Andrés Molano-Rojas (*)
Especial para EL NUEVO SIGLO
La política exterior no suele ser casi nunca protagonista de los debates electorales -ni en Colombia, ni en ningún otro país del mundo-, salvo cuando una coyuntura especifica esté afectando, de manera más o menos directa, a la opinión pública. Así ha ocurrido en el pasado, por ejemplo en los Estados Unidos a propósito de Afganistán o de Irak; y así ocurre también, actualmente, en algunos países de Europa como consecuencia de la crisis económica y la reacción anti-europeísta que su impacto ha suscitado y de la cual se alimentan algunos partidos de orientación nacionalista (mucho más ahora, con ocasión de las elecciones al Parlamento Europeo). Con demasiada frecuencia, además, los temas internacionales son empleados para reforzar alineamientos y simpatías políticas cuya raíz, en lo esencial, obedece a factores puramente internos.
Para la mayor parte de los ciudadanos la política exterior es un asunto oscuro y arcano del que se ocupan -sin dar mucha cuenta de ello- los ministerios de asuntos exteriores, los diplomáticos, y un sanedrín de expertos a veces invisible. Los problemas cotidianos y más inmediatos, como la salud, el empleo, la educación, los impuestos, etc., son mucho más acuciantes que el estado del mundo. Las preguntas sobre el lugar que el país ocupa en la escena mundial o sobre el papel que puede jugar en la política internacional, y las oportunidades y desafíos que todo ello plantea, resultan para muchos casi metafísicas; y por lo tanto, ni los ciudadanos le dedican mucho tiempo a plantearlas, ni las campañas políticas se esfuerzan en esbozar siquiera una respuesta.
No debería ser así. Hoy en día existe un vasto conjunto de temas “intermésticos”, en los que la conexión entre lo interno (lo nacional y lo local) y lo externo (lo inter y transnacional) es tan intensa que no pueden abordarse unidimensionalmente. Y por si fuera poco, la profundización de la globalización y el incremento de la interdependencia, aproximan los asuntos internacionales a la vida diaria de cada ciudadano de una forma inédita, aunque casi siempre menos explícita de lo que sería necesario para llamar la atención de la opinión pública.
¿Qué proponen las campañas?
Lo anterior, entre otras cosas, explica el pasmoso silencio de la campaña presidencial -cuya primera vuelta se resuelve hoy en las urnas- en materia de política exterior. Es cierto que hay temas con cierta dimensión internacional (por ejemplo los relativos a la competitividad económica, el régimen de comercio internacional, el modelo de lucha contra las drogas), pero eso es muy distinto a tener un programa, una agenda, y por supuesto, una estrategia de política exterior.
Ese silencio es particularmente diciente en programas de gobierno como el propuesto por Enrique Peñalosa. Difícilmente se encuentra una sola idea orientadora en materia de política exterior, ninguno de sus cuatro ejes estratégicos parece contemplar la cuestión internacional. Prima en toda su propuesta un tono local -acaso consecuente con el propio perfil y trayectoria del candidato- en el que el resto del mundo y el vecindario regional parece que no existen.
Tampoco se encuentra en el programa de Marta Lucía Ramírez un planteamiento puntual sobre política exterior. Hay, eso sí, un conjunto de propuestas sobre los colombianos en el exterior, la mayoría de ellas puramente adjetivas o sobre la provisión de servicios a los nacionales.
Más elaborado parece ser el programa de la candidata del Polo Democrático, Clara López. Pero con su insistencia en el culto a la “soberanía nacional”, elevada enseguida a “soberanía latinoamericana”, de la que luego deriva como por arte de magia una “integración real de las sociedades y sistemas productivos regionales”, acaba siendo mucho ruido y pocas nueces. Y por otra parte, siempre resulta fácil hablar de diversificación de las relaciones internacionales sin establecer la agenda sobre la cual esa diversificación puede ser realmente posible. Sobre todo si se trata de interlocutores como Rusia, China, India o Suráfrica.
La “política exterior moderna” que ofrece el Centro Democrático es, a su vez, un collage de ideas de toda envergadura, que van desde el horario de atención en las oficinas consulares hasta hacer del Instituto Caro y Cuervo una especie de Instituto Cervantes para la enseñanza del español para extranjeros, pasando, eso sí, por la “asistencia social y deportiva” como eje de la cooperación sur-sur, y por un novedoso concepto de “diplomacia constructivista” -lo que quiera que sea que eso signifique, para confusión aún mayor de los ya confundidos estudiantes de Relaciones Internacionales-.
No sorprende, finalmente, que el candidato-presidente exhiba los logros de estos últimos cuatro años y proponga su continuación: Alianza del Pacífico, OCDE, Río+20, transferencia de la experiencia colombiana en materia de seguridad, y plan Fronteras para la Prosperidad. Sorprende -o quizá no- la completa ausencia de autocrítica y la insistencia en “hacer valer nuestros derechos en el litigio con Nicaragua”, como si el fallo ya proferido por la Corte Internacional de Justicia no existiera.
La Haya y Venezuela, caballitos de batalla
Es precisamente ese tema, el que en clave nacionalista y sin mayor razonamiento jurídico ni político, más ha emergido en la contienda presidencial, junto con el de la relación con Venezuela.
Así se vio en los debates televisados y así aparece reflejado en algunos programas de gobierno. En cuanto al tema de Nicaragua, Peñalosa insistió en que el fallo de la CIJ era “inaplicable”, porque -según él- así lo decidió la Corte Constitucional -aunque la sentencia sobre el Pacto de Bogotá se orienta, en realidad, en un sentido completamente distinto-. Ramírez le apuesta por una inviable, unilateral, y por si fuera poco extemporánea declaración de San Andrés como “archipiélago de Estado”. Zuluaga anunció que pasaría la noche del 7 de agosto en el meridiano 82 “ejerciendo soberanía”, y propone además una “consulta popular” para “cerrar el limbo jurídico” y “rechazar el fallo” de la CIJ. López, a su vez, se queda en la crítica del “dilatado proceso” que según ella cercenó el territorio, pero se cuida muy bien de decir nada concreto, quizá para no entrar en contradicción con su “soberanolatría”.
Lo de Venezuela no es más alentador. La propuesta de Zuluaga, inspirada en el temor atávico que el uribismo más recalcitrante siente ante lo que han dado en llamar “castro-chavismo”, supondría de entrada echar por la borda los esfuerzos de estos años en cuanto a la normalización de las relaciones con los vecinos, sin obtener nada a cambio, salvo la perturbación del entorno regional. La insistencia de Ramírez en la aplicación de la Carta Democrática Interamericana no sólo desconoce los alcances de la misma sino también las escasas posibilidades políticas que esa alternativa ofrece, vista la experiencia reciente. El silencio del Polo Democrático se explica por sí solo. Y así, la cuestión venezolana acaba convirtiéndose más bien en un instrumento para exacerbar los ánimos y radicalizar las posiciones del electorado colombiano, antes que en objeto de una reflexión cuidadosa sobre el mejor camino que pueda seguirse para asegurar los intereses nacionales y, al mismo tiempo, procurarle a Venezuela algo más que el blindaje internacional del que hasta ahora se ha prevalido el régimen chavista, vía Unasur, por ejemplo.
Queda la impresión de que a pesar de todo lo que ha pasado, de los cambios ocurridos en el país y en el mundo durante las últimas décadas, Colombia sigue presa de su proverbial parroquialismo. Y la sospecha, por otro lado, de que el país necesita con urgencia liderazgos políticos que, entre otras cosas, también sepan de relaciones internacionales y de derecho internacional.
(*) Profesor de la Facultad de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario. Catedrático de la Academia Diplomática de San Carlos. Director Académico del Observatorio de Política y Estrategia en América Latina (Opeal) del Instituto de Ciencia Política “Hernán Echavarría Olózaga”.