Si la mesa de negociación no produce una especie de ‘cuotas iniciales’, la posibilidad de que se mantenga el apoyo que hoy es su principal soporte, se irá desgastando. La urgencia primaria es de la Farc, mientras que el Gobierno, que hace una apuesta riesgosa, se juega la posibilidad de reelección.
Tiempo. Ese es el factor clave del proceso de negociación de paz que arranca el próximo miércoles en Oslo.
Es claro que desde el sorpresivo anuncio semanas atrás del presidente Juan Manuel Santos en torno a que desde hacía muchos meses había contactos secretos con las Farc y que producto de éstos se llegó a un primer acuerdo, que no sólo fijó una agenda temática para “la terminación definitiva del conflicto”, sino que dio paso a la segunda fase (la de negociación), los acontecimientos se han desarrollado con un ritmo inusitado.
De un lado, contrario a lo que se pensaba en algunos sectores no necesariamente radicales o guerreristas, sino incluso de centro y alejados del uribismo, el apoyo de la opinión pública a la búsqueda de una salida negociada al conflicto armado ha sido mayoritaria.
Este es quizá el principal activo con que comienza esta fase de negociación con la guerrilla, puesto que si la reacción de la ciudadanía hubiese sido adversa, entonces a la Casa de Nariño prácticamente le hubiera quedado imposible seguir adelante en este sorpresivo proceso.
Otro elemento clave -el segundo- es que la oposición política a Santos no pudo convertir el proceso de paz naciente en ‘munición’ contra el Gobierno. En otras palabras, que el uribismo y otros sectores radicales fueron incapaces de dividir al Congreso, a la coalición de Unidad Nacional, a los partidos y, sobre todo, a la clase dirigente política, social, gremial e institucional… Todas esas instancias, casi al unísono rodearon a Santos y descalificaron al uribismo, acusándolo de llevar su animadversión al Presidente al extremo de querer boicotear la búsqueda de una salida negociada a la guerra.
El tercer elemento clave ha sido, precisamente, el de la guerra. Es decir, la postura firme del Gobierno en que no hay necesidad por ahora de un cese el fuego, sino que las conversaciones se tienen que desarrollar en medio de las hostilidades, se convirtió en una especie de columna vertebral del proceso, puesto que dejó de lado el temor en muchos sectores políticos, sociales, institucionales y gremiales en torno a que las Farc estaban buscando un proceso de diálogo y negociación como estrategia para quitarse de encima la presión de unas Fuerzas Militares que en los últimos dos años y medio han logrado abatir a buena parte de la cúpula del Secretariado subversivo, que antes se creía intocable.
La insistencia de Santos en torno a que la Fuerza Pública no debe bajar la guardia y, todo lo contrario, tiene que incrementar su ofensiva contra las Farc, dejó sin piso los pronósticos fatalistas de quienes advertían que el Gobierno estaba cayendo en la trampa de la guerrilla. Todo lo contrario, en el último mes las operaciones del Ejército, la Armada, Fuerza Aérea y Policía contra la guerrilla han sido muy importantes, dando de baja a un significativo número de cabecillas, mandos medios y guerrilleros rasos, así como capturando a otros tantos. Seguramente habrá reacciones violentas de la guerrilla, pero ya el país está notificado de que la guerra sigue.
El mensaje presidencial a la cúpula militar o policial fue claro y contundente: sigan combatiendo porque entre más golpes se den a las Farc, más posibilidad habrá de que la guerrilla no sólo tome en serio el proceso, sino que entienda que si bien está en una mesa horizontal y no se les considera derrotadas, sus exigencias para dejar las armas tienen un límite que el Estado no traspasará: la subversión no ganará en el proceso lo que perdió en el campo de batalla.
Otra guerrilla
Un cuarto elemento clave que explica por qué este proceso arranca con cierto grado de optimismo se basa en que las Farc ya no son ni la sombra de lo que eran en tiempos del diálogo y negociación en 1998. Ya no tienen 30 mil hombres-arma, apenas si llegarían hoy a 8.000; no tendrán ninguna zona de distensión en la cual refugiarse o escapar de la persecución de una eficiente Fuerza Pública; hay desmoralización y criminalización creciente entre el pie de fuerza combatiente, no sólo por la forma en que han caído cabecillas históricos sino porque la alianza con el narcotráfico ‘aburguesó’ a muchos jefes de frente y cuadrilla, que tienen ya un estilo de vida mafioso; tampoco tiene la subversión una ‘carta de negociación’ fuerte como lo fue en su momento el secuestro de centenares de policías, militares, dirigentes políticos y civiles rasos; los enclaves estratégicos territoriales de antaño ya no existen, puesto que la Fuerza Pública ‘se les metió al rancho’; la estrategia de ‘guerra de movimientos’ que le permitía a las Farc atacar con una gran cantidad de hombres bases militares ya quedó en desuso por cuenta de la modernización castrense con base en el Plan Colombia y la posterior Política de Seguridad Democrática; y, por último, pero no menos importante, los apoyos externos a la causa insurgente ya prácticamente no existen, a tal punto que la facción armada ilegal es considerada a nivel mundial “terrorista” y violadora de los derechos humanos…
Todo ello redunda en una sola conclusión, que no sólo es aceptada por el Estado colombiano, la ciudadanía y la comunidad internacional, sino por las propias Farc: la posibilidad de que se tomen el poder por la fuerza no existe.
Combustible
Si se analiza todo lo anterior se puede evidenciar que si bien el proceso de negociación con las Farc arranca con una base sólida, que se mantenga esa condición dependerá de la productividad de la mesa misma. Ese será el combustible del vehículo que busca la paz.
El Gobierno ha sido claro en torno a que este proceso tendrá unos tiempos límites que no se medirán en años, sino en meses y semanas. También advirtió que si bien el objetivo final es un acuerdo de “terminación definitiva del conflicto” y que se trabajará bajo la tesis de que “nada está firmado hasta que todo esté firmado”. Pero también dejó en claro que si en el transcurso de las negociaciones se ve una actitud dilatoria de la guerrilla, entonces simplemente la mesa se levantará y todo acabará.
En ese orden de ideas, lo primero que debe buscarse es que el proceso, pese a que sólo producirá un acuerdo definitivo al final, vaya dando en el transcurso de las negociaciones algunas señales de productividad.
En otras palabras, que se produzca lo que podría llamarse ‘cuotas iniciales’ de un acuerdo definitivo. Eso es clave porque para nadie es un secreto que la negociación será muy compleja y que las Farc, pese a estar debilitadas militarmente, llegan a la mesa con la firme intención de estar tú a tú con el Estado legítimo y legalmente constituido.
Si algo ha quedado claro en las declaraciones dadas por los negociadores subversivos que se encuentran en La Habana es que no creen que este proceso se trate de una capitulación de las Farc o una especie de rendición negociada de la insurgencia.
En otras palabras, en la mesa la guerrilla quiere mostrar una fuerza y una solidez que no tiene en el campo de batalla. Ello es complicado para la buena salud del proceso porque seguramente la insurgencia tratará de exigir lo más posible en cada uno de los cinco puntos básicos de la negociación, ya que cada centímetro que gane en esta materia lo contabilizarán como una evidencia de que no llegaron a la mesa como única alternativa para no desaparecer.
Siendo así, es claro que la guerrilla deberá ser la más interesada en que el proceso no se rompa por la complejidad de la negociación en los puntos más gruesos. De allí que, para asegurar que la presión de la opinión pública no obligue a Santos a levantarse de la mesa por la baja productividad de la misma, la propia subversión deberá ir cediendo en lo que ya se denominó como “cuotas iniciales”.
¿Cuáles podrían ser esas cesiones? Al decir de algunos analistas las Farc bien podrían, por ejemplo, empezar a desmovilizar pequeños grupos de combatientes menores de edad; también estarían en capacidad de entregar algunos datos geográficos sobre zonas ‘sembradas’ con minas antipersonal; no se descarta tampoco que ofrezcan información sobre secuestrados, desaparecidos, fosas comunes… En fin, tienen todo a la mano, hasta la propia decisión de establecer un cese el fuego unilateral, claro cuando todo vaya a medio camino.
Dos cartas
El Gobierno también debe apostarle a la productividad en el corto plazo. Sabe que los apoyos de hoy al proceso son condicionales, es decir que se mantendrán en la medida en que los sectores políticos, sociales, gremiales e institucionales, así como la propia opinión pública, vean que la guerrilla no está sacando ventaja táctica o estratégica de la negociación con el único fin de seguir en la guerra.
La propia subversión sabe que el Gobierno tiene dos caminos y que, en el fondo, en el militar es en el que mejor le ha ido a Santos. Tanto como Ministro de Defensa del mandato Uribe como ya en su papel de Jefe de Estado es quien más golpes duros y contundentes le ha dado a esa organización ilegal.
¿Qué tan costoso le saldría a Santos romper el proceso de paz y volver a la tesis de la mano dura militar? Puede que le cueste la posibilidad de reelección pero, dado que no hubo cese el fuego durante el proceso, ni zona de distensión, como tampoco medidas que permitieran una ventaja militar a la guerrilla, retornar al discurso guerrerista no le será muy difícil.
En ese orden de ideas, es evidente que Santos se arriesga al impulsar un proceso de diálogo y negociación, porque táctica y estratégicamente siendo el sucesor uribista y habiendo asestado como Ministro y Presidente los golpes que le dio a las Farc, es obvio que lo que más la apuesta más segura era mantenerse en la opción militar para acabar con la amenaza que significan las Farc.
Pero, como se dijo, decidió apostar por un proceso de paz. La diferencia radica en que, al no ser su única opción, bien puede cambiar de alternativa cuando las circunstancias así se lo recomienden o la presión pública o la misma gobernabilidad –lo que incluye su popularidad- así lo obliguen.
Las Farc no tienen esos dos caminos. Si en esta ocasión no avanzan hacia la paz, podría ser la última vez que el Estado se arriesgue a darle estatus político. Si el proceso se rompe, sin importar la razón, el país entero exigirá al Gobierno, sea que el actual se reelija o llegue un nuevo inquilino a la Casa de Nariño, redoblar la ofensiva militar contra la guerrilla y la derrote lo más pronto posible, cueste lo que cueste.
¿Entonces?
Visto todo lo anterior, parecería claro que si bien el proceso de paz que arranca en su segunda fase, la de negociación, tiene como objetivo llegar a la terminación definitiva del conflicto, y que el esquema aplicado entre las partes es aquel de que “nada está firmado hasta que todo esté firmado”, la permanencia de todo este intento de llegar a una salida pacífica a la confrontación bélica dependerá de productividad a corto y medianos plazos.
Bien podría decirse que desde el mismo momento en que se instale oficialmente la mesa de negociación comenzará a correr la cuenta regresiva para que los resultados comiencen a darse, primero algunos de corto alcance, y luego el más importante y definitivo: el fin del conflicto. Si los parciales no se aparecen, no habrá posibilidad de llegar al final.
En el entretanto habrá mucho ruido alrededor de la mesa. Las víctimas, la puja de protagonismos de muchos sectores, la agenda paralela en el Congreso, el papel que pueda cumplir Chávez o Cuba, qué hacer con los militares presos por delitos relacionados con el conflicto armado, el fuero castrense… Por ahora resulta tempranero meterle diente a cada uno de estos aspectos porque, como se dijo, el problema aquí no será el escenario externo, sino lo que pase en el interior de la negociación.
para evitar que las Farc ganen en la mesa lo que no pudieron en el campo de batalla.