Antes de visitar ARTBO, la Feria Internacional de Arte de Bogotá, traté de convencer a tres amigos involucrados en esferas del arte para que me acompañaran. Pero ninguna de las tres personas me acompañó. El motivo es lo caro que es el acceso a este evento de Corferias: la boleta general tiene un precio de $30.000 pesos, un precio que limita la potencia artística de intervenir.
Estar dentro de la feria, digamos, es un lujo y, a su vez, una experiencia mucho menos popular que la posible en la FILBO. La Revista Arcadia que a uno le regalan en la entrada, por ejemplo, tiene solo dos publicidades: una de ginebra y otra de whiskey. Y los restaurantes son pocos y altivos. Entre ellos está Andrés D.C.
En la página oficial del evento se describe a ARTBO así: “es el encuentro por excelencia para el mercado del arte en América Latina”. Ser un comprador real, y no uno de simulación ―existe la posibilidad de simular comprar arte en la Feria― no es para todos. Aunque la simulación nos sumerge a todos en la dinámica, y da un simbolismo democrático a la Feria, el comprador real es quien realmente contribuye a la economía del artista y el galerista.
El coleccionismo se parece más a los bancos: son más acumulativos que sociales. Empero, cabe rescatar que normalmente las Ferias son más excluyentes y cerradas que ARTBO. Tal vez lo más interesante de la Feria es que sus foros de ponencias y debates son gratis. Sin embargo, sus temas pueden causar poco interés para las expectativas de aprendizaje lejanas a lo académico.
De la experiencia uno puede hablar de sus obras y sus significados. Los guías y encargados de las exposiciones son generosos cuando articulan a sus obras y artistas; no solo venden sino que comparten. Se esfuerzan por hacer resonar cada pieza con problemas como el racismo, el machismo, las revoluciones, la ecología política e incluso la subjetivación (algo fuera de contexto cuando un mexicano llena su obra de citas en francés).
Hay obras inteligentísimas de artistas como Marcelo Brodsky, y bellísimos proyectos editoriales alternativos. Sin embargo, en los laberintos de pasajes con obras, tejidos con decenas de acentos e idiomas, me sentía atravesado por reflexiones acerca de lo alienada y restringida que está la participación del arte en las bienales y grandes ferias; como que su contenido político se desvirtúa por los circuitos y las prácticas del mercado neoliberal.
Quisiera que eventos así fueran más públicos, y que no se pierdan las obras en el coleccionismo, en el acceso caro, en el contenido encerrado, en la celebración y venta de las obras como piezas singulares. El problema del arte contemporáneo (concepto muy problemático) no es que sus obras se escapen de los reinos formales clásicos. Es que su subsistencia depende de escenarios globalizados excluyentes.
A pesar de lo anterior, esta semana hemos tenido la fortuna de que hay eventos más incluyentes en Bogotá.