Paz, guerra y urnas: 4 meses para definir | El Nuevo Siglo
Domingo, 4 de Agosto de 2013

Es arriesgado vislumbrar qué puede pasar en los últimos doce meses del presidente Santos en la Casa de Nariño o la posibilidad de que opte por otro mandato. En realidad todo dependerá de lo que pase de aquí a noviembre y, sobre todo, del día a día del proceso de paz y el clima de orden público. Análisis

 

El último año del gobierno del presidente Juan Manuel Santos se puede abocar de dos maneras distintas. Se puede decir que se trata de escasos doce meses para cerrar una administración que si bien tiene mucho que mostrar, también arrastra una serie de tareas pendientes que la opinión pública tiene muy presentes.

Pero también se podría decir que este último año de mandato del actual Jefe de Estado es, en realidad, el primero de un quinquenio que, en mayo del próximo año, tendrá la prueba de fuego en las urnas, cuando muy seguramente Santos se juegue por la reelección.

¿Cuál de las dos ópticas debe primar? Aunque en el papel suene como imposible, lo cierto es que no es posible analizar cada escenario por separado. Es claro que en la medida en que la Casa de Nariño vaya chuleando el cumplimiento de sus principales metas y haciendo más visibles los logros de su gestión, la posibilidad de que en noviembre próximo Santos se convierta en un Presidente-candidato es muy alta.

Pero al mismo tiempo, si en los próximos cuatro  meses las falencias del Ejecutivo se hacen más evidentes, sobre todo en lo relacionado con el rumbo que tome el proceso de paz con las Farc y el cordón umbilical que une esas negociaciones con los altibajos en materia de conflicto armado, es muy posible que al cierre del año el Jefe de Estado pueda considerar que es muy alto el riesgo de lanzarse a buscar un nuevo cuatrienio. Si el Primer Mandatario no ve claro el panorama, no se aventurará a la eventualidad de una derrota. Eso parece claro.

Por lo mismo, es obvio que a partir de este miércoles 7 de agosto los tiempos gubernamentales tengan que dividirse, como mínimo, en dos estadios o instancias.

 

Primera instancia

 

Una primera es la comprendida de aquí a la última semana de noviembre, cuando la Ley de Garantías Electorales exige que el Presidente en ejercicio comunique de manera escrita y oficial al Consejo Nacional Electoral si optará por postularse a la reelección.

Para saber qué puede pasar en este primer lapso lo que hay que tener claro es cómo arranca el Jefe de Estado. Las encuestas, como se sabe, se asemejan a una fotografía y así deben ser analizadas, más allá de los antecedentes y los pronósticos.

El último de los sondeos se conoció el viernes pasado. Según el estudio de la firma Ipsos Napoleón Franco un 60% de los consultados no está de acuerdo con la reelección de Santos y sólo un 34% apoyaría la búsqueda de un segundo mandato.

Este resultado debe analizarse con cabeza fría. De un lado es claro que la posibilidad de repetir para el Presidente no parecería muy alta. Pero también debe sopesarse que esta encuesta se realizó en una semana en donde la opinión pública se encuentra impactada por dos hechos muy notorios: paros como el del Cataumbo y el minero, y el anuncio de otros más el 19 de este mes (algunos de ellos con evidente infiltración guerrillera), así como la indignación nacional por el asesinato de 19 militares en Arauca y Meta por parte de las Farc, la misma guerrilla cuyos voceros en la Mesa de Negociación, en La Habana, no sólo se niegan a admitir sus delitos y reparar las miles de víctimas, sino que, además, hablan y actúan con prepotencia, exigiendo desde impunidad total, curules automáticas en el Congreso y hasta la necesidad de conservar las armas después de firmar una salida negociada a la guerra.

En otras palabras, todas las encuestas que se revelen en estos días, y que serán miradas por muchos analistas como un banderazo para la campaña reeleccionista, en realidad no reflejan de la forma más fiel el clima de la opinión.

Y para la muestra un botón: la misma encuesta que dijo que el 60%  de los consultados no quiere la reelección, evidenció que la imagen presidencial subió frente a la medición de abril un dos por ciento, hasta llegar a un 49%. Igual ocurrió con el porcentaje de satisfacción con la gestión del Gobierno, que pasó de un 42% al 45%.

También debe tenerse en cuenta que otros sondeos de opinión recientes siempre que ponen a Santos a competir con los precandidatos del uribismo, del Polo (Clara López) y otros nombres de posibles aspirantes a la Casa de Nariño, dan como resultado que el Presidente los aventaja con más de 20 o 25 puntos de distancia. Incluso, quienes más se le terminan acercando en las encuestas sobre preferencias electorales presidenciales para 2014, terminan siendo Germán Vargas Lleras o el general (r) Óscar Naranjo, que hoy son las cabezas de la Fundación Buen Gobierno, el cuartel general de la campaña reeleccionista. Es más, tanto el ex ministro de Vivienda como el ex director de la Policía continúan encabezando las barajas, pero de posibles fórmulas vicepresidenciales.

¿Cómo entender, entonces, indicadores que parecieran en contravía?

La respuesta está en otra de las respuestas de la encuesta: el apoyo al proceso de paz con las Farc bajó del 63% al 59%, en tanto que la desaprobación a la negociación subió del 37% al 41%. También aumentó el pesimismo de los consultados en torno a si estas tratativas acabarán con la guerra interna: un 54% no cree que esto lleve a buen puerto.

 

Las claves

 

¿Qué significa todo lo anterior? Sencillo, que el proceso de paz va a marcar, quiérase o no, no sólo el rumbo del gobierno Santos sino su posibilidad de reelección. El resto de temas, por más importantes que sean, terminarán siendo secundarios o eclipsados frente al hecho cierto de que el termómetro político del país en estos momentos pasa por lo que se negocia en La Habana y lo que pasa en el país frente a la evolución del conflicto armado.

Más allá del avance en todo el plan de infraestructura; o que la industria logre levantar cabeza; se mantenga o no la tasa de desempleo en un dígito; sean cuales sean los avances o retrocesos en la política agraria y en programas clave como la restitución de tierras a desplazados; pase lo que pase con las reformas al sistema de salud y pensiones; sin importar lo que ocurra con el PIB en el tercer trimestre, como tampoco los vaivenes del dólar, la inflación, el impacto de los TLC; más allá del efecto político y electoral de la entrega de miles de viviendas gratis; sobreviva o no la coalición de Unidad Nacional al día a día de la campaña por el Congreso y su derivación presidencial; por más que tenga eco la nueva estrategia de defensa de Colombia ante el lesivo fallo de La Haya sobre las aguas circundantes en San Andrés; por encima de los resultados de la lucha frente a la minería ilegal, el narcotráfico y otros flagelos; aumente o no el recaudo tributario; sean graves o no los desarrollos de escándalos de corrupción o la captura de funcionarios o exfuncionarios públicos; apruebe, sí o no, el Congreso temas como la cárcel para conductores borrachos; más allá de las decisiones que tomen las altas cortes judiciales sobre casos de alto impacto público;  se clasifique la Selección Colombia al Mundial… En fin, todo lo que ocurra de aquí a noviembre  quedará supeditado a lo que pase en materia de paz y guerra, al menos en lo que se refiere a la puja por la sucesión en la Casa de Nariño.

No en vano el propio Santos dijo el jueves pasado que “la dinámica misma del proceso indicaría que la persona más comprometida con el proceso sería la más indicada para que el proceso continúe. Y las garantías para que el proceso sea exitoso, si hay acuerdos, pues esté en manos de la misma persona que lo inició".

También agregó -en una muestra clara de lo consciente que está frente al hecho de que su futuro político está amarrado al proceso de paz- que asumió “ese riesgo, no se le puede achacar ese fracaso a nadie más sino al Presidente que fue el que tomó la decisión, y espero no fracasar por supuesto”.

Es más, tiene mucha implicación que, incluso, haya dejado entrever que ya noviembre no es una fecha fatal para que de La Habana salga un acuerdo más concreto: “Si se demora un par de meses más no es grave. Si las campañas electorales comienzan en la mitad del diálogo tampoco es tan grave, eso no tiene ninguna consecuencia negativa”.

Y, por último, para despejar cualquier duda  sobre el cordón umbilical que une el proceso de paz y la puja proselitista, el Presidente dijo enfáticamente: “Lo que inexorablemente va a suceder es que la paz se convierta en uno de los temas de la campaña presidencial, gústenos o no eso va a suceder”.

No hay que olvidar que también fue el propio Santos quien el pasado 20 de julio, en la instalación de las sesiones del Congreso, insistió en que se la “jugaba por la paz”. También en otras intervenciones señaló –en una tácita alusión al expresidente Uribe, sus precandidatos y toldas- que había unos “señores de la guera” y “corsarios” que se la pasaban disparándole al proceso de paz o apostándole a su fracaso.

 

Deja Vu… colombiano

 

¿Entonces, qué puede pasar de aquí a noviembre? En realidad nadie lo sabe, en gran parte porque lo que ocurra con el proceso de paz no depende tanto de la voluntad de paz del Gobierno o la fortaleza de las posturas de la oposición al mismo, sino que el desarrollo de los acontecimientos está en cabeza en muy alto porcentaje de lo que definan o hagan las Farc.

Y no es la primera vez que ello ocurre. Por ejemplo, en el primer trimestre del 2002, el proceso de paz entre el gobierno Pastrana y las Farc se encontraba en medio de altibajos constantes. Y acéptese o no, la suerte de los entonces candidatos presidenciales se movía al mismo ritmo. Serpa, claro partidario de la continuidad de las tratativas que se desarrollaban en el Caguán, aunque introduciéndole correctivos, le llevaba mucha delantera a quien, en la otra orilla, lideraba la opción contraria: optar por la mano dura militar para reducir a la guerrilla.

La evidencia de que el proceso de paz está unido como cordón umbilical a la campaña presidencial quedó al descubierto en los días que siguieron a ese 20 de febrero, cuando el presidente Pastrana decidió romper las negociaciones. Álvaro Uribe, que apenas si figuraba con 5% en las encuestas, empezó a subir de una forma exponencial en las encuestas, mientras que Serpa se descolgó poco a poco. Así, en cuestión de algunas semanas, la posibilidad de que el exsenador antioqueño ganara incluso en primera vuelta pasó de ser un albur a una realidad casi indebatible. ¿Si el proceso de paz se hubiera mantenido, la realidad electoral pudo haber sido otra? Lo más posible es que sí.

Igual escenario, aunque con distintos actores y una ecuación del conflicto distinta (hoy las Farc están más debilitadas y el Estado más fuerte), se presenta hoy. Las que asoman como las dos principales opciones en las presidenciales (Santos y el candidato del uribismo) se enfrentan bajo las banderas de la paz o la guerra.

¿Cuál es la más fuerte? Depende de las circunstancias del día a día. Las mismas encuestas que un mes evidencian que el apoyo a las negociaciones en La Habana va en aumento o se mantiene alrededor del 60%, a la siguiente medición, impactada la opinión pública por los ataques de la guerrilla o actitudes prepotentes de los negociadores subversivos, muestran un pesimismo creciente sobre una salida negociada al conflicto y un mayor apoyo a la opción de diezmar la subversión por la vía militar.

 

¿Y qué quieren las Farc?

 

Esa es la pregunta del millón. Es evidente que tanto los negociadores en La Habana como su máximo cabecilla, alias Timochenko, que podría estar en Colombia o refugiado en Venezuela, saben que tienen en sus manos el poder -pero también el riesgo- de inclinar la balanza electoral presidencial una vez más.

Las Farc se juegan mucho de su futuro en los próximos cuatro meses. Por más discursos beligerantes en torno a que son una fuerza bélica potente y capaz de resistir la embestida militar del Estado, es evidente que la guerrilla se encuentra muy golpeada, no sólo por la baja sistemática de varios de sus más importantes o históricos cabecillas, sino porque su capacidad de ataque a gran escala se ha disminuido de forma sustancial ante una Fuerza Pública que no solo está mejor entrenada y equipada, sino que tiene una capacidad de reacción -sobre todo aérea y helicoportada- muy eficiente. Ello sumado a un sistema de Inteligencia más eficaz a la hora de infiltrar y captar información del enemigo, incluso con base en el sistema de recompensas.

Y de igual manera, la guerrilla ya no cuenta con los apoyos externos de años atrás, como el chavismo en Venezuela y complicidades allende de las fronteras en Ecuador. Incluso en países como México o en la Unión Europea el margen de acción para la vocería y la llamada “diplomacia subversiva” es hoy drásticamente restringido.

Las Farc tienen hoy por hoy un pie de fuerza que no pasa de los 8.000 hombres-arma. Han perdido en los últimos años no sólo cabecillas del Secretariado sino mandos de frente y cuadrilla muy experimentados. También evidencian un alto grado de deserción y desmoralización del subversivo raso, al tiempo que el involucramiento cada vez más profundo con el narcotráfico y la minería ilegal -incluso en alianza con bandas criminales derivadas del paramilitarismo- están creando una especie de ‘cultura mafiosa’ en algunos frentes en zonas muy específicas.

Todo lo anterior sirve para poner al descubierto que a la guerrilla levantarse de la mesa en La Habana, o asumir posiciones inamovibles en algunos de los cinco puntos de la agenda de negociación, que lleven al rompimiento automático del proceso, no es una decisión que le resulte fácil. Todo lo contrario, bien podría ser el principio del fin de la organización alzada en armas.

¿Entonces? Para no pocos analistas es claro que las Farc saben que ‘este es el último tren’, sobre todo para algunos cabecillas a los que la edad ya les pesa o, en su yo interno, no consideran viable la opción de volver a ‘guerrear’ en el monte otra década contra una Fuerza Pública más eficaz.

Además, está el hecho evidente de que un rompimiento de la Mesa o una actitud dilatoria de las negociaciones, lo único que llevaría es afectar la posibilidad de la continuidad del proceso, ya sea en cabeza de Santos o un sucesor de éste en caso de que no haya candidatura reeleccionista.

Ya el uribismo ha dejado claro que si llega a la Casa de Nariño, mantendría las negociaciones pero bajo condiciones que, se sabe, la guerrilla nunca aceptaría: cese el fuego unilateral, localización de tropas y el compromiso de que, al final, por más justicia transicional que se aplique, tendrán que pagar cárcel por los delitos graves cometidos, sobre todo a nivel de responsabilidad de cabecillas. En otras palabras, así hoy los candidatos uribistas figuren en el fondo de la tabla de las encuestas, como en 2002 lo estaba Uribe, la posibilidad de que se disparen de un momento a otro, aupados en la indignación de la opinión pública por la ausencia de voluntad de paz de la guerrilla, siempre está presente. Y ese pareciera ser un riesgo que las Farc no estuvieran dispuestas a correr, pues ocho años de la Política de Seguridad Democrática y los golpes duros recibidos durante el mandato Santos, pusieron a esa facción subversiva al borde del abismo, algo innegable por más que la cúpula guerrilla se niegue a admitirlo públicamente.

 

Entonces…

 

Como se ve en el papel, aunque la guerrilla haya dado muchas muestras de que la lógica no necesariamente enruta todas sus acciones, a las Farc lo que más les conviene en estos momentos es mantener el proceso de paz.

Si bien es claro que se encuentra la negociación apenas en el segundo punto (sin que se conozca todavía qué se pactó puntualmente en el primero), es evidente que el actual tema de discusión, referente a la participación política, es una de las piedras angulares del proceso.

¿Qué quieren las Farc en este apartado? En concreto, más allá de las continuas propuestas sobre garantías a la oposición y apertura democrática a los sectores excluidos del poder, la guerrilla busca tres objetivos: elegibilidad de sus líderes, garantía de no castigo en cárcel por los delitos cometidos y acceso al poder sin tener que pasar directamente por las urnas.

Nada de lo anterior es fácil de conceder, no sólo porque el Gobierno tiene unas líneas rojas que en materia de impunidad no puede ni debe pasar (y menos en época electoral con el uribismo disparando desde la otra orilla), sino porque hay tratados internacionales que imponen limitantes al grado de justicia que se puede sacrificar en pos de conseguir la paz. Prueba de lo anterior es el pulso de tesis, ambos basados en la más profunda interpretación de justicia transicional, entre el Fiscal y el Procurador General, cada uno con puntos de vista muy distintos, pero que reflejan la polarización nacional al respecto.

Parece ser obvio que a noviembre no habrá un acuerdo de paz firme y listo para ser sometido a un mecanismo de refrendación popular. El propio Santos admitió días atrás que las tratativas podrían demorarse uno o dos meses más. Es decir, que la posibilidad de que se oficialice un Presidente-candidato sin que haya humo blanco en La Habana está más que abierta.

Se podría, en el entretanto, hacer un sinnúmero de especulaciones sobre lo que podría ceder o no ceder la guerrilla en la Mesa en los próximos cuatro meses. En realidad, desde el escenario de las hipótesis, todo es posible y se pueden formular toda clase de escenarios.

Pero más allá de ello, lo cierto es que hacer un pronóstico sobre cómo serán los últimos doce meses del gobierno Santos es muy arriesgado porque, en realidad, gran parte de lo que pueda pasar en ese año estará supeditado a lo que ocurra de aquí a noviembre con el proceso de paz.

Hay una diferencia sustancial entre lo que sería el periodo diciembre-agosto con un Santos en función de candidato para asegurar un segundo periodo, frente a lo que sería un Presidente saliente con el acelerador a fondo para tratar de cerrar lo mejor posible su primer y único mandato.

Hay que esperar, entonces, el desarrollo del día a día. Los altibajos estarán a la orden de la semana, y las realidades que evidencien un mes, pueden cambiar sustancialmente al siguiente.

En el entretanto, la campaña presidencial queda, en consecuencia, en una especie de stand by. Ya el uribismo anunció que se irá a una consulta popular en marzo para escoger a su candidato único. El liberalismo, Cambio Radical y La U parecen más que enfilados a esperar la oficialización del Presidente-candidato. Los Verdes se debaten entre mantenerse en la Unidad Nacional u optar por lanzar un aspirante propio. La izquierda se presenta atomizada; la opción de una tercería fuerte parece una utopía a estas alturas… Pero sobre todo, la preocupación mayor de los partidos más que la puja presidencial, se centra en cómo sobrevivir a un umbral del 3 por ciento, más aún con la irrupción en los comicios parlamentarios del uribismo…

¿Qué puede cambiar ese escenario? De nuevo, y a riesgo de sonar repetitivo, lo que pase en La Habana o los hechos de guerra que se produzcan en el país, porque por más que se insista en que se dialoga en medio de las balas, ya le quedó claro a las Farc que hechos de barbarie como los ocurridos con el asesinato de los 19 militares (varios de ellos con tiros de gracia) tienen un impacto muy alto en el clima de la opinión pública y, por ende, en mayor o menor apoyo al proceso de paz. Y ya la guerrilla sabe cómo, de un día a otro, la balanza de optar por la salida negociada o la militar se puede inclinar automáticamente.