El Gobierno debe tener cuidado con los fracasos que ha venido acumulando, porque, en efecto, no ha sido sólo la estruendosa caída de la reforma judicial, sino igualmente otras circunstancias que no han fructificado en los cambios que requiere el país.
La reforma judicial no se cayó, ciertamente, por capricho o auto blindaje de la Corte Constitucional, ni de la rama jurisdiccional. Se cayó porque desde el comienzo estuvo mal presentada. En efecto, al artículo sencillo y que tenía el consenso nacional de prohibir la reelección presidencial inmediata, se sumaron intempestivamente una cantidad de artículos referentes a otras materias, inclusive llegándose hasta a proponer lo que entonces se llamó las “listas cremallera” para las elecciones parlamentarias, es decir, que hombres y mujeres se alternaran en las planchas de candidatos.
Todo ello, por supuesto, llevó a que la reforma judicial fuera una verdadera colcha de retazos que trató de expandir sus tentáculos sobre áreas en las que, por el contrario, se necesitaba un solo acto legislativo. Con semejante precipitación y esa forma anti técnica de legislar se pensó que se había tomado el cielo con las manos e incluso se dijo que era la más grande reforma a la justicia en los últimos 25 años, de la cual ningún presidente había sido capaz. Faltó, desde luego, Teoría del Estado en muchos de los aspectos de la cacareada reforma judicial. Uno de ellos, claro está, el hecho de que no se podía crear un Tribunal de Aforados todopoderoso, sin control estatal alguno y tampoco derivado de ningún tipo de democracia, directa o indirecta , de modo que se implantara un organismo completamente extraño al espíritu constitucional de los pesos y contrapesos.
Por el contrario, el famoso Tribunal de Aforados, compuesto de cinco magistrados, debía pasarse su vida indagando lo que hicieran los 70 altos funcionarios aforados y buscarles el quiebre para poder justificar sus altos honorarios.
Dentro de la Teoría del Estado el equilibrio entre las ramas del poder público supone, precisamente, y en primer lugar, que un tema como el del juzgamiento de los altos funcionarios del Estado sea una atribución propia de quien ha sido elegido popularmente y esa regla de oro fue exactamente la que el Congreso burló, quitándose a sí mismo funciones constitucionales, y delegando lo que es por antonomasia parte de las facultades parlamentarias en el mundo.
De modo que no se entiende que algunos congresistas se sorprendan con que la Corte haya declarado serena y sensatamente que dicha reforma judicial estaba, no solo viciada en los procedimientos de forma, sino que era una sustitución de la Constitución.
Otra cosa, ciertamente, es que el Congreso pueda, reformando la ley de su reglamento, darle mayor alcance a la Comisión de Acusaciones de la Cámara. Y ni siquiera eso. Simplemente con que esa Comisión le pida colaboración y asistencia a la Fiscalía en sus funciones es suficiente. Así lo permite la Constitución y es lo que están en mora de hacer los congresistas que integran aquella célula.
Lo sucedido a la reforma a la justicia, por precipitación, falta de consenso necesario y por tratar de enmendar el fracaso ya visto en años anteriores, también se ha repetido en otras áreas. La reforma a la educación superior quedó en vilo desde hace más de cuatro años, cuando los estudiantes se opusieron a partir de las redes sociales y el Gobierno no volvió a musitar nada sobre la materia, pese a las promesas en contrario.
Más o menos lo mismo ha pasado con las normativas mineras que, modificadas por decreto, una y otra vez, finalmente se han caído en el Consejo de Estado, o han sido enmendadas por la Corte Constitucional, sin participación del Gobierno, y como núcleo de una legislación de naturaleza jurisprudencial y no codificada.
Al mismo tiempo el país ha vivido, en los últimos años, una sucesión de paros en los diferentes sectores y cuyas soluciones antes que formularse como políticas perentorias no han hecho más sino aplazar los problemas. Así ha pasado en el sector agrícola, en el transportista, en el minero y en el de maestros, como para poner unos pocos ejemplos.
De algún modo, pues, el Gobierno se ha jugado, en tantos años de mandato, todo por el proceso de paz de La Habana. Pero visto en retrospectiva, las dificultades que han venido quedando en otros aspectos son muchas.
Una y otra vez se ha prometido una reforma tributaria estructural. Por lo general ello no ha pasado de unas modificaciones para aumentar los impuestos. Habrá que esperar al 20 de julio para ver, si en verdad, esa reforma estructural, en la que se equilibren las cargas tributarias, va a ser finalmente una realidad.