Culpar a esta figura de muchos vicios proselitistas es, además de arriesgado, muy ingenuo
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Quince años después de haber sido creado por la reforma política de 2003, el voto preferente para las elecciones de Congreso, asambleas, concejos y juntas administradoras locales parece tener ya los días contados.
En la ponencia mayoritaria radicada esta semana sobre el proyecto de reforma política ese es uno de los pocos puntos en los que parece existir consenso entre las bancadas.
Abundan las razones para acabar con la posibilidad de que el ciudadano pueda escoger a quién le da el voto en una lista de candidatos a cuerpos colegiados y mejor sufraga por una lista cerrada partidista. Una de las más reiteradas es que el voto preferente terminó siendo un factor de corrupción, politiquería y encarecimiento funesto de la actividad proselitista, por cuanto el aspirante a salir elegido tiene que invertir ingentes cantidades de dinero para poder clasificar a una curul. De igual manera se advierte que este tipo de voto ha impedido la consolidación programática y la disciplina partidista, ya que cada candidato o elegido funciona como una rueda suelta, una especie de ‘microempresa política’ que gestiona unilateralmente para asegurar un triunfo en las urnas y, después, incurre en anomalías para devolver favores -la mayoría non sanctos- a quienes le financiaron la campaña, por lo general contratistas y representantes de intereses privados.
En ese orden de ideas, los partidarios de acabar el voto preferente consideran que por esa vía se disminuirán de forma sustancial fenómenos como la compraventa de votos, el clientelismo político, la sospechosa conexión elegidos y contratistas, la financiación ilegal, la violación de topes de donaciones, el reciclaje de los ‘clanes’ regionales y locales, el encarecimiento de la actividad proselitista, la dispersión ideológica y programática de las colectividades, el ‘carrusel’ de los avales, la explosión de partidos o movimientos políticos de ‘garaje’…
En fin, acabar con el voto preferente pareciera ser una especie de panacea para la depuración de las costumbres políticas en Colombia. La pregunta, sin embargo, es una sola: ¿es esta figura la madre de todos los vicios y corruptelas proselitistas?
Descargos
Lo primero que habría que advertir es que al voto preferente le están achacando culpabilidades y responsabilidades que no le corresponden directamente o que, al menos, no se garantiza que desaparezcan si se opta, como lo propone el proyecto de reforma política, por hacer obligatorias las listas de candidatos cerradas y bloqueadas.
Por ejemplo, el voto preferente no es el culpable de la falta de disciplina partidista como tampoco de la ausencia de unidad de criterio en las bancadas. Esta falencia tiene, en realidad, su génesis en que el llamado “voto programático”, que debería garantizar que salga quien salga elegido en una lista defenderá determinada ideología, proyectos y posturas políticas, es hoy por hoy un ‘rey de burlas’.
Tampoco es el voto preferente el culpable de que el régimen de bancadas no se aplique a rajatabla en los partidos, ya se trate de acciones en el Congreso o de asambleas y concejos.
Resulta también ingenuo creer que con solo acabar con el voto preferente e imponer las listas cerradas y bloqueadas desaparecerá la danza de los millones de la financiación electoral subrepticia.
Es claro, por simple lógica, que los líos con la financiación se trasladarán del día de las elecciones generales al día de las consultas internas (uno solo para todas las colectividades) que cada partido debe realizar para confeccionar sus respectivas listas. Aunque se está hablando que el orden de los aspirantes en las respectivas planchas para Senado, Cámara, asambleas o concejos se podría determinar también por encuestas o convenciones, es claro que ir a las urnas es la herramienta más democrática, directa y participativa que puede existir. No se puede, en modo alguno, volver a la época de la ‘política del bolígrafo’, en que las cúpulas partidistas eran las que determinaban quién aspiraba y quién no.
Igual no es culpa directa del voto preferente que en 2015 más de 8.100 candidatos no presentaran informes de ingresos y gastos. Tampoco es responsable de los 1.212 casos de publicidad ilegal. Ni de los 679 políticos condenados entre 1991 y 2017 por corrupción. Y mucho menos de que personas que donaron a las campañas hayan recibido, luego, en contratos oficiales más del 100% del monto de lo aportado a candidatos…
Más acusaciones
¿Es culpable el voto preferente de la gran cantidad de votos anulados o sin marcar que se presentan en las elecciones de cuerpos colegiados? Nadie puede asegurar o negar esta circunstancia.
Según datos de la Misión de Observación Electoral (MOE) en marzo pasado hubo más de un millón de votos nulos al Senado y más de millón y medio a la Cámara. Sin embargo, 2018 tiene la menor proporción de votos nulos desde 2006. Incluso, es la primera vez en 12 años que Colombia está por debajo del 10% de votos anulados en ambas cámaras legislativas.
Ahora bien, antes de 2006 el nivel de votos nulos era inferior al 5%, lo que puede tener que ver –según la MOE- con la confusión generada por el cambio del diseño de tarjetón desde ese año, cuando los números reemplazaron a las fotos de los candidatos.
Como se ve, acabar con el voto preferente no es la panacea que se quiere mostrar como solución mágica a los vicios políticos en Colombia. Sobreviva o no, es más importante una capacidad real y eficaz del Estado para detectar financiación ilegal de las campañas. Que el Consejo Nacional Electoral, la Registraduría o la institucionalidad que se cree por virtud de la reforma, tengan ‘dientes’ para detectar y combatir la compraventa de votos, el trasteo de electores, el fraude o asegurar una eficiente pedagogía electoral ciudadana. Poco se avanzará en transparencia si los partidos no carnetizan a sus afiliados ni se democratizan realmente. Mientras la asignación de avales tenga un alto componente de discrecionalidad, muchos aspirantes se quedarán por el camino. Incluso resulta más importante una legislación proactiva para detectar y castigar el conflicto de intereses entre elegidos, financiadores y contratistas…
Puede que el voto preferente tenga vacíos, pero de allí a pensar que con acabarlo la política se depurará sustancialmente, hay mucho trecho. Es apenas una pieza entre muchos cambios urgentes que urge el sistema político y electoral en Colombia.