Terapia de choque: clase en prisión | El Nuevo Siglo
Martes, 23 de Febrero de 2016

Desde hace 3 años, este colegio de Bogotá participa en esta iniciativa pedagógica. En esta oportunidad, los asistentes son 25 estudiantes del programa Volver a la Escuela, con el que la educación pública de Bogotá les abre las puertas de los colegios a jóvenes en extraedad que, por diversas circunstancias, han tenido que salir del sistema educativo en el pasado.

 

Una celda y los testimonios de vida de los reclusos en la cárcel Modelo de Bogotá son la mejor lección para entender por qué delinquir no paga. Conozca la experiencia con la que el colegio Próspero Pinzón promueve una sana convivencia entre sus estudiantes.

Son las 8:00 a. m., y a las afueras de la cárcel La Modelo ya empieza a abrir sus puertas todo tipo de negocios y cafeterías, en medio del ambiente tenso que rodea los muros de color blanco y azul claro. Contra una de las paredes, los estudiantes del colegio Próspero Pinzón esperan.

 

No llevan monedas, celulares, aretes, y ningún objeto metálico, porque entrar a la cárcel, aunque sea de visita, implica someterse a las reglas de la prisión. Solo este primer vistazo y la voz fuerte de la dragoneante les anticipan sobre lo que encontrarán tras ese muro de contención. 

 

“Espero que esta sea la primera y la última vez que los vemos aquí”, dice Sandra Moyano, quien trabaja con el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) desde hace 22 años y tiene a su cargo el programa Delinquir no Paga, en el que participan estudiantes de diferentes colegios con el propósito de disminuir la agresividad en la escuela.

 

Luego de una requisa corporal y la revisión a cargo de los caninos, llega el último filtro de seguridad en el escáner. Cada paso hacia el interior de esos impenetrables muros disminuye las risas propias de los adolescentes y aumenta su inquietud y nerviosismo.

 

Desde hace 3 años, este colegio de Bogotá participa en esta iniciativa pedagógica. En esta oportunidad, los asistentes son 25 estudiantes del programa Volver a la Escuela, con el que la educación pública de Bogotá les abre las puertas de los colegios a jóvenes en extraedad que, por diversas circunstancias han tenido que salir del sistema educativo en el pasado.

 

Entre ellos se encuentra Juan Pablo, de 18 años. Reprobar dos años y retirarse del colegio durante otro más, fueron las razones por las que ingresó a este programa de la Secretaría de Educación del Distrito, con el sueño de terminar su bachillerato y cambiar las “malas mañas” y amistades para tener un futuro mejor.

 

El joven escucha atento. La dragoneante explica que son 9 los pabellones del penal, en el que, según las cifras oficiales del Inpec, al 31 de octubre había poco más de 4 mil internos, con 68,9% de hacinamiento.

 

“En el ala norte hay delincuentes reincidentes; en el sur, muchachos como ustedes, que de pronto empezaron robando un celular o consumiendo sustancias psicoactivas y se acostumbraron a vivir de lo fácil. Hay que pensar antes de actuar”, señala la dragoneante.

 

La experiencia en la prisión

La Modelo recibe a los estudiantes pesarosos, quienes caminan por un corredor de baldosines blancos que conecta hacia los patios de los reclusos y por los que, ocasionalmente, se asoma uno que otro convicto curioso por los visitantes de sudadera gris con verde.

 

“Estudien, chinos, aprovechen”, dice uno de los internos a través de las rejas, tras contarles que un robo y las malas compañías lo llevaron hasta allí, donde está a la espera de que le dicten una condena.

 

“Uno piensa que lo más importante son los parceros… Y vea, las malas compañías siempre van a estar con usted, pero por acá, en la cárcel”, asegura el joven de 21 años, que encuentra su única entretención en un cuaderno que utiliza para estudiar.

 

En el colegio, como parte de la preparación, a los visitantes de esta mañana les habían hablado sobre el hacinamiento que aqueja a las prisiones colombianas, la mezcla de olores entre humedad, sudor y comida reposada, y las escenas propias de este contexto. Pero estando allí, frente a alguien apenas mayor que ellos, que desde hace 2 años pasa día y noche entre estas cuatro paredes, la experiencia es diferente.

 

En el pabellón 1A, algunos de los reclusos juegan fútbol o parqués, otros participan en una actividad de integración organizada por psicólogos y muchos están reunidos alrededor de un único televisor. La visita continúa en el segundo piso, caminando hacia las celdas, en donde los dividen en grupos de cinco estudiantes para ingresar.

 

En la celda, en la que habitualmente duermen de tres a cinco personas, el espacio es mínimo, no hay luz y el grupo apenas cabe al lado del catre. Julián, quien se encuentra afrontando un juicio con una condena posible de 16 a 32 años, les habla en medio de la oscuridad.

 

“¿Que por qué estoy aquí? Por estar en el lugar equivocado y tomar una mala decisión. Se me acabó la vida por querer algo más de plata, cuando tenía todo: mi mujer, mis hijos, mi trabajo… Yo vivía, comía y dormía bien, aquí me toca vivir, comer, dormir y estar mal”, dice.

 

Julián está en camiseta, pantaloneta y chancletas. Cuenta que es padre de tres hijos y no los ve desde que llegó a La Modelo, porque no quiere que sepan lo que es una prisión, ni siquiera de visita. Les habla de lo difícil que es vivir allí la Navidad, los cumpleaños y las fechas especiales y de cómo perder la libertad quiebra el espíritu de cualquier ser humano.

 

“A su edad, uno cree que lo sabe todo. Pero miren, yo tengo 47 años y una sola decisión me trajo aquí. Es muy doloroso, por eso quiero que hagan esta reflexión. Si devolviera el tiempo y estuviera donde están ustedes, esto me marcaría por siempre”, dice, con voz quebrada y resaltando que hace un gran esfuerzo para no llorar, pues en cada uno de los estudiantes ve reflejados a sus propios hijos.

 

Terapia pedagógica de choque

Julián, quien está privado de su libertad desde hace dos años, no es el único que se contiene para no llorar. Esta terapia de choque acongoja a la gran mayoría de estudiantes, quienes lo escuchan en silencio y no pueden evitar que sus ojos se humedezcan. Aunque pasan apenas 10 minutos, entre la conmoción, el aire escaso producto del encierro y el estrecho espacio para moverse, hacen que este tiempo parezca una eternidad.

 

En la oscuridad, sentado sobre el catre que hace las veces de camarote para dos internos, Juan Pablo reflexiona: “antes me descarrié mucho. En ese año que no estudié aprendí cómo son las experiencias de la vida en la calle y no puedo dejar de imaginarme cómo sería mi vida si algún día llegara aquí”, dice conmovido.

 

Eso cambió con su llegada al Próspero Pinzón. “Cuando volví al colegio reflexioné mucho sobre lo que había hecho en mi vida. Ahora, esta visita y conocer la vida de los reclusos, nos cambia a todos; nos pone a pensar en los límites, en hasta dónde podemos llegar y terminar aquí”, asegura el joven.

 

Como explica la dragoneante Sandra Moyano, el objetivo de este programa “es sensibilizar a los jóvenes y plantear una reflexión preventiva contra el delito a partir de los testimonios de vida, que son la mejor lección de por qué ‘delinquir no paga’”.

 

De esta forma, “los estudiantes son más conscientes y saben que las acciones tienen sus consecuencias”, asegura Magda Medina, la profesora que lidera el acompañamiento como parte de una estrategia para promover la sana convivencia y prevenir situaciones críticas de consumo y violencia en el colegio.

 

Pero no solo se trata de una experiencia basada en el terror que produce conocer las condiciones en que habitan los internos. Todo lo aprendido se articula a las asignaturas, como ética y sociales, en donde debaten, por ejemplo, sobre las problemáticas que enfrenta el sistema carcelario en Colombia, los derechos humanos y los desafíos de la justicia.

 

Aunque es difícil determinar el impacto que esta jornada tiene a largo plazo en los participantes, sí es evidente la reflexión que los atraviesa durante las cerca de dos horas que pasan al interior de la prisión. Una semana después realizan una actividad de catarsis, donde comparten con la comunidad educativa lo que vieron, sintieron y pensaron en este tiempo.

 

Así lo ha comprobado Olga Lucía Leguizamón, madre de uno de los estudiantes, para quien esta visita “los pone a pensar para que lleven una vida correcta y hagan las cosas lo mejor posible. En sí, les deja una enseñanza para la vida”.

 

Eso, seguramente, fue lo que le quedó a Juan Pablo. “A los jóvenes que creen que los vicios y los amigos lo valen todo, les quiero decir que conocer esta realidad, así sea de visita, permite entender el dolor que los internos tienen en sus corazones. A nadie le gustaría estar acá”, concluye el joven estudiante de aceleración del programa Volver a la Escuela.