En estos días la televisión por cable emitió, a un tiempo de cumplirse 50 años de su asesinato, una serie publicitada sobre John F. Kennedy y su familia. Volvimos a quedar en babia. Aparte de no descubrir nada nuevo sobre el magnicidio, que tampoco era la intención, el programa resultó bastante rosa. Aunque se quiso crear la atmósfera de cuando el mundo estuvo en peligro durante su administración (1961-1963), los temperamentos de los protagonistas, especialmente el meditabundo e indeciso Jack, resultaron excesivos y no exactamente acordes con lo que se ha conocido a través de las décadas.
Presentó, además, un vacío: Ted Kennedy, totalmente marginal, casi nulo. Pareciera como si lo hubieran desaparecido a propósito. La serie, pues, queda trunca al cerrarse con el otro asesinato, el de Robert Kennedy en 1968, y no va más allá. Y se exime, entre muchas otras cosas recientes, de por qué Caroline, por ejemplo, hija de la familia presidencial y hermana del accidentado John, en 1999, no pudo acceder a la vicepresidencia de Barack Obama, en 2008. Total, es parte del sino familiar, pero seguramente una Kennedy vicepresidenta habría dado algo de emoción al liderazgo de Obama que parece, en realidad, que nunca tuvo y hace parte de la decadencia reinante.
Todo ello es, sin embargo, secundario a la pregunta que Estados Unidos tendrá que resolver, si tiene entereza, cuando se aproxime el cincuentenario del enigmático asesinato. Y no por ese halo de familia aristocrática de los Kennedy, que eventualmente suple la tendencia atávica y recóndita hacia la monarquía en Estados Unidos y se redime en las altisonancias del jet-set, sino porque el mundo merece saber quiénes fueron los asesinos. Es lo que corresponde a un país que se dice emblemático de la democracia y baluarte de la libertad de expresión. Lo contrario, seguir manteniendo el misterio, escondiendo las verdades que contienen los archivos documentales, sería una cobardía. Ya no es hora de que se siga debatiendo eternamente si hubo tres o más balas, si la orden fue de la mafia, los cubanos en el exilio, de Castro, de los militares proclives a una guerra atómica, del fermento conspirativo de la CIA o el FBI. Ni dejar el asunto para películas como JFK, que son eso, sólo filmes a partir de conjeturas. Algunos libros asertivos han salido en los últimos años, como La conspiración de David Talbot, pero no es la cincuentenaria hemorragia editorial la que pueda exonerar al Estado norteamericano, su justicia y sus instituciones, de develar el escabroso asunto.
Muchos países, Alemania, Chile, Sudáfrica, Argentina, Rusia y Colombia, entre otros, vienen lidiando, cada cual a su manera, con las facetas sórdidas de su pasado reciente. Estados Unidos no puede ser la excepción, porque el tiempo no conjuró la herida. Y jamás cicatrizará de no poner la cara, como las demás naciones. Hoy más que nunca la pregunta está vigente: ¿quién mató a Kennedy?
JUAN GABRIEL URIBE
Director El Nuevo Siglo