Por Juan Carlos Eastman Arango*
EL concepto de civilización aún dominante, y que desde la proyección euro-estadounidense ha tratado de copar, de forma muy desigual, la geografía planetaria, desde la década de 1920 en especial, enfrenta serios desafíos en nuestros días. Si bien es cierto que algunas de sus columnas vertebrales (sociales e intelectuales) comenzaron a resquebrajarse durante la década de 1960, y la crisis capitalista mundial desde 1973 ha contribuido a la confusión sistémica, hasta la actualidad, favoreciendo respuestas cada vez más proteccionistas para los actores y factores centrales del poder transnacional, los testimonios conocidos en diferentes lugares del mundo, alrededor de la incapacidad institucional o del sacrificio de las libertades ciudadanas y públicas, tan representativas de ese concepto de civilización, han hecho sonar las alarmas sobre la desafortunada combinación de adversidades que se están aceptando de forma suicida.
Los ciudadanos globales presenciamos, con cierta impotencia y frustración, el impacto lesivo de decisiones, negociaciones y acciones marcadas por el oportunismo y el encubrimiento políticos y corporativos. Ningún campo de la organización humana, que permitió institucionalizar y socializar los valores e imaginarios de la civilización industrial capitalista y liberal durante casi un siglo, ha escapado a la crisis de credibilidad y confianza. Cada una de esas instituciones y de las formas conocidas de participación económica, socio-cultural y política, familiares y cuasi-paradigmáticas para los seres humanos contemporáneos, ha perdido sentido, solidez, representatividad y capacidad para interpretar las necesidades ciudadanas, proponer soluciones sostenibles y estructurales y administrar su ejecución de forma seria e íntegra. La casi condición fantasmal a que ha quedado reducido el sentido final del servicio público y de la actividad privada, es decir, al servicio de quién están, contribuye de manera decisiva a la inestabilidad e incertidumbre que alimentan la cotidianidad global desde hace varias décadas.
La principal fuente de amenaza radica en la pérdida de confianza y credibilidad, las dos referencias humanas políticas más importantes de la legitimidad y, por consiguiente, de la misma seguridad existencial -individual y colectiva-, para las diferentes sociedades que adoptamos o aceptamos el concepto de civilización imperante aún. La realidad denuncia la pérdida de los últimos referentes que, sin duda, requieren un pronunciamiento ciudadano sensato y ajeno a los populismos y aventurerismos que han tratado de copar la escena política, afectando, aún más, con sus decisiones, la seguridad generacional.
Testimonios
El primer testimonio contra la humanidad lo ofrece, de forma nutrida y ofensiva, el ejercicio del poder. Existe, se puede identificar nacional y corporativamente, no es una abstracción ni resulta etéreo; pero no es absoluto ni insuperable. Simplemente no se ejerce para proteger a los seres humanos. Las informaciones diarias registran el creciente distanciamiento entre aquellos que tienen el poder de beneficiar a millones con sus decisiones y acciones, y las geografías afectadas con sus víctimas actuales y futuras. El poder que existe hoy lanza a los seres humanos a abismos de desesperación y los abandona como si no fuera corresponsable de sus tragedias. No podemos seguir ignorando la relación íntima que existe entre su construcción y defensa y el sacrificio de millones de seres humanos en diferentes lugares del planeta. Uno de sus protagonistas se llama refugiados y migrantes, cada vez más acusados de “ilegales”.
El segundo testimonio tiene que ver con el derrumbe moral de las organizaciones e instituciones sistémicas, baluartes debilitados de la promoción civilizatoria. Tienen una expresión común para su resquebrajamiento frente a los ciudadanos globales: corrupción, la fuente contemporánea de la inseguridad, empezando por la política, que crea un espacio propicio para la policial y militar. Frente a ella, la hipocresía de los administradores del poder no puede ser más ofensiva y provocadora, como quedó demostrado alrededor de los recientes eventos de los mal llamados “Papeles de Panamá” y las declaraciones “indignadas” de presidentes, congresos o asambleas legislativas, políticos profesionales y diferentes organismos de carácter público. Para el ciudadano, solamente quedan dos apreciaciones, y cada una de ellas alimenta, de forma inspiradora, su malestar: o son incompetentes, o son mentirosos. Recuerdo con indignación la expresión facial “indignada” de un alto funcionario de la Comisión Europea sobre el asunto, y en su momento, sentí lástima por los europeos jóvenes que sobreviven a la reformulación de la Unión Europea.
Un tercer testimonio tiene que ver con el concepto y ejercicio de la libertad personal (individual e íntima) y las garantías ciudadanas públicas, especialmente en las sociedades que históricamente más proclaman su origen. No es un patrimonio global, por supuesto, cuando lo abordamos y consideramos como práctica, reconocimiento, protección real y defensa legal. Nunca lo ha sido. Claro, tenemos un arsenal de declaraciones, convenciones, resoluciones, disposiciones e inserciones en las constituciones políticas de muchos países. Pero esos enunciados prometeicos, que compartimos sin duda, y que me permiten, a su vez, afirmar lo que afirmo, escribir lo que escribo, y confiar en su libre difusión, sin temor a represalias físicas ni legales, ni a sufrir efectos materiales por censuras sociales ni corporativas, son desiguales en su aplicación y selectivas en su promoción institucional, o simplemente fueron desapareciendo en muchos países del mundo. La libertad, tan apreciada por nuestro concepto de civilización, parece perder su oxígeno vital.
No solamente es el resultado de la violencia política, o de aquella ejercida por extremistas religiosos o por el crimen organizado. También es hoy resultado de la vanidad del poder, de la renovada susceptibilidad autocrática de muchos gobernantes y de la fusión de intereses corporativos transnacionales dentro de los Estados y sus gobiernos. La situación más bochornosa y casi ridícula la protagoniza el presidente turco Erdogan, no solo por la persecución de la prensa turca y de aquellos que desde diferentes posiciones piensan diferente al “neo-sultán del Bósforo” y denuncian sus propios abusos y encubrimientos, sino también fuera de Turquía.
La actual tensión con Alemania y la Unión Europea gira alrededor de la libertad de expresión por parte de un humorista en la televisión alemana, cuyas burlas del presidente turco lo colocaron bajo el “ojo de las conveniencias” políticas del gobierno Merkel. Paso en falso, como tiende a suceder en otras partes del mundo, cuando periodistas, analistas y observadores independientes y docentes-investigadores de universidades públicas y privadas, terminan acosados, constreñidos y advertidos por el poder público y privado que quieren controlar y silenciar la libertad de prensa y de expresión (así ésta se exprese de forma vulgar o con ostensible mal gusto).
* Historiador, Especialista en Geopolítica. Docente e investigador del Departamento de Historia y Geografía, Pontificia Universidad Javeriana. Miembro del Centro de Estudios de Asia, África y Mundo Islámico y del Centro de Estudios en Seguridad, Defensa y Asuntos Internacionales.