Taiwán: visionarios del progreso | El Nuevo Siglo
Domingo, 15 de Noviembre de 2015
 
 
 
 
 
 
 
Por: Pablo Uribe Ruan
Redacción Internacional.
 
 

Los olores siempre transmiten la primera sensación de un lugar. Cuando viajo y choco con un hedor que viene del alcantarillado o experimento un profundo olor a especias que invade las calles, en mi mente se me queda un recuerdo vivo que persiste a lo largo de los años. 

 

 Taipéi, capital de Taiwán, tiene su propio olor. Uno que por milenios ha dominado el olfato de locales y viajeros: el té negro. De esquina a esquina, de local en local, todo huele al famoso té de la isla de  Formosa (hermosa en portugués). La comida, que guarda sus raíces en la gigante China, se cocina a base de la bebida. Arroces, sopas e incluso los huevos son bañados en té negro.

 

Al comienzo pensaba que el arroz blanco, como lo conocemos en Colombia, compacto y blanco como los copos, era el acompañamiento principal de todos los platos. Pero no. El arroz, por supuesto, está en todas la mesas, pero no es blanco sino oscuro, como si fuera de café. Ese color en realidad se debe al té negro, un compañero infaltable en todo plato de Taiwán.

 

El té para los occidentales es una bebida más en la sobremesa que acompaña las “onces” en la tarde y calma el frío o combate la somnolencia. Para los orientales, especialmente chinos e indios, es la vida. Sin té no respiran. Sin té no se empieza un almuerzo y mucho menos se culmina una cena. 

 

En Taiwán siempre reciben al comensal con un té hirviendo al punto que el viajero no puede tomar el pocillo con las manos por varios minutos y debe esperar otro tanto para beberlo. Los locales sí se lo beben de una a pesar de las ráfagas de humo por el intenso calor que nubla la mesa. En China, por ejemplo, dicen que el cáncer de garganta es bastante alto por ingerir bebidas tan calientes.

 

Pero este país no solo vive bajo el dominio del té. También existen otros olores que viajan por sus mercados nocturnos y  resaltan en los sabores que venden en los puestos de comida callejera. Otros, como el jengibre, que están en todos lados; en los buses, en las entradas, en las tiendas.

 

Los primeros días era difícil distinguirlo. Parecía como una mezcla de especies frescas con menta. Era mucho más fuerte que el del té por su amargura y su particular esencia. Con el paso de los días cuando supe qué era. Cuando daba el primer paso para subir al bus de inmediato el olor a jengibre se manifestaba  y chocaba con mi memoria olfativa.

 

Dicen que los seres humanos expulsamos por los poros los elementos que componen los alimentos que comemos. En un mundo sobrepoblado las grandes aglomeraciones se caracterizan por tener miles de personas mirando la pantalla de sus celulares  y un intenso olor a comida.

 

El olor de la gente y de los lugares es una manifestación mucho más fidedigna de la procedencia que el fenotipo racial. Un indio de papá inglés puede vivir en Londres, viajar a Nueva York, pero muy seguramente seguirá comiendo pollo masalá a base de curry, por tanto, su casa y ropa olerán a ese fuerte condimento.

 

Lo mismo ocurre con un suramericano, que pese a su inmenso convencimiento de que el indio o el árabe son los únicos  que se caracterizan por su olor, también huele a lo que come: a leche. Eso es lo que dicen los orientales de nosotros, sí, que olemos a leche.

 

“El milagro de Taiwán”

 

Los olores no son la única manifestación sensitiva que tiene una persona, lo visual también constituye un elemento esencial para construir el imaginario personal sobre un lugar. Taiwán está lleno de curiosas imágenes como las esculturas de jade de la dinastía Ming, la torre 101 y las extensas autopistas.

 

La infraestructura de este país no es comparable con la de ninguna nación suramericana. Viaductos que parecen caminos interminables hacia el Pacífico y puentes de más de 10 kilómetros que hacen las veces de autopistas, sirven para demostrar la capacidad de la ingeniería de un país que pese a sus limitaciones geográficas (es 33 veces más pequeño que Colombia) y sus 23 millones de habitantes, ha salido adelante.

 

 Taiwán, como Japón, es una isla pequeña con una densificación poblacional altísima y con escasez de recursos naturales. Tal vez la falta de espacio les da el impulso suficiente a los países pequeños para usar el espacio de manera efectiva, contrario algunos grandes que les genera un estado de comodidad constante que impide la ejecución de megaobras.

 

Cuando recorro las calles de Taipéi me topo con inmensos edificios de vidrio, majestuosas avenidas y gente comiendo sopas calientas en pequeños restaurantes de familia. En las noches hay mucha luz. Los avisos de las principales marcas del mundo se toman las vías con ese collage de luces fucsias y azules que no paran de palpitar y se convierten después de unos minutos en un reflejo incómodo para los ojos.

 

Es la sociedad de consumo en su máxima expresión, una forma de diferenciarse de la China comunista. Dicen que Taiwán a inicios de los años 80 enviaba aviones cargados de productos como jabón y aceite rumbo a la tierra de Mao. De este modo, no sólo experimentaba un enfrentamiento  político y, en pocas ocasiones, militar, sino que también vivía una guerra económica.

 

Los ciudadanos taiwaneses definen a su país como “un milagro”.  A pesar del poco tiempo que llevan como nación, 104 años desde la creación de la República de China en el continente por Sun Yat-Sen, y 66 desde Chang Kai Shek huyó de los comunistas, fecha del inicio del desarrollo de la isla, el país ha vivido una revolución económica de enormes proporciones.

 

A lo largo de cuatro etapas, Taiwán ha proyectado su economía teniendo en cuenta su capital humano como su principal vector. De 1946 a 1952, en especial, desde el 49 con la llegada de Chang Kai Shek, cuando les dio tierra a los campesinos, creando una revolución agrícola que sirvió como fuente de alimentos durante la siguiente década.

 

Posteriormente comenzó “la experiencia de Taiwán”, aquel periodo en el que el país dio un salto de una economía agrícola a una industrial, con políticas de sustitución de importaciones, exención de impuestos y control de divisas. Desde entonces, el mundo conoció al país como la despensa industrial en donde se fabricaban todo tipo de textiles, maquinaria  y se empezó a dar luces  en materia de innovación tecnológica.

 

Pero los gobernantes, que llevaban tan sólo tres décadas llevando la batuta del país, cambiaron el modelo económico. Avizorando el viraje de China continental hacia  la economía de mercado, y a partir de los años 80 direccionaron sus fuerzas hacia la innovación y tecnología.

 

A partir de entonces, las empresas taiwanesas se involucraron en todo lo relacionado con la fabricación y diseño de productos electrónicos. El mundo electrónico que hoy domina al ser humano, mediante sus pantallas y aplicaciones, no podría desarrollarse sin el microchip taiwanés. Gran parte de los chips que hoy necesitan computadores y celulares vienen de allá.

 

Una noche en Taipéi

 

A pesar del embate tecnológico, Taipéi es una ciudad que guarda sus tradiciones. En diferentes lugares de la ciudad se encuentran filas de puestos de comida tradicional en los que la gente se sienta, come y conversa por horas. Sólo basta caminar unas cuadras para toparse con uno de ellos. A toda hora están abiertos. Esta ciudad no duerme, es 24 horas, como la vecina Tokyo.

 

Me dicen que el mercado de Shilin es el más extenso de la ciudad. Tomo un taxi y me dirijo hacia allá. Cuando llego, lo primero que me impacta es el olor a soya frita. Al principio pensaba que era cerdo descompuesto o salsa agridulce estancada en las aceras. Pero no, es soya.

 

La soya está un poco pasada, huele mal. Pero, precisamente, eso es lo que les gusta a los taiwaneses: el sabor ahumado que deja la descomposición que logran las bacterias. Algo así como el queso azul para los occidentales. A nosotros nos gusta, ellos lo aborrecen. Es como si un asiático visitara las cavernas de  Soulzon en Francia y se chocara con el intenso olor del Roquefort curado.

 

Tan pronto salgo de ese pasaje olfativo, me choco con un edificio muy particular. Tiene dragones verdes, que tienen la lengua roja alargada, y custodian el lugar. Sé que en la mitología china el dragón simboliza autoridad, tiempo y agua. La verdad, su imagen es impactante. Me doy cuenta que estoy frente a un templo porque veo a dos personas  juntar sus manos y orar en voz alta afuera. No entiendo nada, por supuesto.

 

Entro al templo. Me llama la atención que tengan a un dragón como deidad. Parece algo tan lejano y diferente a lo que occidente y el catolicismo entienden por sagrado. Hay inciensos, velas y un  enorme tambor de metal que acompaña el culto. El templo es una mezcla de taoísmo y budismo, dos corrientes religiosas diferentes que logran ser interpretadas de manera conjunta  por sus seguidores tomando elementos de cada una.

 

Después de semejante bienvenida, salgo del templo. Veo miles de carritos que venden soya. A pesar del fétido olor, sigo adelante. Hay mucha gente, toca ir despacio como si fuera una estación de metro. Los vendedores que no les da para tener un local ponen una toalla en el piso y muestran artículos de las principales marcas occidentales.

 

Venden no sólo Armani -de esta marca se encuentran imitaciones en cada rincón del mundo-, también tienen Prada y Chanel  a la orden. Paro un segundo y pienso en “made in Taiwan”, la frase que salía en las marquillas de las camisetas y  ahora cambió por una que inicia igual pero termina con Vietnam. Con razón hay tanta imitación, quizá sean originales.

 

Continúo mi camino y empiezo a ver todo tipo de comida y mercancías. Hay unos peces que nadan dentro de un acuario y parecen serpientes. Los venden para comer. Son parecidos al pulpo cuando los cocinan, pero les ponen muy pocos condimentos. La comida en Taiwán no tiene muchos condimentos salvo el jengibre, por supuesto, y uno que otro chile.

 

No hay casi dulce en los puestos de comida. Casi todo es salado, pero de vez en cuando se encuentra algún producto occidental, como waffles o crepes, y frutas locales de buena calidad porque Taiwán tiene un clima subtropical que le permite tener abundancia de pitayas y patillas.

 

Shillin parece un laberinto sin salida. Tomo la vía principal donde a lo lejos se ve un puesto de comidas menos congestionado donde la gente conversa. Hay gente de edad. Debaten sobre la reunión que celebró hace unos días, Ma Ying-jeou, y su homólogo de China continental, Xi Jinping, en Singapur.

 

Por sus gestos faciales y los movimientos que hacen con sus manos, es claro que están en desacuerdo. Muchos taiwaneses consideran que la reunión entre los presidentes corresponde a un gesto de debilidad. Para ellos la política del presidente Ma debe buscar la no reunificación, el no uso de armas por parte de China  y la completa soberanía de Taiwán.

 

Lo cierto, sin embargo, es que el país ha tenido una relación muy positiva en materia comercial con China. Luego de que se levantara la ley marcial en Taiwán y desde el consenso de 1992, acuerdo que permitió que chinos del continente y taiwaneses pudieran viajar al país contrario, las relaciones comerciales han sido muy fructíferas para ambos.

 

Me da la sensación que a otros de los presentes no les molesta la reunión de los presidentes. Parece que las ventajas económicas de las relaciones bilaterales son una razón suficiente para apoyar el encuentro.

 

Según datos de la Comisión para asuntos con China Oriental, el 40% de las exportaciones taiwanesas van hacia allá, lo que corresponde a 800.000 millones de dólares. Un aproximado de 40.000 empresas de la isla tienen asiento en el continente y más de 890 vuelos semanales se presentan entre ambos países, generando un turismo que, según cifras de la entidad, ha dejado un saldo de 10 millones de personas en 7 años. 

 

Al final de la discusión terminan su sopa caliente y beben té, té negro, por supuesto. Ya son casi las 12:30 de la noche y las luces siguen iluminando toda la ciudad. Palpitan, trabajan y nunca se apagan, como la gente de Taiwán.