El caso Granda y la llamada de Fidel Castro
Capítulo 4
“-¿Uribe?
-¿Si?
-¡Aaaah!. ¿Sabía que ibas a estar despierto! ¡Eres un ave nocturna como yo!
Era la voz de Fidel Castro.
El presidente Castro y yo nos llevábamos muy bien -para sorpresa de algunos-, y en los últimos años habíamos hablado en varias ocasiones. A pesar de nuestras diferencias ideológicas, lo he tratado siempre con respeto y guardo gratitud por la franqueza del mensaje que me envió a través de Gabriel García Márquez, en 1997, sobre las verdaderas intenciones de las FARC durante el llamado proceso de paz. Unos años antes, en el transcurso de nuestro primer encuentro descubrimos que compartíamos una pasión común por los detalles más íntimos del Gobierno: si bien abordábamos las cosas desde perspectivas diferentes, los dos éramos estudiantes apasionados de todo lo relacionado con la política. En el año 2003, con ocasión de la ceremonia de posesión del presidente Nicanor Duarte de Paraguay, compartimos mesa en el almuerzo y durante varias horas intercambiamos con entusiasmo ideas sobre temas como cooperativas de productos lácteos y el norme potencial de Colombia para generar electricidad. Tiempo después, el príncipe de España -sentado entre nosotros dos en ese almuerzo- recordó aquella conversación con una sonrisa perpleja:
Felicitaciones –me dijo-. Las dos personas en el mundo que tienen más información almacenada en sus cabezas son Fidel Castro y tú.
Aquella noche de 2005, el presidente Castro llamaba en carácter de pacificador. Al oír su voz comprendí la importancia de la llamada: el presidente Chávez tenía en él un modelo a seguir, y su influencia en Venezuela era enorme.
Pero antes, el presidente Castro quería hablar de historia. Expresó su interés permanente en Colombia -no era la primera vez- y en cómo había evolucionado a lo largo de muchas décadas. Por esos extraños giros del destino, Fidel Castro, un joven de 21 años, asistía en Bogotá a una conferencia de estudiantes latinoamericanos el día que fue asesinado Jorge Eliécer Gaitán (1948), acontecimiento que provocó la escalada infame de la Violencia. Diez años después, cuando el nombre de Castro se hizo conocido, esta coincidencia alimentó teorías conspirativas sobre un complot comunista internacional: pero Castro no era comunista en 1948 y, finalmente, los historiadores concluyeron que no tuvo ninguna participación en ese hecho. Sin embargo, esta experiencia marcó a Castro, tal y como suelen hacerlo los acontecimientos más importantes de la juventud, y era evidente que le agradaba conversar con alguien que no sólo conocía a Colombia, sino que también había estudiado en detalle gran parte de su obra.
-Presidente Uribe –dijo-, yo sé que durante tu juventud leíste todo lo que escribí. ¡Pero ahora soy una persona mucho mejor de lo que era en esa época!
Soltó una de sus risas cordiales y siguió hablando.
Escuchaba en la cama mientras Lina dormía a mi lado. Habló durante más de treinta minutos, interrumpiéndose solo para preguntar:
-¿Todavía estás ahí, Uribe?
Justo antes del amanecer abordó el motivo de su llamada. Tenía una idea para resolver la situación: ambas partes debíamos concentrarnos no en lo que había sucedido, sino en el futuro; Venezuela se comprometería a mejorar el patrullaje de sus fronteras, y Colombia declararía su intención de no realizar otra operación como la de Granda.
Tenía algunas dudas: no debíamos cerrar nuestras opciones para el caso de descubrir a otro cabecilla terrorista escondido a la vista pública en no importa qué país. Sin embargo pensé que después de este incidente, quizás nuestros vecinos no estarían muy dispuestos a brindar un refugio a las FARC.
Al final, la propuesta del presidente Castro abrió el camino a una solución temporal. Pocos días después de nuestra conversación, Lina y yo recibimos, en nuestra casa de Rionegro, una visita secreta del Viceministro de Relaciones Exteriores de Cuba y de su embajador en Bogotá. Traían una carta del presidente Castro en la que -con una redacción impecable- exponía en detalle el marco para desactivar la crisis. Di mi opinión a los cubanos y al día siguiente viajaron a Caracas con la respuesta.
El 16 de febrero, dos meses después del arresto de Granda, fui a Caracas a reunirme con el presidente Chávez en el palacio presidencial de Miraflores. El objetivo era mostrarle al mundo que la situación entre nuestros países había regresado a la normalidad. El embajador de Venezuela regresó a Bogotá y el comercio binacional se reanudó. En su declaración a la prensa, el presidente de los venezolanos dijo que habíamos “decidido darle la vuelta a la página para aclarar las cosas”. Y en su mayor parte tenía razón.
Con enorme amabilidad, el presidente Chávez nos enseñó el palacio presidencial; luego almorzamos en su pequeño despacho, acompañados por el vicepresidente venezolano José Vicente Rangel y Carolina Barco, talentosa Ministra de Relaciones Exteriores de Colombia. Siempre he considerado fundamental contar con la presencia de testigos en las conversaciones delicadas, pero en esta oportunidad la conversación fue casi como una charla entre amigos: el presidente de los venezolanos habló largo y tendido sobre su pasión por Simón Bolívar, y me pidió ayuda para construir una mejor relación entre Venezuela y la administración Bush. Hablamos más de seis horas. Cuando surgió el caso Granda, el presidente Chávez dijo, casi justificándose:
-Yo no protejo a las FARC. Pero algunos de mis seguidores simpatizan con ellas, y no puedo hacer nada al respecto. Por favor, comprenda presidente. ¡No es mi culpa!
Ese día me fui de Caracas aliviado porque todo este episodio había terminado. Al mismo tiempo presentía que pronto estaríamos lidiando de nuevo con esos mismos problemas. ¡Tenía razón!”
El rompimiento con Chávez
Capítulo 19
“El helicóptero se disponía a despegar de un parque en el Cañón de Chicamocha, en Santander, cuando sonó mi teléfono:
-¿Uribe?
-¿Si?
-Presidente, te estoy llamando porque quiero ayudarte
El presidente Chávez me llamaba desde Caracas: lo acompañaba Piedad Córdoba, senadora colombiana de izquierda con quien Chávez tenía buenas relaciones. Recientemente había autorizado a la senadora Córdoba a fungir como facilitadora para intentar, una vez más, un acuerdo con las FARC y lograr la liberación de los secuestrados. Había viajado a la capital venezolana para reunirse con el presidente Chávez, quien había dado señales de querer participar en las negociaciones.
-Yo puedo ayudarte a llegar a un acuerdo- me dijo el presidente Chávez.
“Si autorizo esto será un riesgo político. Y si no lo autorizo, será un riesgo humano”, fue lo primero que pensé.
Para ese momento de nuestra presidencia, sabíamos que el presidente Chávez no siempre pensaba en los mejores intereses de Colombia. Por mi parte, tenía muchas preguntas sobre las implicaciones que tendría su papel en las negociaciones: ¿se trataba acaso de un intento del presidente Chávez para proyectarse como un pacificador en el escenario mundial, después de perder un referendo importante en su país?, ¿se trataba de una táctica para debilitar nuestro gobierno y darle un nuevo protagonismo a las negociaciones, en las que las FARC no parecían tener un interés sincero? Al mismo tiempo, comprendía que el presidente Chávez estaba en una posición privilegiada: era el único jefe de Estado en el mundo que aún tenía alguna influencia sobre los cabecillas de las Farc. Hacía algún tiempo, el presidente Castro me había dicho: “Las Farc ni siquiera me escuchan ya”, y si debido a la presión de la opinión popular y de los estamentos militares este grupo buscaba un camino relativamente digno para la negociación, el presidente Chávez podía ofrecerles el alto perfil que necesitaban.
Nuestro gobierno había demostrado que estaba dispuesto a hacer grandes esfuerzos y a considerar todo tipo de opciones que condujeran a la liberación de los secuestrados. A principios de 2007, y como un gesto de buena voluntad, después de haber liberado de la cárcel a algunos integrantes de las FARC, anunció el Doctor Luis Carlos Restrepo, nuestro Comisionado de Paz, que completaríamos un número de 150. Recién posesionado, el presidente Sarkozy me llamó a preguntarme si era cierto que los iba a liberar. Le contesté que sí. Me repitió la llamada y ante la misma pregunta le reiteré que cumpliría la palabra. Me dijo que si podía pedirme algo más. Asentí y me propuso liberar a Rodrigo Granda, el “ministro de Relaciones Exteriores de las FARC”, cuya captura provocó la crisis con Venezuela. Acepté, con la salvedad que siempre y cuando la ley me lo permitiera. No le pregunté al presidente pero supuse que tendría algún acuerdo con las FARC. Preferí confiar en él antes que manifestar mi curiosidad. Liberado, Granda regresó con las FARC a las actividades criminales. Las últimas fotos que conocimos lo mostraban en Venezuela en traje camuflado y en actividad de delincuente. Ninguno de los secuestrados fue liberado: o no hubo acuerdo, o le incumplieron a Sarkozy.
Sin embargo, estas experiencias no nos detuvieron: la vida de los secuestrados estaba en juego, y cualquier esfuerzo de buena voluntad para liberarlos podría, tal vez, conducir a la solución que desde hacía muchos años anhelaban los colombianos. Así que respiré profundo mientras el presidente Chávez esperaba la respuesta a su oferta. Recordé el sabio consejo del ex presidente Julio César Turbay Ayala, a quien admiré profundamente y quien fuera mi jefe en una ocasión: “Nunca se debe reaccionar al impulso de las primeras impresiones”. Y a pesar de mis reservas, le dije que estaba de acuerdo con su participación y que discutiríamos los detalles unos días más tarde, en la cumbre regional que se llevaría a cabo en Santiago de Chile. Una vez allí, le agradecí de nuevo su oferta y le dije que solo le quería pedir una cosa: que realizara la facilitación con la máxima discreción y privacidad. El sonrió y estuvo de acuerdo.
En retrospectiva, esto era como pedirle a un gato que no persiguiera pájaros.
Lo que siguió fue un verdadero circo. En el transcurso de varias semanas, el presidente Chávez se refirió en varias ocasiones -en su programa semanal televisado a la Nación- al estado de las negociaciones con las FARC. Se reunió en Caracas con Iván Márquez, cabecilla de este grupo, y juntos ofrecieron una conferencia de prensa en las escaleras del palacio de Miraflores; era la primera vez que un cabecilla de las FARC aparecía en público con un jefe de Estado extranjero. Durante una de sus giras mundiales, el presidente Chávez le dijo al presidente Sarkozy que yo estaba dispuesto a reunirme de inmediato con Manuel Marulanda -cabecilla supremo de las FARC- : era una distorsión de lo que le había dicho personalmente al presidente Chávez.
A pesar de todo fui paciente, tal vez de manera irracional. Pero cuando me afirmaron que el presidente Chávez había intentado en varias ocasiones llamar a uno de los comandantes militares de alto rango y que, a través de la senadora Córdoba, finalmente logró comunicarse con el comandante del Ejército –en una violación inaceptable y peligrosa de los protocolos-, decidí que ya era suficiente. Emití una declaración al día siguiente y puse fin al papel del presidente Chávez como mediador. Esto produjo una airada respuesta de Caracas, y la consternación y decepción por parte de las familias de los secuestrados.
A mediados de diciembre de 2007, las FARC parecieron ceder ante el clamor de la opinión pública colombiana. Anunciaron planes para liberar unilateralmente a tres de sus secuestrados más preciados: Clara Rojas, su hijo Emmanuel y Consuelo González de Perdomo, una ex congresista secuestrada desde 2001. Su única condición era que solo entregarían los secuestrados al Gobierno venezolano.
A pesar de todo lo que había ocurrido, no lo pensamos dos veces y aceptamos de inmediato los términos de las FARC. Incluso se autorizó el ingreso de helicópteros venezolanos a territorio colombiano para recoger a los secuestrados. Las FARC anunciaron el 28 de diciembre como día de la liberación. La delegación encargada de recibir a los secuestrados viajó a la ciudad colombiana de Villavicencio, donde se llevaban a cabo las operaciones logísticas requeridas, encabezada por el canciller venezolano Nicolás Maduro, la integraban además camarógrafos, el ex presidente argentino Néstor Kirchner, el director de cine estadounidense Oliver Stone, amigo del presidente Chávez y representantes de países como Bolivia, Brasil, Cuba, Ecuador, Francia y Suiza Todo parecía listo para seguir adelante.