Por: Diego Cediel*
EN Brasil es así: “cuando un pobre roba, va a la cárcel; pero cuando un rico roba, se convierte en ministro”. Sentenciaba en 1988, el entonces diputado federal, Luiz Inácio da Silva. Pero dicha invectiva tenía un antecedente eufemístico cuando en 1960, Ademar Pereira de Barros exponía como divisa electoral que “roba, pero hace las cosas”. El de Lula era un clamor antisistema, el de Barros una justificación descarada. Pero en el Brasil de hoy, ni el cinismo ni las letanías progresistas sostienen a una Dilma Rousseff perpleja y a su círculo partidista sinuoso.
Que la presidente de Brasil esté en la cuerda floja a cuenta de la pérdida de los apoyos legislativos para impedir un juicio, no es coyuntura temprana. La pesquisa viene desde finales del 2015 cuando el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMBD), inició el proceso contra Rousseff. Cunha asimiló el descontento de la ciudadanía generado por la crisis económica, el aumento del desempleo y las reiteradas denuncias de venalidad que involucraban a miembros del Partido de los Trabajadores (PT), empresarios cercanos al gobierno de Rousseff y de Lula, junto a jueces que solapaban la trama. Todo estaba servido para que la opinión pública, la oposición al modelo lulista y la ciudadanía encajaran en el engranaje de las movilizaciones y la protesta.
Así, el miedo y la reacción arribaron al Palacio de la Aurora. A Rousseff se le desvanecía su proyecto político y la credibilidad de Lula iba cuesta abajo, luego de allanársele su domicilio y ser apresado para declarar por las irregularidades contractuales y presupuestarias en Petrobras. Pero como si fuera solo un problema judicial, Dilma reaccionó nombrando a Lula como su jefe de ministros y, con ello, cobijarlo con la inmunidad propia del cargo. Sin embargo, para el juez Itagiba Cata Preta Neto, el nombramiento era ilegal y lo anuló porque las conversaciones entre la presidente y su patrón político desenmascaraban el pánico en Lula. A la decisión judicial, la presidente intentó combatirla con ideología y no con rendición de cuentas.
Tanto la designación como su invalidación tuvieron lecturas contradictorias. El sector opositor a Rousseff consideraba que era una argucia del PT para evadir a los tribunales y hollar la legitimidad de los juicios político y penal. Mientras que para los beneficiados por el proyecto petista, se trataba de la orquestación de un ‘golpe de Estado blando’ donde periodistas, políticos y empresarios querían detentar el poder. Es decir, con los trazos evidentes de una sociedad polarizada, la ciudadanía brasileña alentaba uno de los síntomas de inestabilidad institucional característicos de la región: la judicialización de la política. Pandemia que lacera a países como Argentina, Colombia, Venezuela y Honduras, por nombrar algunos.
El brasileño sentía que los jueces tenían el destino político del país en sus manos. La ciudadanía había sido relegada a un combate desde las calles, los líderes de los partidos hacían cábalas en función del futuro de Rousseff y Lula, y la prensa atizaba desde sus editoriales la renuncia presidencial o el llamado al estoicismo de su gobernante. Pero de los mecanismos institucionales de tramitación de demandas, nada se hablaba. Que los involucrados rindieran cuentas por sus acciones y omisiones era más el telón de fondo que el tono protagónico del entramado político. Todo se servía al fulgor de las pasiones y resentimientos despertados por Lula, Dilma y su comitiva gubernamental. La sobriedad y la institucionalidad eran marcos de luchas intestinas y no modos establecidos de arreglos políticos. Por eso, un juez o muchos, podrían decidir sobre lo político, porque a los políticos les había quedado de manga por hombro hacer lo que les correspondía, procurar el bien común. Las sentencias y los juicios reemplazaron, por obra presidencial, a los partidos, los votos y a los consensos.
Tan aturdidor fue el ruido de la judicialización de la política y de la polarización, que los líderes regionales afectos al socialismo del siglo XXI tomaron partido por Dilma y la prestigiosa revista The Economist sugirió la renuncia. Asimismo, el escándalo horadó la geopolítica brasilera sin posibilidad de remedio a corto plazo. Las esperanzas cifradas en el liderazgo brasileño se opacaban gracias a la ancestral práctica suramericana de asumir como botín personal las arcas del erario. El despertar del gigante suramericano en el marco de los BIRCS se defenestraba por las maniobras de un partido político que incumplió con la promesa de sanear al Estado brasilero del óxido de la corrupción. Mas, como los sueños, sueños son; la década dorada del progresismo brasilero se adormecía en las luchas del menudeo y la venalidad burocráticas.
A futuro, la tarea de Dilma, Lula y el PT será la de asumir, en los escenarios políticos, las responsabilidades institucionales que se deriven de sus malsanas actuaciones. Con esa reinstitucionalización, el brasilero sentirá que la polarización ya no se cifra en el plano ideológico, sino que se resolverá en el marco de las demandas y soluciones político-burocráticas. De no hacerlo, el cinismo del ministro que roba y se atornilla al poder seguirá siendo el perfil de una presidente victimizante y perpleja que se escabulle de la rendición de cuentas.
*Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de La Sabana