Mucho ha pasado desde aquel 2 de octubre en que contradictores y partidarios del acuerdo de paz midieron fuerzas en las urnas, luego de una campaña agria. Lo que vino después y qué pasa a doce meses.
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Un año después de la votación del plebiscito refrendatorio del acuerdo de paz entre el gobierno Santos y las Farc, hay varias lecciones que todavía siguen marcando la realidad colombiana. Lecciones, unas advertidas con anterioridad y otras sobrevinientes, que explican por qué el país continúa polarizado entre partidarios y críticos del pacto habanero.
La antesala de la cita en las urnas había sido muy accidentada, no solo porque el país se mantenía dividido en torno al acuerdo de paz, sino porque la negociación en Cuba ya estaba a punto de cumplir cuatro años, lo que había disminuido el apoyo a la misma, en tanto que el desgaste e impopularidad gubernamental y presidencial crecían.
Mientras que se esperaba el cierre de las tratativas en La Habana, el Gobierno había cambiado de estrategia frente al mecanismo a utilizar para cumplir con la promesa de que habría refrendación popular de lo pactado con la guerrilla.
Contra viento y marea, las mayorías parlamentarias gubernamentales habían aprobado en el primer semestre un sui generis proyecto de “plebiscito especial de paz” que no sólo rebajó el umbral de participación del 50 al 13% del censo electoral (que se convirtió también en umbral de aprobación), sino que, además, determinó que sus resultados serían vinculantes para las tres ramas del poder público: Ejecutiva, Legislativa y Judicial.
La viabilidad de ese mecanismo se hizo más patente luego de que el 18 de julio del año pasado la Corte Constitucional emitiera un fallo de exequibilidad, aunque con dos cambios sustanciales. En primer lugar, que los resultados sólo serían obligatorios para el Gobierno y no para el Congreso y la Rama Judicial. Ese aspecto no sólo debilitaba la fuerza del dictamen popular, sino que abría premonitoriamente el camino a un extraño salvavidas al acuerdo más adelante. Y, en segundo término, el alto tribunal determinó que no se financiaría la campaña de abstención, dándole así un duro golpe a los opositores del acuerdo de paz que aspiraban a impulsar una causa en ese sentido, al tener ese reducido umbral del 13% el doble carácter de piso mínimo de aprobación y participación.
Aunque las Farc insistían en que mejor se citara una asamblea constituyente, fue claro que la disminución drástica del umbral y las encuestas que evidenciaban que el Sí ganaría por amplio margen, terminaron por convencer a la guerrilla de que esa era la mejor vía para salvar un acuerdo de paz que había terminado de negociarse en junio de ese 2016 y había sido firmado, en la noche del 24 de agosto, por los jefes negociadores en La Habana.
Precisamente, un día después, Santos envió la copia del acuerdo al Congreso y radicó la carta pidiéndole autorizar la convocatoria del plebiscito. Y, de paso, ordenó un cese el fuego bilateral con las Farc.
Vino, entonces, una de las campañas más duras de los últimos tiempos en Colombia. Los partidarios del No acusaban al Gobierno no sólo de utilizar el aparato estatal para impulsar la aprobación del plebiscito, sino de estar repartiendo ‘mermelada’ presupuestal a manos llenas y de millonarias inversiones publicitarias a favor del Sí.
Desde las toldas oficialistas se señalaba al uribismo y compañía de estar haciendo ‘guerra sucia’ en la campaña, asustando a la ciudadanía con argumentos falsos sobre millonarios sueldos a las Farc, curules gratis en el Congreso, reforma agraria a las malas e impunidad total a sus crímenes más graves.
Todo ello mientras las Farc se mantenían en sus campamentos, sin ningún tipo de limitación ni concentración territorial, lo que llevaba a la oposición a denunciar que se estaba rumbo a un “referendo armado”.
Había grandes contrastes en la campaña. Y no era para menos, ya que todas las encuestas, sin importar la firma o la metodología, daban por ganador al Sí sobre el No, con ventaja incluso de 20 o más puntos porcentuales.
El día de urnas
La votación de aquel 2 de octubre de 2016 no sólo sorprendió a propios y extraños, sino que puso de presente que la forma en que se negoció por más de cuatro años en la capital cubana, lejos de unir a los colombianos en pos del anhelo inapelable de alcanzar la paz y poner fin a 50 años de guerra atroz, los terminó dividiendo casi que por mitades iguales.
Fueron 13.066.047 personas que acudieron a las urnas ese domingo, de un total de 34.899.945 habilitadas para votar. Es decir, que pese a la importancia trascendental de manifestarse a favor o en contra del primer pacto de paz negociado y firmado con la guerrilla más antigua del país, sólo un 37,43% de los ciudadanos acudió a las urnas. Sin duda, un índice de abstención bastante alto, inferior casi entre 14 y 15 puntos porcentuales a la participación promedio en los comicios parlamentarios y presidenciales.
La segunda sorpresa de la jornada fue la votación: hubo 12.808.858 votos válidos, 86.243 no marcados y apenas 170.946 nulos. Para no pocos analistas, el bajo volumen de estos dos últimos, evidenciaba que aunque sólo fueran a las urnas un poco más de un tercio del censo electoral, los que lo hicieron tenían muy claro qué iban a marcar en el tarjetón.
Y el tercer hecho que marcó ese ejercicio ciudadano inédito fue el resultado de la votación: por el Sí se inclinaron 6.377.482 ciudadanos (el 49,78%) y por el No un total de 6.431.376, (el 50,21%). Es decir que quienes negaron en las urnas el acuerdo de paz con las Farc, que había sido firmado seis días antes, en una ceremonia histórica en Cartagena, ante un sinnúmero de personalidades nacionales e internacionales, ganaron por el escaso margen de 53.894 votos. Es decir el 0,43%.
Los temores en torno a que no se alcanzara el umbral mínimo de participación y también de aprobación, que era de 4.536.992 votos, quedaron despejados.
El resultado electoral sorprendió por igual a partidarios como a los contradictores del acuerdo de paz. A los primeros no solo porque fracasaron estruendosamente todas las encuestas mostraban que el Sí ganaría por más de 20 puntos porcentuales de ventaja, sino porque no se entendía de dónde salieron tantas personas que no compartían lo pactado. Y, a los segundos, porque ni los más optimistas apostaban a que el No podría imponerse, conscientes incluso de que se les había tachado de “enemigos de la paz”.
Quizá, por lo mismo, muchos recuerdan que esa noche del 2 de octubre el país se encontraba sumido en un ambiente de estupefacción e incertidumbre, en donde ni los ganadores se atrevían a lanzar las campanas al vuelo, ni los perdedores se resignaban ante el dictamen popular…
Mientras que el presidente Juan Manuel Santos, visiblemente sorprendido y golpeado, salía a aceptar una derrota que nunca había siquiera contemplado, el jefe más connotado del No, el expresidente Álvaro Uribe, reaccionaba también cautelosamente. Uno y otro sabían que cualquier expresión o palabra fuera de lugar podría tener implicaciones muy grandes en medio en una opinión pública que aquella noche dominical se devanaba los sesos tratando de explicar qué pasó y cuál era el camino a seguir.
Interrogantes
Un año después de que el plebiscito refrendatorio de paz fuera negado en las urnas, es claro que hay una serie de conclusiones que se pueden sacar y que explican, de paso, mucho de lo que ha pasado en estos doce meses y lo que se avizora a corto, mediano y largo plazos.
¿Se respetó el dictamen popular? No. Los múltiples pronunciamientos de Santos y compañía en torno a que si ganaba el No se entendería por negado el acuerdo negociado en La Habana, quedaron en el aire. En realidad era tal la ventaja que ofrecían las encuestas que esas promesas de “apague y vámonos” eran fáciles de hacer porque –se creía- que el Sí arrasaría y el riesgo de que ganara el No era muy bajo.
“Antes, durante y después del plebiscito ha faltado un acuerdo político amplio e incluyente alrededor del acuerdo de paz”
Sin embargo, conocido el resultado fue claro, esa misma noche del 2 de octubre, que el Presidente anunció que si bien acataba el dictamen popular abriría de inmediato una ventana de diálogo con los contradictores con el fin de buscar vías para salvar el proceso.
¿Los del No hicieron respetar el dictamen popular? No. Durante la accidentada campaña en la que se acusó al Gobierno de mover billonarias sumas y ‘mermelada’ presupuestal a montones para favorecer al Sí, el uribismo y muchos otros sectores críticos de lo pactado en La Habana habían indicado que si ganaban se entendería por negado el acuerdo de paz y habría que partir de cero una nueva negociación más equilibrada y férrea por parte del Estado. Pero tras el resultado de las urnas, muy pocas voces apostaron por el “borrón y cuenta nueva” con las Farc, y tanto los expresidentes Uribe y Pastrana, así como la excandidata Marta Lucía Ramírez, el exprocurador Alejandro Ordóñez y otros sectores que habían jalonado el No, se mostraron dispuestos a participar del diálogo propuesto por Santos para “ajustar” el acuerdo habanero.
¿Se ajustó el acuerdo firmado con las Farc? No a fondo. Si bien Uribe, Pastrana y compañía fueron a la Casa de Nariño y se abrió un gran diálogo nacional para tratar de “ajustar” muchos aspectos sensibles de lo negociado, al final de cuentas las propuestas que se consolidaron en la capital del país y se llevaron a la mesa de La Habana fueron aceptadas solo en aspectos menores y poco sustanciales. Es más, cuando el uribismo y compañía esperaban que el Gobierno volviera de Cuba para informar cuáles “ajustes” aceptaba la guerrilla y cuáles no, el Ejecutivo anunció intempestivamente que ya se habían renegociado estos puntos en la Mesa y que se daba por cerrada esta etapa de diálogo nacional. Ante ello la oposición no solo denunció que les habían hecho “conejo”, sino que los aspectos más de fondo y sustanciales que llevaron a la victoria del No en las urnas fueron desconocidos en esa renegociación Gobierno-Farc en La Habana a puerta cerrada.
Lo cierto es que no se “ajustaron” ni aceptaron las exigencias en cuanto a disminuir los amplios márgenes de impunidad y de cero cárcel para las Farc que contemplaba el sistema de justicia transicional negociado; tampoco se restringió la posibilidad de que los culpables de delitos graves pudieran participar en política; menos se establecieron mecanismos efectivos para que los cabecillas y el pie de fuerza subversivo devolvieran las fortunas ilícitas; nada tampoco para obligarlos a revelar toda la cadena del narcotráfico que manejaban; no se desmontaron los puntos negociados que permitían juzgar a los civiles, militares y policías bajo el mismo sistema excepcional aplicado a las Farc; ni se derogaron los artículos que afectaban la propiedad rural y ponían en la mira a los “terceros tenedores de buena fe”…
¿El renegociado acuerdo se sometió de nuevo a la ciudadanía? No. El Gobierno y sus afines sabían que tras la ruptura del diálogo nacional con el uribismo y los sectores del No, el riesgo de perder de nuevo en las urnas era muy alto. Incluso, sectores que habían hecho campaña por el Sí tomaron distancia del fondo y la forma de la renegociación en La Habana, advirtiendo, de un lado, que no se podía desconocer el dictamen popular del plebiscito y, de otro, que intentar esa vía podría aumentar de forma sustancial la oposición al proceso de paz y profundizar peligrosamente la polarización del país.
Sin embargo, el Ejecutivo hizo caso omiso de todas esas advertencias y, de un momento a otro, en una maniobra que muchos sectores descalificaron por ilegal e inédita, se inventó la tesis de que el Congreso podía ser también un escenario legítimo de refrendación del renegociado acuerdo. De esta forma, contra viento y marea, se optó por cambiar la democracia directa y participativa por la indirecta y representativa. Así, entre el 29 de noviembre y el 1 de diciembre, las mayorías parlamentarias gobiernistas aprobaron una “proposición” mediante la cual se adoptó como política pública el acuerdo de paz y se ordenó al Gobierno arrancar su implementación.
A mediados de diciembre la Corte Constitucional le daría vía libre al acto legislativo que creaba el ‘fast track’, es decir el mecanismo de vía rápida legislativa para tramitar leyes y actos legislativos que desarrollarán el acuerdo de paz. De paso, el alto tribunal, en una sentencia sin antecedentes, dijo que la refrendación parlamentaria tenía la misma fuerza que la refrendación popular. Se selló, así, el polémico salvavidas al acuerdo que había sido negado en las urnas el 2 de octubre.
¿El acuerdo de paz tuvo, entonces, el camino libre? No y la razón es muy sencilla: la negociación de paz se hizo sin concitar un acuerdo político nacional y amplio. La campaña del plebiscito refrendatorio tampoco fue el escenario para ese gran pacto. Tras la debacle en las urnas del Sí, el diálogo nacional que se abrió apenas si duró algunas semanas y se rompió. La refrendación parlamentaria fue un pulso, de nuevo, entre partidarios y contradictores del acuerdo… Todo ha sido una medición de fuerzas más que concitar la unión de voluntades.
A hoy es claro que el Congreso pudo empezar a tramitar leyes y reformas constitucionales para la implementación normativa, empezando por la amnistía a los subversivos y luego la creación de la Jurisdicción Especial de Paz (JEP). El Presidente de la República expidió decenas de decretos en el mismo sentido. Las Farc se concentraron territorialmente y en un lapso de seis meses se desarmaron, al punto que hoy ya se convirtieron en un partido político… Sin embargo, de forma paralela la CPI puso su alerta tempranera en los amplios márgenes de impunidad que aplicaría la JEP; la extensión de narcocultivos se triplicó; hay más de 500 guerrilleros disidentes; crecen las denuncias sobre fortunas escondidas de esa guerrilla y más de 300 ‘colados’ entre los reinsertados; la Corte Constitucional ya ha tumbado varios decretos y flexibilizó el ‘fast track’…
Pero, sobre todo, la polarización alrededor del acuerdo de paz es mayor hoy que hace un año. El plebiscito evidenció la división nacional alrededor, no de la paz pues todos la quieren, sino del acuerdo de paz firmado. Un año después, el panorama sigue igual e, incluso, peor. Hay acuerdo de paz en marcha, pero no reconciliación ni pacto nacional. Una lección no aprendida.
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