Umberto Eco, un alma entre los callejones del conocimiento | El Nuevo Siglo
Domingo, 21 de Febrero de 2016

Murió Umberto Eco. Con él se fue la imagen viva de la pasión por la cultura. Novelista, ensayista, semiólogo, filósofo, historiador medieval, de tantas maneras se le podría definir, pero por efectos de culminar este párrafo nos quedamos con estas. Eco era un intelectual de verdad. Pese a ello, nunca negó una entrevista, un buen comentario o una charla agradable acompañada de unas copas y un buen plato de pasta en su querida Boloña.

 

Hijo de un ferretero, Eco nació en Alessandria, Piamonte, cobijado por largas montañas que a lo lejos manifestaban la majestuosidad de los Alpes. Inquieto y perspicaz, entró a la universidad en Turín, donde se graduó de filosofía, un primer paso de los miles que dio como parte del amor que declaró por el conocimiento.

 

Durante su tiempo como universitario fue activista. Fue uno de los precursores del Movimiento Estudiantil AC, cuya base tenía una fuerte  inclinación de izquierda, luego del incestuoso paso del fascismo de Mussolini, según el periódico La Reppublica de Italia. Pero abandonó el grupo en 1954 por diferencias con Luigi Gedda.

 

En realidad, su vocación era otra: leer, escudriñar, investigar, volver a investigar y, luego, escribir. La ideología, tal vez, era un impedimento de esa pasión por las letras que necesitaba de una apertura mental que no se viera obstaculizada por la tendencia política.

 

Así lo dejó claro en su novela, “La misteriosa llama de la Reina Loaina” (2004) . En ella, Eco, como si se pusiera en los pies del personaje, un librero milanés que había perdido la memoria,  se metía en un mundo mágico en el desván de sus abuelos, buscando todo tipo de recortes: comics, libros, revistas, marquillas; así reconstruía la memoria.

 

Aquella ficción no era más que el retrato de su pasión por la historia. Durante la obra el personaje encontraba cómo el fascismo había construido un discurso de Estado, que invadió la estética, la memoria, la moral… Todo. Quizá esa era la historia de sus padres, quienes habían vivido bajo el régimen de Mussolini.

 

En sus primeros años se obsesionó con Santo Tomás de Aquino. Siguió con ese interés por el sabio medieval, que lo llevó a escribir su tesis de grado sobre la estética en su pensamiento en 1954. Dos años después, en 1956, tal como lo expone la Repubblica, publicó su primer libro, una extensión de su tesis de grado.

 

Pero su amor por el disenso y revertir las tesis que se consideraban intocables, lo llevó a ser parte del “Grupo 63”, un conjunto de autores que escribían sobre arte contemporáneo y medios de comunicación. Uno de sus escritos más destacados fue Apocalípticos e Integrados.

 

Más adelante se metió de lleno en la semiología. Su verdadero placer, dirán algunos. Escribió un ensayo titulado “Lector in Fabula”, un modelo en el que postulaba un cooperación interpretativa entre los textos narrativos. Filología pura y práctica, cuya tesis decía que los textos tenían signos emitidos que se reinterpretaban dependiendo del destinatario. Según sus textos, Eco parecía un defensor del giro lingüístico de Ludwig Wittgenstein, aquel creador de una interpretación de la filosofía del lenguaje, que sostenía tesis similares a las de sus ensayos.

 

Dicen en Italia, que durante el tiempo que presentaba sus ensayos sobre semiótica y comunicación, estaba escribiendo su principal obra “El Nombre de la Rosa”. En efecto, en 1980, Eco lanzó una obra llena de misterio que se trasladaba a una oscura abadía en los Apeninos ligures, haciendo honor a esas montañas que de pequeño miraba desde los ventanales de su casa en Alessandria.

 

Guillermo de Baskerville y Adso de Melk se envolvían en una apasionante historia alrededor de un crimen cometido en la Abadía. Eco jugaba con el lector; le daba pistas y luego lo confundía. Un juego de comunicación entre gestor y receptor. En fin, sus tesis de unos años atrás expuestas en la ficción de una novela que fue llevada al cine y que contó con la dirección de Jean-Jacques Annaud. La obra impresa vendió más de 12 millones de copias.

 

Su interés infinito por la edad media siempre estuvo vivo en su mente. Pese al éxito de El Nombre de la Rosa, siguió metiéndose de lleno en algún siglo, periodo o año que tuviera que ver con lo que él nunca llamó “el oscurantismo”. En Baudolino (2000), quizá su otra gran obra, Eco creó un personaje que transcurre en medio de batallas  picarescas y emprende camino por recuperar las viejas reliquias de la cristiandad en tierras lejanas.

 

Luego vino un tiempo para sus clases. En realidad, nunca se había alejado del ambiente académico. Pero volvió de lleno. Siempre le aquejó la falta de interés de sus discípulos por el conocimiento. Llegó a decir que la universidad “debe volver a ser para una élite”, según él, por el excesivo número de estudiantes y la internet.

 

Ese era Eco, polémico. Pero no polemizaba como un intelectual cascarrabias sentando en el “Café de Fleur” de París, rodeado por una nebulosa humareda que salía de un cigarrillo y un café. Sus palabras eran como dardos de verdad, pero provenían de un hombre sencillo y simpático.

 

Era, además, fanático de París, tanto como del norte de Italia, de ahí que su pasión por la ciudad luz lo llevó a escribir el Cementerio de Praga (2010), que describe una conspiración judeocristiana y la falsificación de documentos como parte de la trama.

 

En sus últimos años le aquejó profundamente la crisis del periodismo. Él fue de los primeros que habló de ella. Siempre sostuvo que el periodismo moderno era un espacio donde primordialmente se difunden sospechas sobre actitudes cotidianas. Pero no podía vivir sin un impreso junto al primer café de la mañana. Así se lo manifestó al País de España: “es cierto que, como decía Hegel, la lectura de los periódicos es la oración de la mañana del hombre moderno. Y yo no consigo tomarme mi café de la mañana si no ojeo el diario”

 

De ahí que su obra póstuma, el Número Cero (2015), trató ese tema. Aquella fue  una forma de mostrar el periodismo como una práctica que cuenta con información, veraz y falsa, donde controlar la veracidad de las noticias suele ser sumamente difícil ante el reinado de la internet. Además, concluía que el poder puede acomodar la información a su gusto y semejanza. Ahí está el reto del periodismo moderno: combatir el poder y ser veraz.

 

El legado de Eco está lleno de magnificas narraciones, ensayos y frases célebres. Filólogo, escritor, profesor y charlador queda como uno de los grandes pensadores del Siglo XX.  Todo esto, finalmente, nos deja un mensaje como lectores: el amor por el conocimiento.