmeza y tuvo que utilizar varias veces mecanismos de excepción para defender su gobierno de la acción subversiva de las guerrillas de la otra tendencia de izquierda, la revolucionaria, la que finalmente tomaría una inesperada revancha años después alineándose tras la figura mesiánica de Hugo Chávez.
El abandono del compromiso por la democracia real (es decir, la que tiene la ventaja de existir realmente, a pesar de que estuvo de moda en algún momento calificarla como meramente formal), por una utópica “democracia participativa y protagónica” desde ese momento ya le está pasando la cuenta de cobro a Venezuela.
La larga serie de abusos y manifestaciones de autoritarismo que caracterizaron el régimen venezolano desde ya casi dos décadas han logrado sorpresivamente esta semana sacar de su letargo a la Organización de Estados Americanos, con las amenazas de su Secretario General Luis Almagro de condenar a Venezuela, basándose en la Carta de Derechos Humanos de la organización. Más allá de la reacción airada del régimen y de las posibles consecuencias del enfrentamiento entre la OEA y el gobierno venezolano, el episodio volvió a recordar la figura de Betancourt. Más allá de su papel en la historia de Venezuela, el presidente adeco se señaló también en su momento por la doctrina internacional que lleva su nombre, y que fue ampliamente debatida en su momento, precisamente en el marco de la OEA.
La doctrina Betancourt proponía aislar diplomáticamente las dictaduras del hemisferio, buscando la solidaridad de las democracias para afianzar las instituciones y evitar el efecto contagio de los golpes de Estado. Esta propuesta particularmente idealista asumía por tanto una interpretación adversa al principio bastante establecido en la región de no intervención en los asuntos internos de un país, el mismo que invoca hoy el régimen de Maduro contra la OEA.
En el contexto de la segunda presidencia de Betancourt (1959-1964), la doctrina se pensaba tanto contra las dictaduras comunistas como Cuba, con la cual el presidente venezolano mantenía pésimas relaciones, como contra las de derecha, en particular, el régimen de Trujillo en República Dominicana, que intentó asesinar a Betancourt. Generó cierta simpatía entre los gobiernos democráticos de la región y hasta en la administración Kennedy, aunque también, por supuesto, los temores de una utilización oportunista por parte de Estados Unidos con fines imperialistas en América Latina.
Cuando Betancourt entregó el poder al término de su mandato, demostrando una última vez un compromiso con las instituciones democráticas que el chavismo nunca supo dar, su doctrina internacional pasó al olvido. Sin embargo, Venezuela ya había logrado una reputación de campeón hemisférico de la democracia, que la llevó a ser el refugio de mucha gente perseguida por las dictaduras militares del continente en los años 1970.
El régimen chavista acabó esta reputación, al punto que hoy, son al contrario muchos venezolanos que huyen de la persecución política a otros países de la región. En este contexto, las advertencias de la OEA a Venezuela para que cumpla con su propia Constitución y permita la organización del referendo revocatorio que solicita la oposición, hace irresistiblemente pensar en la abandonada doctrina Betancourt. Los debates que suscitó en su momento podrán ser recordados con provecho por los gobiernos que tendrán que tomar posición sobre el tema en el seno de la OEA.
Hay muchos buenos argumentos para no resucitarla, que van desde el principio de no intervención hacia la mera prudencia diplomática, pasando por los efectos perversos que podría tener, radicalizando el gobierno venezolano y ofreciéndole una nueva ocasión de movilizar su opinión en contra de lo que describirá como una intolerable ataque imperialista. Pero lo importante no serán las posiciones oficiales, sino el debate en las opiniones del continente, y ojalá entre la opinión de izquierda, que haría bien en reevaluar el culto a Fidel Castro para recordar el espíritu de Rómulo Betancourt.
(*) Profesor de la Facultad de Ciencia Política, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario.