La última vez que el Partido Republicano gobernó a los Estados Unidos, con George Bush Jr., estuvo incidido por el tempranero e intempestivo ataque del 11 de septiembre de 2001, por parte de Al Qaeda, a las torres gemelas y otras áreas, que signó indefectiblemente su doble mandato. No pudo, entonces, expresarse en toda su dimensión doctrinaria dicha colectividad por cuanto el escenario estuvo ampliamente determinado por la llamada “guerra preventiva”, sin que pudiera haber mucha concentración sobre los temas internos, absolutamente absorbido Estados Unidos por la sensación de inseguridad, luego de que las percepciones se retrotrajeran a la época de Pearl Harbor. De todas maneras, Bush fue atacado políticamente casi al mismo nivel del actual presidente norteamericano, Donald Trump, y los puntales del partido Demócrata en la prensa y el parlamento estadounidenses no le dejaron un minuto de respiro, salvo por un consenso inicial sobre la inevitable respuesta de los Estados Unidos en el exterior. En todo caso, por lo general Bush fue macartizado de “tonto”, con intereses petroleros y una persona inhábil, por su alcoholismo precedente, para manejar los hilos del poder mundial y los asuntos internos.
Previamente se había intentado lo mismo con otro republicano, Ronald Reagan, al que durante toda la campaña y al inicio de su mandato los medios demócratas no dejaron de bajar de actor de segundo orden, sindicalista de empresas cinematográficas de Hollywood y vaquero impropio del solio presidencial. Reagan, por supuesto, supo recomponerse y elevarse por encima de las críticas, sintonizándose con el pueblo norteamericano y convirtiéndose en uno de los presidentes históricamente más apreciados al lado de Abraham Lincoln. No se salvó, claro está, de los intentos de impugnación parlamentaria y la judicialización de su gobierno, en lo que se conoció como el Irán-gate, en la época en que respaldó a la “contra” en la revolución sandinista. Aun así, como se dijo, Reagan fue un comunicador sin igual que, con dos o tres ideas sencillas, derrotó políticamente al comunismo en el mundo, recuperó la economía norteamericana hasta niveles inigualables y se convirtió en un paradigma global para muchos líderes. Sus doctrinas todavía prevalecen y se mantiene como el ejemplo a seguir por parte de los republicanos.
No logró lo mismo Richard Nixon, el presidente republicano antecedente, quien hubo de renunciar por la incursión, durante la campaña de su reelección, en los cuarteles políticos del partido demócrata, en el edificio Watergate, por parte de individuos ligados con la Casa Blanca. Hoy hace precisamente 45 años que Nixon presentó su escueta dimisión, no tanto por la incursión en sí misma, sino porque se develó que, al igual que sus antecesores, Eisenhower y Kennedy, mantenía grabaciones de todas sus citas en el despacho Oval y el borrón de unos minutos en alguna de ellas supuso que el Presidente quería salvar sus responsabilidades en el encubrimiento a la justicia, particularmente en sus reuniones con sus dos asesores principales Bob Haldeman y John Ehrlichman. La prensa, especialmente The Washington Post, fue poco a poco minando el gobierno de Nixon, a través en particular de los periodistas Woodward y Bernstein, cuyas crónicas eran alimentadas por lo que entonces se dio como fuente en el nombre anónimo de “Garganta profunda” y que décadas después se vino a saber que era nada menos que el propio subdirector del FBI. Ese mismo es el FBI que como lo reconoció James Comey, exdirector de la agencia, en la reciente audiencia del Congreso, se había dedicado a filtrar, al más alto nivel posible, las conversaciones con el presidente Trump. En ellas, hasta el momento, no se ha encontrado ninguna prueba reina de que Trump hubiera recurrido al encubrimiento que, en cambio, se sospechó hasta la certeza en Nixon, a raíz de las maniobras sobre las cintas magnetofónicas. Pero el tema de Comey sí ha servido, en este caso sobre los supuestos vínculos de Trump durante la campaña electoral con el gobierno ruso, de arsenal para que los parlamentarios y la prensa demócrata, de antemano rabiosa con el triunfo del primer mandatario norteamericano, minen su gobierno, casi desde el mismo día de su posesión.
Sin embargo, la diferencia entre Nixon y Trump, es que realmente el primero renunció cuando perdió el respaldo de algunos republicanos en la Comisión de Acusaciones congresional. Trump, por el contrario y pese a no ser un republicano de la vieja guardia reconocido como Nixon, quien había hecho una larga carrera política, tiene las manijas de ese partido, hoy de mayoría como casi nunca en la política estadounidense.
No vale pues si Trump sube o baja en las encuestas, lo que se ve a todas luces es una férrea alianza con los estamentos del partido Republicano. Y es por eso, ciertamente, que en menos de un semestre ha dado salida a buena parte de lo prometido en la campaña y que, precisamente, representa un viraje descomunal frente al gobierno elástico de Barack Obama. No le importa en ese caso a Trump sufrir, en principio, reveses como el de la reforma del Obamacare, por cuenta del sector más radical del partido Republicano. En la actualidad, ya tiene, después de haber sufrido una primera derrota, una nueva reforma avanzando en el Congreso y muy seguramente la saque avante, pese al triunfalismo demócrata anterior con avemarías ajenas.
Al mismo tiempo Trump produjo la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París, en referencia al cambio climático, lo cual ha suscitado una ola de indignación. Pero, así mismo, con ello hizo gala de republicanismo, puesto que de haberlo dudado, como lo hizo en un comienzo, hubiera perdido el respaldo de ese partido en una buena proporción. Al salirse, no obstante, afianzó sus lazos republicanos, con muy pocas voces discrepantes de esa colectividad.
Entre otras muchas actitudes similares, ahora Trump aprieta las clavijas a Cuba, luego de la laxitud demostrada por Barack Obama con un país que se mantiene en las férreas manos de Raúl Castro y es uno de los campeones de los presos políticos. No es posible, claro está, levantar embargos y hacer como si no hubiera pasado nada en más de 50 años de dictadura y cárcel a centenares de disidentes. Con ello Trump se vuelve a afianzar en el Partido Republicano, pese al griterío demócrata.