Las ironías de la historia son frecuentes y sorprendentes. Una cada vez más poblada vertiente de historiadores hispanoamericanos están revisando la visión negativa de la herencia española en América. Es en el Nuevo Mundo donde se miran con más equilibrio los beneficios y defectos del régimen anterior a la independencia republicana. Mientras tanto en España, muchos se empeñan en denigrar de su pasado histórico en medio de los sesgos ideológicos cada día más polarizados.
La crisis mundial de los modelos democráticos, que hoy golpea a todos los países, es una vieja tradición de la política latinoamericana. Llevamos doscientos años intentando tener gobiernos que funcionen y respondan, de manera efectiva, a las necesidades sociales. Exploramos todo tipo de opciones, desde las dictaduras feroces hasta los populismos salvajes. La debilidad de nuestras instituciones, el sesgo presidencialista de nuestros sistemas políticos y la ausencia de una cultura democrática explican esta frustración muy ligada a nuestro proceso de independencia.
Hispanoamérica no ha podido tallar el molde que le dé forma a su organización política. No olvidemos que la Independencia fue un injerto que quisieron imponer en estas latitudes las entonces noveles ideas de la Revolución Francesa y del régimen napoleónico. Nos sacudimos del chaquetón de la decadente monarquía española para abrazar con entusiasmo e ingenuidad el ideario revolucionario francés que creíamos superior y moderno. Esas nociones eran nuevas en Europa y aún más en estas naciones primíparas que entonces no existían. Intentamos, sin mucho éxito, imponer esquemas de gobierno que los mismos franceses fracasaron en implementar. Mientras Francia retornaba a la monarquía, nosotros quisimos ser democracias sin ninguna tradición ni experiencia histórica en la materia. No es entonces de extrañar que el siglo XIX y parte del XX hayan sido, en esta región del mundo, de gran inestabilidad y violencia política.
Cuesta mucho explicar en Europa que América es el “Extremo Occidente”. Somos, así no lo queramos reconocer, una proyección del mundo europeo que nos conquistó y colonizó. El pasado prehispánico, por atractivo e interesante que es, resulta muy lejano del hispanoamericano contemporáneo. Así les duela a los indigenistas, la realidad latinoamericana es mucho más cercana histórica y culturalmente a la tradición europea que a las civilizaciones anteriores a Colón. Un europeo que nunca ha estado en América rápidamente capta que el Viejo continente y el Nuevo mundo tienen un ADN común.
La razón de esta continuidad está en el proceso mismo de la Independencia. Al separarnos de España, desmontamos a martillazos el régimen colonial con todas sus particularidades y fortalezas. Son pocos los vestigios que quedan en nuestras instituciones de los tiempos prerrepublicanos. En materia institucional hubo sin duda una gran ruptura. Pero la Independencia fue, en esencia, el remplazo de la élite española por la dirigencia criolla cuya ascendencia, formación, valores y cultura era española. Nuestros próceres, Bolívar el primero de ellos, fueron formados en el espíritu hispánico que conquistó al Nuevo Mundo. La rebeldía contra la Corona estaba inspirada en la ansiedad que producía la decadencia gradual del modelo colonial español. Pero ninguno de ellos, ni siquiera los más radicales, desconocía el legado que España había dejado en el idioma, el cristianismo y el mestizaje cultural.
El marco de referencia de los patriotas hispanoamericanos fue esa España católica que veía a América como una más de sus numerosas comunidades. Por ello la diversidad de España, la que suma gallegos, vascos, castellanos, andaluces, extremeños, catalanes y todos los demás, incluye también a los “sudacas”. Somos la misma tradición, con sus virtudes y defectos.
*La versión original de este artículo se publicó en la "Revista Colombiana de Estudios Hispánicos".