Ambas deberían orientarse al bien, no al bien particular sino al bien en general. Nueva entrega de la alianza entre la Procuraduría y EL NUEVO SIGLO }
_________
Frente a los profundos cuestionamientos por la urgente necesidad de fundar las bases de una sociedad fraterna y en paz, se hace necesario revisar el vínculo entre ética y política. La corrupción es cada vez más evidente y toca todos los estamentos sociales. Tan es así que se ha generalizado la creencia de que la política está movida por intereses egoístas que lesionan el bienestar de las comunidades.
Esta desvalorización de la política se da, entre otras cosas, por las contradicciones entre los discursos y las acciones, por el incumplimiento de las promesas, por la ineficacia en los proyectos de gobierno, por el sectarismo y los intereses amañados de grupos o partidos políticos, todo lo cual hace que el ciudadano desconfíe de la política, en el sentido de que en teoría condena la honradez y la verdad, mientras en la práctica es la corrupción la que parece tener recompensa.
Lo anterior contradice la idea más genuina de la política que nos heredaron los hombres de la antigüedad griega, que pretendían con la política “encontrar la mejor forma de constituir un Estado y ésta será aquella constitución que le brinde mayores oportunidades para alcanzar lo justo y esto es el bien común”, dijo Aristóteles. Así pues, la política es la culminación de la ética, en el sentido de que el perfeccionamiento de la política descansa en la virtud del ciudadano (cf. Camps, 2011, p. 9). Es decir, en la política se encamina la vida de una sociedad hacia la justicia, la libertad, la igualdad, el respecto a la diferencia y la dignificación de la vida del hombre en sociedad.
Maquiavelo
Pero esta idea no fue siempre fija. En los albores de la modernidad, Maquiavelo (1469-1527) consideró que la política debe tener y aplicar sus propias leyes, pues es una relación de medios y fines; la política es el “arte de lo posible”. En la forma como Maquiavelo pensaba sobre la política estaba el supuesto de que la naturaleza humana se mueve por un sentimiento egoísta que anima la búsqueda de poder del hombre. Así lo dejó señalado en el capítulo xviii de su obra El príncipe (1513), donde afirma que “un príncipe prudente no puede ni debe mantener fidelidad en las promesas cuando tal fidelidad redunda en prejuicios propios (…) Nunca le falta a un príncipe razones legítimas para incumplir lo prometido” (citado en Fullat y Ferrer, 1987, p. 77), de ahí que la función del “príncipe” sea analizar la forma de obtener y conservar el poder, y que para este propósito se requiera que “el pueblo lo ame lo suficiente y a la vez le tema lo necesario”.
El pensamiento moderno, a diferencia de la tradición griega, centró la atención en el individuo y sus libertades: todos los hombres nacen libres e iguales. Hobbes (1588-1689) consideró que el hombre es animado por tres pulsiones: querer ser libre, querer ser ambicioso y temer a la muerte; y que es por ellas que se obliga a pactar con sus semejantes y delegar el poder político en el Estado o Leviatán, creación de los hombres para conseguir la paz y la autoconservación. Según esto, parece que el individuo vive en un estado de “guerra de todos contra todos” que, aunque parezca una ficción, se haría realidad si no existiera la ley de la espada (Camps, 2011, p. 24), que evita la vuelta de los individuos al estado de naturaleza.
No es tanto el miedo a la guerra lo que genera la unión de los hombres sino el principio racional que muestra en el mundo las desigualdades que debe evitar el pacto social. Los individuos transfieren su voluntad al Estado para que reunidas todas las voluntades sean una sola: “(…) por acuerdo cada hombre con cada hombre, como si cada cual dijera a cada uno de los demás: autorizo y renuncio a mi derecho a gobernarme (…) a condición de que tú a tú vez le cedas tu derecho y le autorices a actuar de la misma manera. Así surge el Leviatán (…) al que debemos nuestra paz y defensa”. (Hobbes, 1979, 2, 17).
Orientación
En el mundo moderno quedaron fracturadas las bases que unían la actividad política a los principios de la moralidad de un pueblo. No obstante, ética y política, en su aspiración esencial, deberían orientarse al bien, no al bien particular sino al bien en general. Así, frente a la crisis de la política solo queda desconfianza en las instituciones, en el Estado, los movimientos políticos, y queda expuesta la legitimidad de la democracia. No se puede avanzar hacia mejores sociedades con la desconfianza entre los hombres, de ahí que la política se oriente a la reestructuración de las rupturas entre los ciudadanos, el Estado, las instituciones, la sociedad y la economía, de ello depende que se preserven los principios de la moralidad.
Estos tiempos requieren una visión justa y respetuosa del desarrollo global y tecnológico, de las economías solidarias y del desarrollo humano sostenible, así como capacidad y transparencia en las instituciones sociales por medio de consensos sobre los ideales de desarrollo a escala humana, sistemas jurídicos que den cuenta de un auténtico Estado de derecho que brinde seguridad jurídica y proteja los bienes más básicos y fundamentales para el ejercicio de la libertad, con funcionarios públicos honestos y cumplidores de su deber.
Hoy, ante la desproporción del mercado y la economía, se requiere fundar las bases de un nuevo contrato, sustentado en los derechos humanos y en el ideal de una sociedad civil crítica y autónoma, con partidos políticos capaces de representar los ideales de una sociedad, como la colombiana, con una experiencia de décadas de violencia política y con profundas desigualdades sociales y culturales. Pues, ante todo, la democracia como sistema político -según Aranguren (1989) – “es un sistema de valores”.
* Profesor Titular Universidad Pedagógica Nacional. Director Instituto Nacional de Investigación e Innovación Social