El próximo 19 de agosto se cumplirá el primer año del cierre de la mayoría de pasos fronterizos entre Colombia y Venezuela, que fue ordenado de manera intempestiva por el Presidente Nicolás Maduro aludiendo un presunto aumento de las incursiones de grupos paramilitares de nuestro país en los estados limítrofes de la vecina nación. Pero la situación no se quedó ahí. Caracas activó de paso un plan de deportación masiva de colombianos que en cuestión de semanas implicó la expulsión de más de 12 mil de nuestros compatriotas y el éxodo forzado de una cantidad superior, que temía que sus casas y bienes fueran decomisados de manera arbitraria por la Guardia Nacional y las Fuerzas Militares venezolanas. Aún están frescas en la memoria las dramáticas imágenes de familias enteras de colombianos cruzando resignadamente los pasos fronterizos e incluso trochas y ríos, cargando lo poco que lograron salvar de las incautaciones y denunciando múltiples atropellos que, incluso, llegaron al extremo de que sus casas fueran marcadas por las autoridades del vecino país, una táctica que no pocos calificaron como similar a la que utilizaron los nazis contra los judíos.
Mucho ha ocurrido desde entonces. En Venezuela no sólo la crisis política, económica, social e institucional se agudizó, sino que la oposición le aplicó una dura derrota al chavismo en los comicios de diciembre pasado, ganando el dominio de las Asamblea Nacional. En reacción a ello, el régimen de Maduro ha acudido a todas las maniobras, legales o no, para bloquear a sus contradictores que, sin embargo avanzaron un referendo revocatorio, hoy en vilo por las movidas del Palacio de Miraflores y un poder judicial cooptado por el oficialismo. Del lado colombiano el largo cierre de la frontera ha conllevado que el comercio y la vida económica de los departamentos limítrofes se deterioraran en forma sustancial, en tanto que la declaratoria de un Estado de Emergencia Social y Económica no ayudó a contrarrestar los efectos nocivos del prolongado cierre fronterizo. Aunque en materia de seguridad, combate a bandas criminales y guerra al contrabando ambos gobiernos aducen resultados positivos, los pobladores de varias de las regiones limítrofes sostienen que inicialmente sí se registró una mejoría pero que con el pasar de los meses el tráfico de alimentos, mercancías, combustibles y el mercado negro de divisas fueron retomando fuerza. Aunque al comienzo de esta crisis bilateral se creyó que sería una situación de corto tiempo, ni una cumbre presidencial en Quito como tampoco las varias comisiones ministeriales bilaterales lograron avanzar en el desbloqueo limítrofe y, con el pasar de los meses, el cierre fue tomando la extraña e inédita tonalidad de ‘normal’.
Sin embargo, es evidente que la profundización del desabastecimiento de alimentos, medicinas, víveres y productos de primera necesidad en Venezuela ha llevado a un aumento del desespero de sus habitantes que, literalmente, denuncian padecer hambre y una crisis humanitaria creciente. Esa alarmante situación ha tenido especial impacto en la zona de frontera en donde el contrabando viene en aumento y llevó, además, a situaciones como las de la semana pasada, cuando miles de venezolanos arribaron desesperadamente a Cúcuta en busca de adquirir productos de primera necesidad, aprovechando un forzado levantamiento de bloqueo de la Guardia Nacional por un puñado de horas.
Ahora que se plantea que el próximo 4 de agosto las dos cancilleres se reunirán para avanzar lo que podría ser un protocolo para reabrir la frontera, es claro que Colombia tiene que hacer valer algún tipo de condicionamiento para que dicho proceso se haga de manera -como lo dijo el Presidente Santos- ordenada, responsable y conveniente para nuestro país. En ese orden de ideas sería aconsejable que Colombia solicite un mecanismo de coordinación más efectivo, permanente y verificable sobre lo que pasa a lo largo y ancho de los más de 2.200 kilómetros de línea limítrofe, con el fin de cada país tome las medidas del caso para solucionar inconvenientes y no tengamos que volver a la instancia caprichosa de un gobierno Maduro que abre y cierra los flujos migratorios y comerciales, según la coyuntura política, económica y social de su país.
Dicho protocolo para el manejo fronterizo, que en modo algún pueda afectar la soberanía y autodeterminación de cada gobierno, es indispensable si la meta es avanzar hacia un escenario de estabilidad en una región en donde millones de personas de ambos países tiene una interacción diaria y profunda que no se puede cortar de tajo ni mucho menos acudiendo a intempestivos bloqueos que no solo son inamistosos entre naciones hermanas, sino que a la larga terminan perjudicando gravemente a los más desamparados al lado y lado de la línea limítrofe.