El gobierno encabezado por Puigdemont ha rechazado todas las oportunidades de dialogar que se han presentado desde el inicio del denominado “Proceso”. Demuestra con ello que nunca estuvo en su agenda otra cosa que la independencia
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(Especial para EL NUEVO SIGLO). Parece sorprendente cómo en algunas partes de Europa se han olvidado tan rápido de algunas de las páginas más funestas de su historia reciente. La declaración de independencia firmada por el grupo de diputados favorables a la independencia del parlamento catalán, se inscribe en esa dinámica y plantea grandes desafíos no sólo para España, sino para la Unión Europea y todas sus realizaciones de los últimos sesenta años.
Creo que a estos efectos, es bueno establecer un contexto y recordar a los lectores como se inició este proceso. En las elecciones autonómicas de 2015, Convergencia Democrática de Catalunya y Esquerra Republicana, formaron la coalición “juntos por el sí” con el fin de dar a los comicios autonómicos un sentido inequívocamente plebiscitario y demostrar que los partidarios de la independencia representan la mayoría en Cataluña. Sin embargo, la coalición obtuvo sólo el 38% de votos, que sumados al 9% que obtuvo la ultraizquierda independentista, se quedaron en un 47% de los votos emitidos, frente a un 53% que registraron los partidarios de la unidad de España.
Esto no detuvo a los independentistas, que a pesar del mensaje que les acababa de mandar la mayoría social en Cataluña, decidieron seguir adelante aprovechando la mayoría de diputados que les otorgó una ley electoral diseñada para favorecer a sus intereses.
“La cuestión fundamental no es el debate sobre la independencia, sino el cuestionamiento que hace el nacionalismo del estado de derecho como base de la democracia”
Sobre la base de este mandato popular inexistente, el Parlamento autonómico fue aprobando una serie de leyes “de desconexión” que han puesto en marcha no sólo la voladura de la constitución española en Cataluña, sino que han ahondado la división de la sociedad catalana y han quebrado la convivencia.
A pesar de que todas esas leyes fueron sistemáticamente declaradas nulas por el Tribunal Constitucional, el separatismo ha ido creando una normativa paralela que llegó al paroxismo al ignorar el reglamento de la propia cámara autonómica en la aprobación de la ley del referéndum, vulnerando así una triple legalidad: el derecho internacional en materia de libre determinación, la ley española y la propia ley autonómica.
Para la noción de democracia del nacionalismo, no es suficiente que determinados derechos históricos, étnicos y lingüísticos de una minoría sean reconocidos y respetados. El discurso último del nacionalismo exige que prevalezcan sobre la ley y la mayoría, incluso si implica despojar de los suyos a todos aquellos que no son considerados como miembros de su comunidad nacional. Esto es lo que está pasando en Cataluña.
Por eso, la cuestión fundamental no es el debate sobre la independencia, sino el cuestionamiento que hace el nacionalismo del estado de derecho como base de la democracia. El desafío planteado es un test sobre la fortaleza de la democracia española y en última instancia, de los valores europeos surgidos tras la Segunda Guerra Mundial.
El gobierno encabezado por Puigdemont ha rechazado todas las oportunidades de dialogar que se han presentado desde el inicio del denominado “Proceso”. Demuestra con ello que nunca estuvo en su agenda otra cosa que la independencia y la ruptura del orden constitucional. Lo ha vuelto a demostrar renunciando a comparecer ante el Senado y rechazando la convocatoria de elecciones. Con ello, ha hecho inevitable la restauración de la legalidad y del estado de derecho que ineludiblemente tendrá lugar a continuación.
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(*) Consejero Cultural de la Embajada de España en Colombia
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