Duque o la legalidad como palanca del cambio | El Nuevo Siglo
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Sábado, 6 de Abril de 2019
Unidad de análisis
El Presidente se esfuerza en fijar un modelo de gobierno distinto, con asiento en las instituciones. No ha sido fácil. Pero avanza en la dirección correcta.

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Este domingo el primer mandatario, Iván Duque Márquez, cumple ocho meses de mandato. Lo hace en medio de una coyuntura difícil, incluso con una creciente polarización política de por medio, pero con la pretensión, en buena medida inédita y en todo caso persistente, de recuperar la legalidad como mecanismo de cambio social en un país acostumbrado al atajo de las leyes, a la figura del presidente bombero y al pragmatismo lesivo de las instituciones a mediano y largo plazos.   

En efecto, Duque, a través de dar curso natural a las normas y a partir del ejemplo gubernamental, además con la serenidad personal que lo caracteriza, va imponiendo la idea de que en Colombia no hay vocación de futuro si se mantiene el viejo concepto de que todo es negociable, no importando los medios para conseguir los fines, según esa consigna maquiavélica, de hecho, hace tiempo adoptada como punta de lanza en varias esferas de la nación. Es decir, que es un cambio de cultura y de las costumbres, una modificación en la mentalidad, aunque muchos desmeriten el intento de elevar la legalidad de fundamento conceptual del nuevo país que asimismo busca el Presidente más joven de los últimos tiempos.

En alguna oportunidad le preguntaron al todavía igualmente joven y recién posesionado, Tomás Cipriano de Mosquera, cuál era su programa de gobierno y este contestó: “Cumplir la Constitución y las leyes”. Luego le insistieron: “Muy bien, ¿de nuevo cuál es su programa?”. Replicó: “Pues ese, nada menos que ese…”. Más adelante, en sus múltiples mandatos posteriores, Mosquera perdería el rumbo, pero hoy no hay duda de que Duque afianza su modelo en esa premisa aparentemente sencilla, aunque de largo alcance, que todos los mandatarios prometen llevar a cabo en el juramento de posesión pero que, por arte de la elasticidad legal entronizada, resulta un vaivén normativo rayano en el populismo.

Por demás, un populismo, bien de izquierda, bien de derecha, que privilegia el estado de opinión sobre el estado de derecho, el personalismo por encima del conjunto social, el disenso en vez del consenso, en suma, el temperamento conflictivo por sobre la estabilidad, todo lo cual se constituye en el peor enemigo de la democracia contemporánea. No hay en ello, pues, raigambre colectiva ninguna, sino que se vive al vaivén caprichoso de las polémicas circunstanciales, se adopta el Twitter de simplificación estatal y se van erosionando las instituciones de soporte social.               

Bajo esa onda antigua, la clase política le reclama hoy airada a Duque, disfrazando en el fondo eso que llaman gobernabilidad a cambio de participación, mientras que la oposición respalda de cierta manera las vías de hecho y se escuda en cuanto discurso recalcitrante. Pero en todo caso, Duque no ha cedido y ha aplicado cambios de fondo en el modelo y estilo de gobierno y, luego, en las políticas públicas. Por eso delinear esa modificación del rumbo del país no era cuestión de semanas ni dos o tres meses. Por el contrario, hoy está en plena marcha, pese a la resistencia que encuentra. Una plataforma que, no por sencilla, es difícil de adoptar tanto en cuanto aquel concepto de que el derecho propio encuentra sus límites en el derecho de los demás se ha desvirtuado en tantos años de inviabilidad y desgaste institucional.

Si bien era cierto, por otra parte, que un sector de quienes votaron por él esperaba por ejemplo un golpe de timón tan pronto llegara a la Casa de Nariño, el estilo del Jefe de Estado es distinto. Más que el efectismo en sus medidas, la beligerancia verbal a flor de piel y tener puestos los guantes todos los días para pelear con sus críticos –como solía acontecer -, Duque se ha inclinado por construir toda una estructura de mando con tono más bien institucional, buscando polarizar lo menos posible y, sobre todo, con la premisa de transmitirle al país que hay un gobierno que no necesita pulsos permanentes para enfatizar el rumbo prometido. Una estructura y estilo de mando que gira, como se dijo, en torno a la premisa de hacer de la legalidad el principio, medio y fin de su gestión. Y no en el sentido plano del término, puesto que es obvio que todos, y más el Jefe de Estado, deben adoptar la legalidad y encuadrarse dentro del marco normativo. No, legalidad entendida como un proceder sin contemporizaciones, ni ambages, así estos sean de algún modo aceptados en la tradición colombiana.

Hay un ejemplo que permite explicar mejor esta política: el anterior gobierno dialogó con las Farc mientras estas seguían atacando a civiles y Fuerza Pública. Lo hizo y la normatividad vigente se lo permitía. Solo avanzado el proceso hubo treguas unilaterales y luego bilaterales. Duque, por el contrario, pese a que podría hacer lo mismo porque le es permitido, exige que el mínimo para negociar con el Eln sea cero ataques a civiles y Fuerza Pública. Si no hay tales, nada de negociación. No obstante, en esa dirección, también ha llegado a propiciar causas, hoy aún no resueltas, sobre la comisión negociadora de esa agrupación todavía en La Habana.  

Sin embargo, para un país que viene de 16 años con dos mandatarios con un perfil y estilo totalmente distinto al de Duque, es claro que entender y asimilar el modelo de gobierno del actual Presidente no es fácil. Pero frente a ello, lo más interesante es que el Jefe de Estado ha decidido mantenerse en su línea, sin variarla pese a que las consecuencias le han generado fisuras en su propia coalición, varias derrotas en el Congreso y un aparente fortalecimiento de la oposición y los partidos independientes, así como controversias con aliados y contradictores a nivel internacional.

No al transaccionismo

Mantenerse en la premisa de la legalidad, con cada rama del poder público dedicada a sus labores, no le ha sido fácil al Gobierno. Por ejemplo, si hubiera aceptado dar más participación y representación directa a los partidos en el gabinete, es seguro que hoy la coalición parlamentaria oficialista sería de lejos más amplia. Sin embargo, afincado en la directriz de “cada lora en su estaca” y del no a la milimetría partidista, el Ejecutivo apenas pudo construir una alianza en el Congreso con mayorías muy ajustadas en Senado y Cámara, a diferencia de lo que todos los gobiernos antecedentes, después de la Constitución de 1991, hicieron en su momento, pues sus coaliciones eran verdaderas aplanadoras en el Parlamento. Desde luego, esto tiene sus pros y sus contras, y en el fondo también palpita un deseo excluyente en aquellos que luchan internamente por la sucesión de Duque y no quieren ver a pesos pesados compitiéndoles dentro del mismo gobierno, pero en lo que respecta al Primer Mandatario se denota la sinceridad en sus propósitos y el intento de dejar ese legado a las futuras generaciones.         

También es evidente que un gabinete con más tinte y representación política le habría evitado al Gobierno algunas derrotas en el Congreso como la ‘peluqueada’ drástica a la reforma tributaria (pedía $12 billones y solo le aprobaron $7,8 billones), el hundimiento de la reforma a la justicia, el aplazamiento del proyecto de las TIC y los múltiples atafagos que ha tenido que sortear para sacar avante proyectos como el Plan Nacional de Desarrollo.

Hoy, pese a las críticas desde múltiples flancos -incluso desde el propio Centro Democrático- a la supuesta debilidad del gabinete, Duque insiste en que no aplicará cambios en el mismo y menos caerá en lo que él denomina el “transaccionismo” con los partidos, ya sean oficialistas, independientes o de la oposición. Esa postura presidencial tiene un alto costo, al punto que hoy en el Parlamento hay una percepción generalizada del escaso margen de gobernabilidad de la Casa de Nariño. No obstante, parece pensar Duque, “París bien vale una misa”. Los que hablan de fragilidad o ausencia presidencial simplemente y en realidad no quieren asimilar el nuevo modelo.

La otra cara de la moneda, sin embargo, está en que Duque ha prometido un Pacto por Colombia, es decir, un acuerdo general sobre los grandes temas nacionales, pero aquello hasta ahora se ha quedado en enunciado. De suyo, el Plan de Desarrollo se compone, a su vez, de varios pactos sectoriales y no está del todo claro cuáles sean los mecanismos para llevar a buen puerto ambos objetivos.      

Ajuste a la paz

Otro de los campos en los que Duque ha preferido tramitar su iniciativa de cambio por la vía de la legalidad, antes que optar por el efectismo político, es el relativo a los ajustes al Acuerdo de Paz con las Farc, que fueron su principal bandera de campaña e imán para gran parte de los más de 10 millones de votos que logró.

Aunque los sectores más extremos de su partido esperaban que tan pronto Duque llegara al poder aplicara un ajuste de fondo al acuerdo correspondiente, e incluso reversara de entrada varios de sus puntos más controversiales, ello no ocurrió. Y no porque el Presidente se haya ablandado, sino porque simple y llanamente decidió tramitar el ajuste por la vía legal, en aspectos muy puntuales y sin la ostentación escandalosa que algunos querían.

La mayor prueba de ese estilo son las objeciones presidenciales que por inconveniencia política hizo al proyecto de ley estatutaria de la Jurisdicción Especial de Paz (JEP). Siendo claro que seis artículos de los 159 de esa norma en formación van en contravía de la conveniencia nacional, según su criterio de Jefe de Estado, presentó los respectivos reparos -en ejercicio de una facultad constitucional de hondas raíces en el ordenamiento institucional colombiano- y, pese a toda la controversia, al final hasta la propia Corte Constitucional aceptó la procedencia de la mismas y su debate en el Parlamento, aunque se reservó la competencia para volver a revisar el articulado antes de la sanción presidencial si llega a ser modificado.

Claro, a hoy la posibilidad de perder en el Congreso la votación de las objeciones es alta, por el ánimo de confrontación que exudan una mayoría de parlamentarios frente al nuevo modelo político de Duque, pero si ello ocurre sancionará la ley original sin problema, tal como fue aprobada por el Parlamento y según ha sido reiterativo desde un comienzo sin el fementido choque de trenes aducido por los opositores. Ya insistió que lo hará, pero en ese caso dejando constancia institucional de su desacuerdo en el mismo debate y no por la vía de acudir a esguinces normativos (como aquel de la extraña y polémica refrendación parlamentaria, por vía de una proposición secundaria, de un acuerdo de paz negado en las urnas). En la misma vía legal, Duque ya viene presentando, también, actos legislativos para ajustar la JEP, como el de los agresores sexuales de menores para que no sean cobijados por la justicia transicional. Así, los que temían o esperaban, en la izquierda y la derecha, a un presidente tomando decisiones atropelladas para “hacer trizas” el acuerdo, al final se equivocaron en sus previsiones. Si a Duque le aprueban alguna o algunas de las objeciones gana su ánimo de concordia por la vía de la legalidad y si se las niegan de plano, con toda la estridencia desbordada de la oposición, también gana porque no ha hecho de ello ningún punto de honor, sino que ha activado el cauce legítimo de las instituciones que es, a fin de cuentas, el núcleo central de su propuesta al país.      

Línea férrea

Como se ve, más allá de que se esté o no de acuerdo con esa premisa gubernamental de la legalidad como nueva formulación política, lo cierto es que Duque se apega a la misma, tenga las consecuencias que tenga, ya sea en el campo político, económico, partidista o de otra índole.

Por ejemplo, en el caso de la Minga del Cauca, que desembocó en un bloqueo de más de tres semanas a la vía Panamericana, la postura del Gobierno ha sido clara: el Presidente va a la zona solo cuando cesen las vías de hecho. Se ha dialogado, sí, pero dejando en claro que la institución presidencial no terminará subordinada a la presión de la violencia o la mayor o menor capacidad de afectación o desestabilización de tal o cual protesta o paro. Duque no es, efectivamente, autoritario ni tampoco laxo, como lo demostró en el diálogo con los estudiantes en que se pudo llegar a acuerdos con la máxima instancia posible en el país, luego de que ellos mismos descartaran a los encapuchados y los vándalos. En el caso de la Minga indígena no ha querido Duque, asimismo, recurrir a una distorsión del principio de autoridad, lanzando las tanquetas y las fuerzas de choque, pero sí se ha parado en la línea de que no habrá concertación, con su presencia, hasta que no esté restablecido el Estado de Derecho y se le dé el carácter ajustado a la legalidad a la protesta social.

Igual ocurre con la lucha contra al consumo de alcaloides. Dictó un decreto que restringió el porte de la dosis mínima personal de narcóticos en espacios públicos. Pese a que los contradictores dijeron que violaba jurisprudencia constitucional y hubo múltiples tutelas al respecto, sigue vigente. De igual manera fue a la Corte Constitucional, con argumentos, a pedir que se le autoricen de nuevo las fumigaciones aéreas con glifosato a los narcocultivos, porque en todo caso depende de los protocolos que adopte el alto Tribunal. También restringió más acuerdos con los campesinos para sustitución pagada de los cocales… En todas esas medidas está claro un cambio de enfoque frente a cómo abordar y combatir los cultivos ilícitos, sobre todo frente a la política más flexible precedente. Un cambio de enfoque basado en la aplicación irrestricta de principio de legalidad al estilo Duque y las causas de conveniencia política que, en síntesis, son la razón de ser de cualquier mandatario.

La extradición es otro de los elementos diferenciadores de esa política. Ejemplo cercano el caso ‘Santrich’, ya que el Gobierno le ha insistido a la JEP que defina de una vez por todas la fecha del delito imputado al excabecilla guerrillero que es pedido por la justicia norteamericana, de forma tal que el caso pase a conocimiento de la Corte Suprema. Si allí hay luz verde, la Casa de Nariño ha sido clara: será extraditado pues incumplió el acuerdo de paz y reincidió en el delito. Duque sabe que, más allá de tanto ir y venir, las instituciones tendrán necesariamente que terminar actuando pese a las dilaciones de bulto.  

Venezuela es otro ejemplo claro de cómo Duque hace del concepto de legalidad su norma de comportamiento como lección social democrática. Ha participado activamente de toda la estrategia internacional para sacar del poder al régimen dictatorial de Nicolás Maduro, apoyando incluso al presidente interino Juan Guaidó, pero se ha cuidado de hacerlo dentro de los cánones del derecho público internacional, incluyendo la Carta Democrática de la OEA, y esquivando, de paso, cualquier posibilidad de respaldar o ser cómplice activo o pasivo de una incursión militar o una acción unilateral de fuerza, que es una de las opciones que Estados Unidos mantiene como posibilidad en cuanto a Caracas.

Como se ve, no ha sido fácil la insistencia del gobierno Duque en defender la legalidad como su hoja de ruta. Lo cierto, en todo caso, es que en la última encuesta su imagen favorable estaba casi en 50%, lo que para quienes quieren disminuirlo es una verdadera derrota, después de que por un exceso de ortodoxia quiso imponer el IVA a la canasta familiar en un 18% y produjo un tremendo bache en la sintonía popular del cual hoy parece recuperado.

En ese orden de ideas, resultaría evidente que al Presidente de la legalidad no le está yendo como sus críticos consideran, aunque todavía tiene mucho trecho en la tarea pedagógica de explicar que las cosas cambiaron y que la mejor vía para sacar avante al nuevo país, pese a tanta reacción, es aquel dictamen tan sencillo, pero tan difícil, de Tomás Cipriano de Mosquera: el mejor programa de gobierno para Colombia es aplicar la Constitución y las leyes.