En menos de cuatro meses el país pasó de un diálogo imprevisto a una negociación de fondo que tiene un año para dar resultados, sin que nadie sepa qué puede pasar y cuánto vale el riesgo
Cuando el 27 de agosto pasado el presidente Juan Manuel Santos confirmó que en los últimos meses había tenido contactos con las Farc el país quedó, literalmente, estupefacto.
Estupefacto, en primer lugar, porque de manera insistente el uribismo había denunciado que el Gobierno estaba adelantando contactos secretos con la guerrilla, pero la Casa de Nariño siempre lo había negado.
Estupefacto también porque las Farc habían atacado de manera aislada pero preocupante durante el primer semestre del año, creando crisis de orden público graves como la registrada en Cauca, en donde se llegó al extremo de que las comunidades indígenas llegaron a exigir que saliera la Fuerza Pública de ese territorio.
Esos casos puntuales de deterioro de la seguridad empezaban a poner al Gobierno contra la pared, pues desde el uribismo y otros sectores se le acusaba de aminorar el accionar de la Fuerza Pública e incluso se afirmaba que ésta se encontraba desmoralizada por la judicialización de muchos operativos y mandos castrenses y policiales.
Ante ello el Gobierno y la cúpula militar y policial, cifras en mano, aseguraban que no había tal retroceso en la seguridad y que se estaba “politizando” su análisis. Incluso el propio Santos a cada tanto recordaba -en réplica indirecta a su principal crítico (el ex presidente Uribe)- que él, tanto como Ministro de Defensa como Jefe de Estado, era quien más duros golpes había dado a las Farc. Aún así lo cierto era que en agosto la percepción ciudadana se dirigía a que el orden público se estaba deteriorando y la Casa de Nariño no entendía por qué se había difuminado tan rápido el efecto de abatir a cabecillas como el Mono Jojoy y Alfonso Cano.
La suma de todas esas circunstancias no daba para pensar que un gobierno, por entonces fuertemente golpeado en las encuestas debido al escándalo del polémico y hundido proyecto de reforma a la justicia, diera un paso tan arriesgado como un proceso de paz con las Farc, pues si bien Santos desde el 7 de agosto de 2010 dijo que tenía las “llaves” para abrir la puerta de la paz, nunca se pensó que, en realidad, se atreviera a actuar en esa dirección.
No hay que olvidar que con las Farc –en los últimos años más debilitadas que nunca- no se dialogaba desde 2002, cuando su intransigencia y violencia rompieron el proceso del Caguán, mientras que en los dos mandatos de Uribe los contactos estuvieron circunscritos casi un 100 por ciento al tema del acuerdo humanitario para recuperar a los militares, policías y dirigentes políticos secuestrados.
“… Se han desarrollado conversaciones exploratorias con las Farc para buscar el fin del conflicto”, dijo Santos el 27 de agosto, precisando que esos acercamientos tenían tres principios rectores: 1. Vamos a aprender de los errores del pasado para no repetirlos. 2. Cualquier proceso tiene que llevar al fin del conflicto, no a su prolongación. 3. Se mantendrán las operaciones y la presencia militar sobre cada centímetro del territorio nacional.
Aterrizando
Contrario a lo que se pensaba, las encuestas sobre la apertura de un proceso con las Farc empezaron a mostrar un apoyo condicionado de la ciudadanía a esos contactos.
Es más, tras revelar el 4 de septiembre las bases del llamado “Acuerdo General para la Terminación del Conflicto”, la popularidad gubernamental empezó a recuperarse y, como era obvio, de inmediato los críticos situaron el proceso de paz como una fórmula de Santos para apuntalar su campaña de reelección presidencial en 2014.
Vendría luego la instalación de la fase de negociación en Oslo (Noruega), en donde la sobreexposición mediática de las Farc y un discurso desafiante y beligerante de Iván Márquez, aterrizaron de un golpe la expectativa excesivamente positiva y la ciudadanía comprendió que este será un proceso complejo en el que la guerrilla, pese a su debilidad militar, no está dispuesta a desarmarse ni entregarse fácilmente.
Ya vino la negociación como tal, que arrancó en La Habana a mediados de noviembre, por el punto más complicado de todos: el agrario. En medio de ello las Farc anunciaban una sorpresiva tregua unilateral que fue entendida como una ‘maniobra’ para buscar legitimidad internacional, al tiempo que empezaron a hablar de “estatus de beligerancia”, lo que encendió las alarmas en todo el país, bajo la tesis de que ese, en realidad, es su principal objetivo oculto.
Aunque ante la ofensiva verbal de la guerrilla el equipo de negociadores gubernamental se mantiene pegado a su mandato de discreción, lo cierto es que el presidente Santos decidió meterle presión al proceso semanas atrás, cuando advirtió que la fecha límite para alcanzar un acuerdo sería noviembre de 2013, algo que los analistas consideran arriesgado pero en el imaginario popular recibió respaldo.
¿Qué puede pasar? Nadie lo sabe. Las Farc tienen una estrategia dirigida a buscar legitimidad en el escenario internacional y convencer al país de que no están derrotadas y, por lo tanto, pedirán mucho para desarmarse. El Gobierno sigue pensando en un acuerdo que acabe el conflicto armado pero no afloja la ofensiva militar. Sabe que si la Mesa se rompe, la opinión pública culpará mayoritariamente a la subversión y exigirá, en plena campaña presidencial, más mano dura para acabarla militarmente, algo en lo que Santos tiene méritos ganados.
Así, con un sorpresivo proceso de paz a bordo, y una expectativa cada vez más cautelosa y desconfiada de la ciudadanía respecto a sus resultados y la verdadera voluntad de una guerrilla reconocida por dilatar y engañar, persiste una gran duda: ¿qué tanto pedirán las Farc a cambio de renunciar a la violencia y qué tanto podría el Gobierno, el Estado y el país en general estar dispuestos a ceder?