Populismo neo-otomano está en difícil prueba | El Nuevo Siglo
Domingo, 3 de Julio de 2016

Por Juan Carlos Eastman Arango*

DEBEMOS comenzar estas consideraciones condenando el cruento atentado terrorista ejecutado en el aeropuerto de Estambul. Al lado del repudio global, surgieron varias preguntas, sospechas renovadas y sorpresa colectiva frente a la agilidad investigativa y capturas de presuntos cómplices.

El momento generó más confusión en la valoración de las motivaciones en un entorno cambiante: reanudación de relaciones con Israel -el fin de semana previo-, intercambio epistolar y mediático con Rusia sobre la necesidad de pasar la página de desconfianza y hostilidad turca, y la agitación europea “post-brexit”. ¡Qué semana plena de desconcierto creativo y reacomodamientos geoestratégicos! El atentado se tradujo, muy rápidamente, en presiones para unos (europeos inseguros), y oportunidades para otros (rusos confiados), pero no oculta la problemática de fondo y la tendencia política que, de afirmarse, dejará al gobierno turco como parte del problema: ¿qué le salió mal al presidente?

Un neo-sultán cuestionado

La prensa global registra cada vez con mayor frecuencia la inquietante política del gobierno del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan. Una atracción que le resulta incómoda frente a algunos vecinos y organizaciones internacionales de derechos humanos, pero que, en nuestro concepto, es necesaria para proteger la sociedad civil laica, los partidos de oposición, los escritores, periodistas y artistas independientes, y la comunidad kurda política no armada.

La acumulación de denuncias no ha surtido el efecto esperado, gracias a la incoherencia política de los miembros de la Unión Europea y sus recientes dificultades institucionales, la complicidad estadounidense, la “nueva” política anti-rusa de la Otan y la crisis de seguridad regional, pero el seguimiento de la conducta mesiánica y pendenciera del presidente turco terminará por alertar sobre los riesgos que entraña la tendencia islamista y el autoritarismo idolátrico que hoy caracterizan la vida política de Turquía.

La escalada diplomático-jurídica entre demócratas alemanes y el presidente Erdogan, a propósito del autoritarismo turco, terminó en el debate sobre el genocidio armenio. Si bien la confrontación política e histórica -global- se reinició entre 2013 y 2015, alrededor de la conmemoración de su centenario, la forma como Alemania conduce las negociaciones sobre migrantes y refugiados con el gobierno turco ha dejado tal grado de insatisfacción, que el expediente armenio regresó como mecanismo de presión.

Desde la perspectiva turca, aquello se debe inscribir en la dinámica de la violencia propia de la denominada Gran Guerra o Primera Guerra Mundial. Para la comunidad armenia es inaceptable, como lo es para varios gobiernos occidentales y sus parlamentos. El caso más conocido había sido protagonizado por la Asamblea Nacional en Francia, que aprobó calificar aquella violencia como “genocidio armenio”, y en esa medida, convirtió el caso en un referente inevitable en las negociaciones futuras sobre la admisión de Turquía en la Unión Europea.

El otro caso conocido lo encontramos en el Congreso de Estados Unidos, desde la década pasada: trató de hacer lo propio, pero los presidentes de turno -Bush en aquellos años, Obama en estos-, advirtieron que vetarían cualquier ley que aprobara el reconocimiento de aquellas muertes colectivas como “genocidio”.

Política alemana en apuros

El más reciente, con connotaciones escandalosas, lo protagonizó el parlamento de Alemania, colocando a la canciller, Angela Merkel, en una posición incómoda e indeseable, en medio de sus negociaciones con Turquía sobre el espinoso tema migratorio. Los parlamentarios alemanes aprobaron el reconocimiento de aquellos hechos violentos como “genocidio turco de los armenios”, provocando la indignación del presidente Erdogan, su partido y ciudadanos turcos. Protestas y declaraciones altisonantes regresaron, como ya era usual cuando despuntaba, en el horizonte diplomático, una posición favorable a los armenios. Pero, de forma insólita, el asunto pasó la frontera política y legal, y desde Ankara se hicieron señalamientos provocadores, que algunos tradujeron como amenazas, contra la integridad personal de parlamentarios alemanes con antepasados armenios y kurdos, quienes votaron favorablemente la resolución legislativa.

Como decisión sin antecedentes en la historia contemporánea de Alemania, las autoridades federales desplegaron medidas policiales de seguridad para prevenir atentados contra aquellos parlamentarios, mientras la Canciller Merkel trataba de equilibrar lo imposible: defender la soberanía legislativa alemana y la necesidad de tener buenas relaciones con el gobierno turco. Es un hecho que Erdogan trata de explotar, en su favor personal y el de su partido, todo aquello que comprometa la dignidad turca y seguir ocultando las sombras del pasado. Lo hace en medio de sangrientos atentados terroristas en algunas ciudades turcas (y en el aeropuerto de Estambul), de su confrontación armada contra los kurdos y las acusaciones rusas de la complicidad oficial turca en el fortalecimiento de Estado Islámico en Siria (omitidas hoy por Putin), pero que recuerda la oposición turca, exigiendo investigaciones sobre la última acción terrorista (demasiada oscuridad a su alrededor).

Peligroso delirio populista

Adicionalmente, todo ello se desenvuelve bajo una atmósfera política enajenante, propiciada por el mismo gobierno de forma progresiva desde la década anterior, en su esfuerzo por restaurar las glorias del pasado otomano acompañado con la islamización de su política y control social y cultural. En un esfuerzo por presentarse como un instrumento de la rehabilitación de un pasado glorioso, en una concentración pública con simpatizantes del partido de gobierno, el presidente Erdogan exaltó, como una fecha fundacional y vertebral en la memoria y el patrimonio turco, la conquista de Constantinopla en 1453. Esto ha ido acompañado con la presión islamista para que la basílica de Santa Sofía deje de ser un museo público y recupere su ancestral condición de mezquita.

Algunos analistas turcos, desde la prensa, incluso habían denunciado, tres años atrás, la peligrosidad populista del presidente al querer establecer conectividades emocionales y nacionales neo-otomanas con el año 1071, cuando los turcos de aquella época triunfaron sobre el ejército bizantino en la batalla de Manzikert. En su intervención ante el congreso del partido del año 2013, convocó a los jóvenes turcos a afirmar su identidad y su poder ascendente más allá del año 2023 (los cien años de la creación de la República de Turquía): para él, la meta debía ser el año 2071. Pero ya conocemos el desenlace trágico y sangriento de la historia de aquellas sociedades que soñaron con “imperios de 1000 años”.

Gracias al resultado favorable del “Brexit”, el presidente turco amenazó con hacer una consulta similar pero, en su caso, para someter a la voluntad ciudadana si continuaban o no con las negociaciones de adhesión de su país en la Unión Europea. Frente al aplazamiento humillante por parte de Bruselas, en medio de las críticas sobre los acuerdos liderados por Alemania sobre el “manejo” de los migrantes y refugiados, y espoleado por la declaraciones del primer ministro británico, quien señalaba al año 3000 como la fecha para su ingreso en la comunidad, Erdogan sentenció al día siguiente: “Tendrán que pensar con quién van a hablar cuando millones de refugiados golpeen sus puertas”.

Hace varias semanas advertía que pronto sabríamos quién administraba aquella presión fronteriza sobre la Unión Europea; su declaración post-brexit nos ayuda en la búsqueda de respuestas y no deja en buena posición al presidente, una vez más. Y ahora, vendrán los efectos políticos del cruento atentado en Estambul.

*Historiador, Especialista en Geopolítica. Docente e investigador del Departamento de Historia y Geografía, Pontificia Universidad Javeriana. Miembro del CEAAMI (Centro de Estudios de Asia, África y Mundo Islámico).