En conferencia del dirigente conservador ante el Congreso Ecológico, en Cartagena, en 1985, queda claro cómo desde entonces era evidente su preocupación por la depredación ambiental y las fallas del modelo de desarrollo en Colombia, así como las consecuencias nefastas que se tendrían si no se producía un cambio drástico
“Hace mucho tiempo me pregunté si la naturaleza creada por Dios era tan excelsa que no podía ser mejorada. Y había que dejarla como estaba. Yo soy creyente y me puse a averiguar-. Dios creó todas las cosas, las aguas, los árboles, las aves, y le parecieron buenas. Después creó al hombre y la mujer. Dios los bendijo y les habló: “sed fecundos, multiplicaos, llenad la tierra y conquistadla”.
En obedecimiento de este mandato, el hombre ha dañado la naturaleza y también la ha mejorado. Hoy tenemos plantas mejores, más fuertes, más sanas. Animales más grandes, más desarrollados. Ha convertido desiertos en tierras de labrantío. Es decir, que no siempre lo bueno era lo que estaba ahí, creado por la evolución geológica, sino lo que el trabajo humano y la tecnología pueden agregarle para aprovechar los recursos existentes. Adoptar una especie de quietismo frente a la naturaleza sería una abdicación de la capacidad creadora del hombre.
La ecología es una ciencia relativamente nueva. Existieron nociones de ella en los siglos pasados, especialmente en torno de la protección de las aguas y los bosques, pero la protección de la vida animal se descuidó siempre. Y el problema de los desechos industriales y nucleares resulta ser enteramente del presente siglo.
Las raíces griegas de la palabra ecología (oikos=vivienda, logos =estudio) nos señalan que esta no es una ciencia que pueda formar parte subalterna de la biología sino que por el contrario, debe aspirar a conformar en nuestro tiempo una cosmología, una weltanschauung, como la llaman los alemanes, para descubrir todo un conjunto armónico de convicciones y enfoques analíticos que van más allá de los problemas circunscritos a la biología, a la zoología y a la botánica. Es así, la ecología, una aproximación a la estética porque se convierte en el tratado de los equilibrios, no físicos sino espirituales, y en las formas de hacer las cosas bien. Y es, por tanto, también una aproximación a la moral.
Es indudable que no solamente se puede hacer desarrollo con conservación, sino que estos dos conceptos, el de la ecología y el del desarrollo, lejos de ser antagónicos se han vuelto inseparables y necesarios el uno al otro.
Tengo la sospecha íntima de que este es el planteamiento que debemos defender en Colombia. Hemos tenido brotes ocasionales de ecología reaccionaria, enemiga del desarrollo, así como hay brotes de fiebre aftosa por todo el país. Pero podríamos disponer también de una ecología sensata, científica, basada en criterios sociales y, aún, inspirada en la exegética cristiana. Esta ecología moderna debe tener la pretensión legítima de convertirse en una ciencia auxiliar de desarrollo.
El costo de la ecología debe poder figurar naturalmente en los balances de las empresas.
La elaboración de un estudio de impacto ambiental, cuya reglamentación ya está contenida en nuestras leyes, no debe volverse como un desafío a la creación de empresas, o a la realización de obras, sino por el contrario, como el instrumento por medio del cual la ecología se convierte en un soporte del proceso de desarrollo
En Colombia, como vamos, vamos mal. No tenemos desarrollo, pero se nos está acabando el país, se nos va nuestra capa vegetal ante nuestros ojos y nuestra impotencia. Y no hacer algo es ser cómplices de la destrucción de la naturaleza.
El río Magdalena es un ejemplo. Mejor dicho es una vergüenza. Hace dos años yo propuse como programa que nos dedicáramos a preservarlo, a cuidar sus fuentes, a impedir su contaminación, a enderezarlo como vía navegable y a utilizarlo como riego. Eso no más es un programa de Gobierno; desarrollista, como a mí me gusta, que no se hizo.
A pesar de que la ecología se ocupa de muchos temas importantes relacionados con los desechos industriales y nucleares, y de la preservación primaria de la naturaleza, tengo la impresión de que es en torno del manejo de las aguas donde la nueva conciencia ecológica podría aportarnos un mayor beneficio, de largo plazo, para la armonización de nuestro desarrollo.
Hay pueblos que tienen entre sus tradicionales ancestrales, derivadas de la sociedad primitiva, el cultivo del agua. Llamésmola así, cultivo del agua, para poner énfasis en el hecho de que no únicamente se preserva lo que existe, siendo esta la responsabilidad mínima de una sociedad consciente, sino que el agua produce un mayor beneficio social cuando ha sido amaestrada para los propósitos de la civilización humana, sin perder nunca de vista sus fines sociales y naturales.
He dicho “cultivo del agua” y quizás podríamos extremar esta frase, con fines ilustrativos, para hablar de la cosecha del agua. Porque esta es, realmente, un producto del equilibrio natural de la tierra. La regulación de sus caudales y su utilización artificial para la agricultura o para la energía son el producto necesario de un ambiente natural equilibrado y bien forestado. Ustedes saben que anualmente el mundo destruye, sin reposición, un área de bosque tropical del tamaño de Cundinamarca y Boyacá sumados. Para la producción de oxígeno del mundo no están quedando sino las pocas selvas húmedas que sobreviven en el cinturón tropical del orbe. Pero la deforestación está conduciendo a desequilibrios muy severos en los ciclos de la naturaleza que permiten la vida.
Las poblaciones aborígenes de América nos habían dado, hace más de mil años, ejemplos de manejo de las aguas que, hoy en día, con las nuevas tecnologías, no hemos logrado igualar ni superar. Tanto los incas, como los mayas, como los otavalos, en el Ecuador, construyeron canales de acueducto y de riego que hubieran rivalizado, si no en belleza al menos en ingeniería, con las grandes obras del imperio romano. Pero en Colombia no se dio esta cultura del agua para el servicio del hombre, en la época precolombina, y la civilización española tampoco introdujo en nuestro medio estas técnicas avanzadas que ya los moros habían llevado a un refinamiento en la Madre Patria durante los siglos de su ocupación.
Por ello, los patrones del asentamiento rural de Colombia no produjeron un hábitat urbano. El campesino colombiano, dado su excesivo individualismo, y dada su poca tecnología, no se agrupó en poblados para sobrevivir en comunidad, sino que se dispersó por la geografía abrupta, casi siempre en busca de las fuentes elementales de agua, los “ojos de agua” como los llaman aún nuestros campesinos del altiplano.
Los caprichos de cada yacimiento no permitían sino el asentamiento de una familia, con uno o dos animales domésticos. La otra familia buscaba la siguiente vertiente, detrás de la montaña, donde su labor de desmonte para la agricultura resultaba devastadora. Hoy en día, cuatro siglos después de la colonización española, y un siglo después de la colonización antioqueña, el colombiano sigue viviendo aislado sobre la tierra, de pata al suelo, y cientos de pueblos que se han ido constituyendo por la inercia del crecimiento poblacional no tienen todavía fuentes de agua fresca, potable, y ni siquiera en un acuerdo veredal.
Pero nuestra incapacidad de manejar las aguas no incluye únicamente los acueductos urbanos y rurales, o los canales de riego esenciales para multiplicar la productividad de las tierras, cosas que deberían de ser fáciles de realizar en un país de abundancia de aguas altas, sino que somos impotentes, por la deforestación, ante la fuerza destructora de los elementos.
La erosión, causada por los vientos y por la agricultura desordenada, cubre inmensas proporciones de nuestra tierra agrícola. Quizás ya un 30% de ella. Es este un auténtico crimen contra la civilización. Luego, nuestros pobres agricultores están sometidos al violento vaivén de las sequías y las inundaciones. Ya no tenemos estación de lluvias, durante la cual los tubérculos y los cereales prosperen y engruesen, como sucede en otras latitudes. Y luego estación seca, para la recolección de los productos y su maduración definitiva. Tenemos una estación de lluvias de gran violencia, similar a los grandes monzones de Asia, que produce gigantescas inundaciones. Y viene luego la estación seca, similar a la desertificación africana que está produciendo las hambrunas infamantes de Etiopía.
Nuestro clima, entonces, por falta de árboles, se está africanizando, y en lugar de la dulzura de los climas que produce el buen equilibrio ecológico, estamos llegando a situaciones de violencia extrema de los efectos directos sobre el temperamento nacional y sobre las formas políticas de nuestra sociedad. Hasta en esto, llegamos a la conclusión de que un buen clima y una buena ecología son fundamentos básicos de una política civilizada y democrática.
En el manejo de las aguas, no debe ser suficiente canalizar lo existente, es decir, distribuir una escasez. Como disminuye la productividad de la tierra, nos dedicamos cada año a tumbar nuevos bosques para mantener, con la nueva área sembrada, la vieja productividad de la parcela inicial. El desmonte, como sustituto de la eficiencia agropecuaria es un verdadero crimen contra la humanidad, que se comete, sin embargo, con el auspicio de los gobiernos. Es, claro está, la falta total de planeación, aplicada a la madre naturaleza.
Partimos de la base, en este empeño, de que Colombia es, como el Canadá, uno de los mayores productores de agua del mundo.
Y aguas altas, es decir que no requieren costoso bombeo hacia el altiplano. Sólo requieren de un control sensato, de ingeniería, en su descenso por las vertientes. En ocasiones, este descenso debe servir para la generación eléctrica. Otras para la agricultura. Otras para la piscicultura. Para el consumo humano, claro. Rescatar el manejo civilizado de nuestras aguas podría convertirse en otro ambicioso programa de gobierno que incluye las más nobles labores de la civilización contemporánea.
Para lograr este empeño, sin embargo, se hace necesario rescatar la cultura del árbol, tan destruida por la colonización. Hemos llegado hasta el extremo desafiante de construir, en una plaza del interior de Colombia, un monumento al hacha, y de emitir una estampilla para exaltar sus poderes destructivos. La inversión de valores que estos símbolos conllevan es fenomenal.
La causa del desorden de las aguas en Colombia es, indudablemente, la deforestación criminal que estamos padeciendo.
Los sistemas que rigen este tema hoy en día lo único que han logrado es establecer un monopolio pecaminoso sobre la producción y siembra de árboles. Pero no es una actividad que el Estado pueda desempeñar con facilidad y sin caer en prácticas corruptas. En los escasos viveros públicos que existen en el país, es dificilísimo comprar un árbol. Es un servicio que se presta con mezquindad. No hemos logrado que sembrar árboles sea una tendencia espontánea de la gente ni tampoco un propósito gubernamental.
Yo quiero que a la cultura del árbol se vincule el mayor número de colombiano. Propongo que a los contribuyentes del impuesto sobre la renta se les permita sustituir parte de su impuesto, en acciones de empresas privadas de reforestación, que deberían ser entidades prósperas económicamente. Ojalá las más prósperas del país. Es que los árboles crecen más rápidamente en nuestros climas húmedos y semi tropicales, sin estaciones de invierno, que en los países nórdicos. Colombia tiene ahí, frente a aquellos países, unas ventajas comparativas en la silvicultura que nos permite competir favorablemente en los mercados industriales pues estamos cerca delos centros de consumo, y deberíamos producir maderas y pulpa a menor precio y en menor tiempo. Es este uno de los futuros activos del país.
Yo he tomado como enseñanza de mi campaña la de la Participación Nacional, porque quiero que mis programas no sean específicamente liberales ni conservadores, sino que puedan ser tenidos como una voluntad de obtener el apoyo de la gente y de consultar con ella, antes de que la opinión pública se encuentre ante los hechos cumplidos de la administración. Para los próximos desarrollos vamos a necesitar la presencia oportuna de los ecólogos para que éstos no tengan que expresar sus opiniones tardíamente, cuando los daños ya han sido causados.
Precisamente para no detener el ímpetu del desarrollo se necesitará esa planeación coordinada y participante que le aporte a las decisiones administrativas no sólo la tecnología creciente de nuestro tiempo, sino una inmensa cantidad de sentido común, que es indispensable que se mantenga siempre dentro del ámbito de la ecología.
Yo me propongo solicitar el apoyo de toda la gente de buena voluntad para que me ayude a convencer a los colombianos de que debemos repensar la manera como nos hemos apropiado de la tierra y la forma como la estamos utilizando. Nuestra civilización se fundó sobre los desmontes iniciales a la orilla de nuestros ríos con el propósito de obtener una economía de subsistencia. Y así hicimos el país, casi sin ninguna prospección, sin procurar aumentos de productividad. Bastaba con ensanchar lo que se ha llamado la “Frontera agrícola” del país. Todavía hoy creemos que el porvenir está ahí, en una tala adicional de bosques que ya casi no existen, en una apropiación codiciosa de la tierra que tiende más a ser una especulación que un esfuerzo agropecuario. Yo oigo repetidamente la propuesta, hecha por otros políticos, de que los esfuerzos de los colombianos se deben orientar en ese sentido, estimulando colonizaciones apartadísimas, en donde las perspectivas comerciales de lo que allí se produzcan sean costosas y donde la prosperidad del labriego va a ser difícil de conseguir. Y todo ello con un costo ecológico inmenso, desproporcionadamente alto si se compara con la solución individual de vivienda o de trabajo que se quiso conseguir al enviar tan lejos a un desamparado compatriota. Siempre he visto algo malsano en eso de querer que el campesino se vaya por allá, a las lejanías infinitas, tratando de ilusionarlo con un destino que todos sabemos que va a ser esquivo. Es como si se quisiera perderlo de vista para olvidar su desventura y para no tener que buscarle ocupación en nuestra cercanía.
Yo me he empeñado en conseguir la reconciliación de los elementos que forman nuestra nacionalidad. He propuesto reconciliar a los campesinos con la tierra, a los ganaderos con los bosques, a los pescadores con el agua donde están los peces que les dan sustento, para que no usen dinamita; los aserradores con los árboles, para que su acción no sea simplemente destructora. Sería maravilloso conciliar al público en general con los ríos para evitar que éstos sean convertidos en alcantarillas.
Hay que reconciliar en general a los colombianos con la limpieza para que esta vuelva a ser un bien colectivo y para que dejemos de ser fabricantes de basura y agentes de la polución. Todas estas reconciliaciones sobre las cuales he venido trabajando tienen que ver con la ecología. Pero el objetivo que hoy me he propuesto es conseguir una reconciliación más sustancial: la reconciliación de la ecología con el desarrollo.