Cuando eL 21 de agosto del año pasado el presidente de Venezuela Nicolás Maduro ordenó cerrar en algunos puntos la frontera con Colombia, se pensaba en nuestro país que, tal como había ocurrido en anteriores ocasiones en las siempre volubles relaciones con el régimen chavista, la medida sería desmontada en algunos días o máximo varias semanas. Pero eso no ocurrió.
Luego, cuando las autoridades del vecino país empezaron a deportar a centenares de colombianos, expropiar y destruir sus casas e impedirles sacar sus pertenencias, se constató en Bogotá que esta crisis era distinta a las anteriores, pero se pensó que, al final, una cumbre Maduro-Santos podría superar el grave impase. La misma se dio en septiembre, en Quito, y si bien Caracas no ordenó la reapertura de frontera, sí se definió una agenda binacional y ministerial a corto plazo para avanzar en ese sentido y desbloquear en pocas semanas. Pero eso no ocurrió.
La estrategia paralela era presionar por la vía jurídica, por lo que el gobierno colombiano había acudido a la Acnur, el Comité de Derechos Humanos de la ONU, la propia OEA y la Unasur (sumando sendas derrotas diplomáticas en ambos escenarios continentales) e incluso se alcanzó a hablar de una posible denuncia contra Maduro ante la Corte Penal Internacional por la expulsión de más de 1.500 colombianos y el desplazamiento forzado de 13 mil más. Se creía en nuestro país que esa presión externa podría llevar a Caracas a desmontar progresivamente el cierre. Pero eso no ocurrió.
Ya para entonces en Colombia se relacionaba el bloqueo con una movida electoral del chavismo para atacar la fuerza política de la oposición en los estados limítrofes con Colombia. Se pensaba, entonces, que una vez pasados los comicios parlamentarios del 6 de diciembre, el cierre fronterizo se levantaría o distensionaría. Vino la cita en las urnas, en las que el chavismo sufrió su mayor derrota en 16 años, lo que hizo pensar que un gobierno débil bajaría la temperatura en la frontera. Pero eso no ocurrió.
Frente a ello, la esperanza se fijó en los distintos partidos de la Mesa de Unidad Democrática, es decir de la coalición de oposición, que habían ganado el dominio de la Asamblea Nacional. Todos sus voceros habían advertido meses atrás que el cierre de la frontera con Colombia era una cortina de humo del gobierno Maduro para culpar a un “enemigo externo” de la crisis económica y social que tenía a millones de venezolanos soportando una escasez de víveres, medicinas y muchos productos. Una acusación a la que sumaron que el Palacio de Miraflores, al haber decretado el estado de excepción en 24 municipios de los estados de Zulia, Táchira, Apure y Amazonas, buscaba impedir la campaña en los bastiones políticos del antichavismo.
Así las cosas, al ganar la oposición el dominio de la Asamblea, se pensaba en Colombia que era cuestión de semanas para que esta forzara la reapertura de la frontera con nuestro país. Incluso varios de los diputados de esa facción habían advertido que la vigencia de los decretos que soportaban el bloqueo había expirado a mediados de diciembre y el Gobierno violaba la ley al no reabrir los pasos limítrofes. Hasta una demanda penal instauró un diputado contra Maduro por esa causa. Con toda esa presión se pensaba que el Gobierno cedería prontamente. Pero eso tampoco ocurrió.
Incluso, la semana pasada las propias mayorías opositoras de la Asamblea expidieron un comunicado rechazando un reclamo de las autoridades colombianas por una presunta incursión de militares venezolanos en Arauca.
¿Entonces?
Como se ve, la posibilidad de que el gobierno Maduro reabra la frontera es cada día más lejana. El propio Presidente ha advertido que se mantendrá bloqueada “indefinidamente” y a cada tanto resalta balances según los cuales la delincuencia común, presencia paramilitar y el contrabando de alimentos y gasolina ha disminuido de manera sustancial en la región. Incluso llegó a proponer la creación de unas especies de “fuerzas especiales” militares para custodiar la zona.
¿Le tocó, entonces, al Estado colombiano resignarse al cierre de la frontera con Venezuela indefinidamente? ¿Ya no hay medida política, diplomática ni judicial que lleve a una normalización de los pasos limítrofes? ¿Qué pasó con las quejas de Colombia ante la Acnur, la OEA y la ONU al respecto? ¿Le tocó al Estado colombiano resignarse a la expropiación de las casas y propiedades de sus nacionales deportados? ¿Qué pasó con las investigaciones sobre atropellos y hasta violaciones sexuales denunciadas por los expulsados? ¿Y las familias que continúan separadas por el cierre fronterizo? ¿Tendrá que tolerarse de nuevo, como pasó este fin de semana, que las autoridades de ese país comiencen de nuevo a deportar masivamente a los colombianos?
Más interrogantes: ¿No resulta lesivo para la legitimidad institucional de un Estado como el colombiano la pasividad con que este tema se ha manejado en los últimos meses? ¿Se ha realizado algún tipo de lobby con las mayorías opositoras que dominan la Asamblea en busca de ayuda para el desbloqueo fronterizo? ¿Debe aguantarse eternamente la oleada discursiva de Maduro en torno a que el problema del cierre es la ineficacia colombiana para frenar el tránsito de paramilitares y contrabandistas? ¿Por qué no se replican con mayor énfasis las acusaciones de Maduro cuando habla de una ‘guerra’ económica y cambiaria que la “derecha y oligarquía” colombianas instigan desde Bogotá y Cúcuta contra su país? ¿No habrá más reuniones binacionales ministeriales, según lo pactado en la cumbre presidencial de septiembre en Quito? ¿Por qué el gobierno Santos no ordena también el cierre de la frontera ante la actitud inamistosa e injusta del gobierno venezolano? ¿No es hora ya de pensar en un Plan Frontera, vía Conpes, en el que se vuelvan permanentes muchas de las medidas temporales que se tomaron en septiembre con la emergencia social y económica declarada en 40 municipios de siete departamentos colombianos?
Muchas preguntas que el Estado colombiano debería responder, a menos que la estrategia no sea otra distinta que resignarse al cierre de la frontera hasta que a Maduro, como se dice popularmente, la dé la gana.