El accidentado trámite del proyecto de ley por medio del cual se adopta el Plan Nacional de Desarrollo (PND) del gobierno del presidente Iván Duque está generando múltiples debates y análisis.
Por ejemplo, se afirma que la dificultad para avanzar en su aprobación pone de presente los graves problemas de gobernabilidad del actual Jefe de Estado, sobre todo por la debilidad de su coalición y el fortalecimiento de las bancadas independientes (Liberal y Cambio Radical) y de oposición. También se dice que el articulado, tanto en las comisiones económicas conjuntas como en la redacción de la ponencia para discutir en las plenarias de Senado y Cámara, se llenó de ‘micos’, reformas improvisadas y propuestas polémicas que han obligado al Gobierno a reversar avales a determinadas propuestas e incluso desautorizar a varios de sus ministros. Igualmente se asegura que el problema es que con la política de “cero mermelada” burocrática y presupuestal adoptada por la administración Duque, a los parlamentarios solo les queda el Plan como alternativa para tratar de incluir algunos proyectos, partidas y programas que prometieron a sus regiones, más aún cuando estamos en medio de la campaña electoral departamental y municipal.
Sin embargo, todas estas controversias son coyunturales y puede que solo queden como anécdota en caso de que la iniciativa se destrabe en las plenarias esta próxima semana y pueda ser aprobada antes del 7 de mayo, fecha límite para hacerlo.
La discusión, por el contrario, debiera ser otra, más profunda y estructural, y que se podría resumir en un solo interrogante: ¿No existiendo reelección presidencial y teniendo en cuenta que el Plan es la base de lo prometido en campaña y respaldado mayoritariamente en las urnas, tiene presentación que la principal hoja de ruta del gobierno termine siendo aprobada casi 10 meses después de la posesión y tras un desgastante proceso de negociación política en el Congreso?
Según la Constitución y el propio Departamento Nacional de Planeación (DNP), el Plan es el documento que sirve de base y provee los lineamientos estratégicos de las políticas públicas formuladas por el Presidente de la República a través de su equipo de gobierno. Su elaboración, socialización, evaluación y seguimiento es responsabilidad directa del DNP.
El marco legal que rige el Plan está consignado dentro de la Ley 152 de 1994, por la cual se estableció la Ley Orgánica del Plan de Desarrollo. Este se compone por una parte general y un Plan Nacional de Inversiones de las entidades públicas del orden nacional.
De acuerdo con Planeación Nacional, en la parte general se señalan los propósitos y objetivos nacionales de largo plazo, las metas y prioridades de la acción estatal en el mediano y las estrategias y orientaciones generales de la política económica, social y ambiental que serán adoptadas por el gobierno de turno.
En tanto que el Plan de Inversiones Públicas contiene los presupuestos plurianuales de los principales programas y proyectos de inversión pública nacional y la especificación de los recursos financieros requeridos para su ejecución y, sus fuentes de financiación
Dicho Plan Nacional de Inversiones es clave porque se expide mediante una ley que tiene prelación sobre las demás. En consecuencia, según Planeación Nacional, “sus mandatos constituirán mecanismos idóneos para su ejecución y suplirán los existentes sin necesidad de la expedición de leyes posteriores. Con todo, en las leyes anuales de presupuesto se podrán aumentar o disminuir las partidas y recursos aprobados en la ley del Plan”.
Según la legislación vigente, el gobierno de turno elabora el borrador del Plan con participación activa de las autoridades de planeación, de las entidades territoriales y del Consejo de Gobierno Judicial y luego lo somete al concepto del Consejo Nacional de Planeación. Tras la opinión de este último debe efectuar las enmiendas que considere pertinentes y presentar el respectivo proyecto de ley a consideración del Congreso, dentro de los seis meses siguientes a la iniciación del período presidencial respectivo (7 de agosto).
Ahora bien, si el Congreso no aprueba el Plan Nacional de Inversiones Públicas en un término de tres meses después de radicado, el gobierno de turno podrá ponerlo en vigencia mediante decreto con fuerza de ley. Lo que comúnmente se conoce como “dictadura” del Plan.
Incluso, si bien el Parlamento puede modificar el Plan de Inversiones Públicas, lo debe hacer siempre y cuando se mantenga el equilibrio financiero. Para ello, está reglado que cualquier incremento en las autorizaciones de endeudamiento solicitadas en el proyecto gubernamental o inclusión de proyectos de inversión no contemplados en él, requerirá obligatoriamente el visto bueno del Gobierno nacional.
Primeros peros
En teoría todo ese sistema de aprobación del Plan permite que los tres poderes participen en la delineación de la hoja de ruta cuatrienal de gobierno y, por lo tanto, se impide que el Ejecutivo de turno vaya a imponer a rajatabla un conjunto amplio de acciones, políticas, medidas, obras y proyectos.
En teoría, también, ese sistema de aprobación permite al Estado privilegiar la planificación a mediano y largo plazos, que es uno de los conceptos más desarrollados de forma transversal en la Carta Política, según lo dictaminaron los constituyentes del 91.
Sin embargo, en la realidad institucional el sistema de aprobación del Plan se estrella con una serie de obstáculos muy difíciles de esquivar eficientemente.
Por ejemplo, en un país que tiene prohibida la reelección presidencial inmediata, lo que implica que cada mandatario solo estará en el poder por cuatro años, resulta complicado que solo nueve meses después de asumir el poder pueda contar con la ley que contiene la hoja de ruta de su gestión.
Por ejemplo, Duque se posesionó el 7 de agosto de 2018 y en el mejor de los casos, si el Congreso le aprueba el proyecto que hoy se encuentra embolatado, solo a partir de mediados de mayo podrá contar con esta bitácora gubernamental. En otras palabras, apenas a mediados de este año podrá arrancar en forma su gestión con su propia propuesta de gobierno, la misma que sumó más de 10 millones de votos en junio del año pasado.
La cuestión es más complicada aún porque en la práctica no terminan siendo cuatro años efectivos de gestión presidencial. Sería ingenuo negar que el ritmo de ejecución del Gobierno nacional se ve afectado por las restricciones propias de la Ley de Garantías Electorales que se aplica para los comicios regionales y locales (que este año comienza en junio y va hasta finales de octubre) e igual pasa en el último medio año de mandato presidencial, cuando las restricciones en materia de contratación, movimiento presupuestal y de nómina son más largas –casi seis meses en la práctica- por cuenta de la sucesión de los comicios parlamentarios y los de la Jefatura de Estado.
Paradójicamente entre los pocos beneficios que los analistas y constitucionalistas le atribuían a la reelección presidencial inmediata que rigió tanto para los mandatos de Álvaro Uribe como de Juan Manuel Santos estaba el que cuando accedieron a su segundo periodo no solo dieron continuidad a su primer Plan de Desarrollo sino que las metas que se fijaron eran de más largo plazo y estructurales, algo complicado cuando se trata de periodos cuatrienales sin opción alguna para repetir.
¿Voto programático?
Por otra parte, para no pocos analistas resulta un contrasentido que un Presidente que propuso a sus electores determinada plataforma programática y esta recibió el apoyo de las mayorías, como es propio en los regímenes democráticos, luego tenga que someterse a un desgastante proceso de negociación política en el Congreso para lograr la aprobación de su plan de gobierno. Negociación en medio de la cual, como es propio de las dinámicas parlamentarias y del voluble sistema de las coaliciones mayoritarias y minoritarias en Senado y Cámara, tiene que entrar a aceptar reformas a su Plan presionadas o sugeridas por partidos políticos cuyos candidatos presidenciales y sus planteamientos programáticos perdieron en las urnas.
Aunque el gobierno de turno- generalmente representado por el Ministro de Hacienda- no está obligado a avalar artículos y propuestas de los congresistas, es ingenuo desconocer que muchas veces termina haciéndolo, en un lesivo pero conocido proceso de transaccionismo político, para asegurar el avance rápido del proyecto de ley del Plan. Por ejemplo, sólo para ser incluidas en la ponencia para segundo debate de la iniciativa presentada por Duque, había más de 1.200 proposiciones de senadores y Representantes.
En una democracia en la que se ha insistido en que es necesario ligar determinada elección al cumplimiento de un plan de gobierno, lo que encarna la esencia del llamado “voto programático”, termina siendo contradictorio que la hoja de ruta de quien ganó en las urnas tenga que someterse a ese manoseo parlamentario y partidista.
¿Entonces?
Visto todo lo anterior hay algunos analistas que están proponiendo que se cambie el sistema y tiempos de aprobación del Plan Nacional de Desarrollo. Para ello ya hay varias ideas sobre la mesa.
Por ejemplo, un veterano senador le dijo esta semana a un periodista de EL NUEVO SIGLO que lo más aconsejable sería que se ordenara constitucional y legalmente que cuando asume un Presidente de la República tiene que presentar en cuestión de pocas semanas al Congreso el proyecto de ley del Plan, que tendría un plazo máximo de aprobación de tres meses.
“… Esto implicaría que antes de terminar noviembre (con menos de cuatro meses en el poder) el nuevo gobierno ya tendría lista su hoja de ruta y arrancaría su gestión bajo su propio programa y lo que prometió en las urnas... Incluso, se podrían variar los tiempos de aprobación del proyecto de Presupuesto General de la Nación para el siguiente año, de modo que este se aplique al nuevo Plan Nacional de Desarrollo, que obviamente debería ser aprobado antes que el primero”, explicó el congresista, que pidió la reserva de su nombre.
Agregó que el Gobierno seguiría teniendo el mismo poder de veto ante cualquier propuesta parlamentaria que se salga de esa hoja de ruta para el cuatrienio “… pero no se le puede sacar del proceso (al Legislativo) porque se afectaría el principio de equilibrio de poderes y el sistema de pesos y contrapesos”.
Otra idea que se ha puesto sobre la mesa es la relativa a que en aras de respetar el voto programático y que este se refleje en el Plan Nacional de Desarrollo, el candidato presidencial ganador tendría la obligación de aterrizar la propuesta programática que presentó cuando inscribió su candidatura en la base del articulado del proyecto de Ley del Plan. Para ello tendría desde la fecha de elección presidencial en segunda vuelta hasta el 7 de agosto.
“… Lo lógico es que el primer proyecto que un Presidente lleve al Congreso, incluso el día de su posesión ante el mismo, sea el Plan Nacional de Desarrollo, que es su hoja de ruta…”, explicó un experto en temas de planificación.
Agregó que tener aprobado antes de noviembre el nuevo Plan de Desarrollo permitiría, además, que los gobernadores y alcaldes, que cuando asume el nuevo Presidente apenas le restan 17 meses de mandato, puedan adecuar rápidamente sus respectivos planes de desarrollo departamentales y municipales a los dictámenes del nuevo Ejecutivo nacional.
Como se ve, es claro que más allá de las accidentadas circunstancias coyunturales que están rodeando la discusión del actual proyecto de ley sobre el Plan, se requiere un análisis a fondo, serio y estructural para reformar el sistema y los tiempos de aprobación del mismo, ya que hoy, sería ingenuo negarlo, son todo menos oportunos, objetivos y prácticos.