Réquiem | El Nuevo Siglo
Martes, 19 de Junio de 2012

La Constitución de 1991 expira. Así lo han logrado en lo que denominan rimbombantemente la Reforma de la Justicia, petardo del equilibrio de poderes. Y eso es lo que quieren presentar de audacia y panacea, cuando al contrario es la regresión a épocas de impunidad y desdoro, producto de la connivencia.

Nada de sorprenderse puesto que, bobos todos nosotros, ajenos por desidia, abulia, ingenuidad o ignorancia de los gajes de los usufructuarios, es conocido que se promete y cacarea una cosa para sacar de la manga y aprobar otra. Maniobra, ya está dicho, muy afín al proceso de legislación colombiana típica, al igual que las encuestas, de cómo se embuten las morcillas.

Tan así que, luego de años de pugnas de lo que en su momento causó las posibilidades de modificar la Tutela y las posteriores y valientes pesquisas de la parapolítica por parte de la Corte Suprema, hemos terminado en una coyunda para que cada quien sacara, bajo la mampara de la Reforma, provecho en un arreglo de mucho mayor cobertura y alcance en beneficio propio.

Así es, tan felices, asertivos, en el propósito de restablecer aquello por lo cual fue convocada la Constituyente del 91 para su eliminación. Es decir, entre otras, el regreso a la cooptación y las roscas en la magistratura, el retorno a las inmunidades parlamentarias, el desdibujo de la pérdida de investidura a través de instancias y gradualidades disciplinarias, y la erosión en  la regulación de la justicia dividida en múltiples y costosos organismos a la vez que se da carácter de para-jueces a notarios y transeúntes con credencial para aplicar un sistema con fórceps cuyos fallos (¡oh paradoja contra los principios de celeridad y economía procesal!) deben ajustarse después en los tribunales legítimos. Y peor, diría yo, esa mezcolanza de aforados en órganos investigativos sin siquiera la representatividad de la democracia indirecta, la doble instancia penal ajustada al querer hipergarantista de los políticos para mediatizar cualquier indagación delictual sobre sus conductas y los magistrados que se premian de semi-vitalicios a fuer de su silencio, en una espléndida prueba de para qué, a diferencia de lo que decía Darío Echandía, sirve el poder. Para eso, precisamente, para despercudirse y mandar.

No importan los nombres técnicos y jurídicos. Lo que interesa es el espíritu. Y el espíritu de la Reforma señala un compadrazgo contra todo lo que sirve para controlar, evitar la corrupción, y es incómodo en la Constitución. ¿Acaso no era suficiente con hacer más rigurosos los requisitos y mejorar la condición profesional del Consejo Superior de la Judicatura? ¿No era más conveniente reglar técnicamente la Comisión de Acusaciones? ¿A qué modificar el régimen parlamentario y aplacarlo con semejante laxitud? ¿Por qué esos peajes en vez de hacer los giros de la justicia al día?

 

Todavía está el Presidente en tiempo de objetar varias cláusulas a fin de eliminar la marejada de tóxicos constitucionales. De resto, el daño será irremisible, porque con la comprobadamente nociva figura de la reelección y ahora la "Reforma" de la justicia a bordo, el Réquiem por la Constitución de 1991 es un hecho.