Osuna, valor actuante de la democracia | El Nuevo Siglo
Jueves, 13 de Noviembre de 2014

“A Sócrates le atribuyeron haber dicho “Los Dioses me han puesto sobre la ciudad, como tábano sobre un caballo, para mantenerla despierta”. Esta hermosa función, en aquel entonces, correspondía a los filósofos.

 

Desde su nacimiento –en la literatura primero y muy tardíamente en la pintura y el dibujo- la sátira alcanzó un inmenso significado social. Es posible que en todo tiempo y en todas partes tuviese un origen popular y anónimo, como lo fueron las críticas burlescas que se clavaban en el muro romano detrás de la grotesca estatua mútila de Pasquino. Pero lo que nos ha llegado como material de estudio sobre el arte de la caricatura, tanto en la Antigüedad como del Medioevo, son expresiones acabadas, de notable refinamiento, propias de sociedades en plena evolución y no pocas veces en decadencia.

A partir de la imprenta de la caricatura adquirió un valor político tangible, que determinó muchas veces la evolución de la voluntad popular, sin cuya apreciación los historiadores pueden caer en notorias equivocaciones. La rápida expansión de la reforma luterana y el descrédito del papado en el centro de Alemania  y en los países nórdicos de Europa no se explicarían satisfactoriamente si se dejan de lado los audaces y numerosísimos diseños sarcásticos de los grabados protestantes, que resumían para un pueblo todavía semi-analfabeta las  inventivas teológicas contenidas en abultados libros de restringida y casi imposible divulgación. Fue entonces cuando se le tomó confianza a este formidable medio crítico, destinado a convertirse en una de las formas más temibles de influir sobre la opinión pública.

La caricatura es el resultado de combinar elementos que tienen características discutibles, a veces difíciles de defender, pero que se justifican por la finura del resultado. La sutileza y la elegancia de una caricatura dignifican los materiales de que está hecha y sublimizan las malas intenciones.

Tradicionalmente se considera caricaturesco aquello que deforma intencionalmente la realidad. Esa deformación es una falsedad relativa. Se trata de ponderar en exceso algo que se quiere mostrar con motivo de mofa, y que deliberadamente se coloca en dimensiones físicas o conceptuales agigantadas. Se busca con esa exageración despertar la curiosidad del lector sobre una circunstancia específica, que su ojo desprevenido no hubiera descubierto, con el propósito de conseguir un nuevo juicio sobre el hecho que voluntariamente se ha desfigurado.

Pero la caricatura no debe trabajar sobre las falsedades absolutas. Ello no sería sino una agresión burda, como pueden serlo un insulto o una bofetada. La desfiguración circunstancial que se hace en busca de lo grotesco o lo ridículo tiene que estar circunscrita dentro de ciertos parámetros, para que no se devuelva, como un bumerang, contra el propio caricaturista. El alejamiento de la verdad que va envuelto en toda caricatura es el elemento más peligroso de cuantos hay que manejar en este arte tan sutil.

La desfiguración que hace el caricaturista envuelve casi siempre, una acusación. Se le atribuye a una persona un dicho, un hecho, una intención o una simple deformación física que van en detrimento del prestigio de la víctima. De ahí que al caricaturista se le considere como un agresor. Esto hace que, en el periodismo de nuestro tiempo, tan timorato, tan distinto del oficio panfletario de principios de siglo, la agresividad inusitada del caricaturista termine marcando, ante el público, la propia actitud política del órgano en que sus dibujos se divulgan.

En el escenario de la vida pública, donde se causan y se reciben heridas, la presencia punzante del caricaturista es un hecho natural. La sociedad ha creado para él un estado de privilegio que le permite agredir sin responder, insinuar sin comprobar. Esta inmunidad se considera indispensable para el ejercicio de la sátira y hoy forma parte del conjunto de garantías que constituye nuestro invaluable sistema de libertad de prensa.

No es esto lo que ocurre con mayor frecuencia. Hay dibujantes que bravuconamente prescinden de esas cualidades, como si no fueran condiciones implícitas en una especie de pacto social, y usan el lápiz para la calumnia y la afrenta amparándose en una inmunidad cuyas contraprestaciones han desconocido.

Los caricaturistas que verdaderamente merecen ese calificativo son escasísimos. Porque no basta tener un espíritu crítico agudizado, ni un penetrante sentido del humor, ni una línea fácil, ni una aptitud para conseguir el parecido. Se necesita todo ello en dosis abundantes y, además, no poca cultura literaria, muchísima versación sobre la política y un conocimiento profundo de las costumbres y de la idiosincrasia del pueblo.

Alguna vez que nos pidieron que hiciéramos una definición del periodismo en una sola frase, después de meditarlo un rato me atreví a decir. “Periodismo es resumir”. Cometió el despropósito de querer encerrar un concepto dentro de un simple modo de proceder. La experiencia posterior ha hecho que mi definición resulte cierta. Lo que se hace en la radio, en la televisión, y en todas y en cada una de las secciones de la prensa escrita, es condensar en el menor número de palabras la mayor cantidad de opiniones o de noticias y ese resultado es parte sustancial del éxito. La caricatura tiene el poder mágico de producir, con un rasgo o con una leyenda, un efecto más convincente que cualquier silogismo y un resultado más devastador que el de cualquier diatriba escrita. La caricatura, cuando da en el blanco, no puede ser contrarrestada, no es susceptible de réplica ni de rectificaciones posteriores. Su efecto es milagroso, instantáneo, como el de un disparo.

Osuna –“el grande Osuna”, como diría Quevedo- ha sido uno de los mayores críticos de nuestro tiempo. Tuve el privilegio de conocerlo años atrás, cuando inició sus labores periodísticas en El Siglo. Fue una época en que coincidíamos en señalar el aburguesamiento en que estaba cayendo el Frente Nacional.  Y, naturalmente, congeniábamos. Era un joven tímido, perspicaz, naturalmente, su esquiva sonrisa no traslucía su condición de humorista. Siempre me llamó la atención su inclinación por los temas trascendentes, especialmente los religiosos, como si hubiera tenido una educación especializada en ese campo.

Ahora, cuando se recopila su obra, su personalidad se pone de presente y habrá de suscitar no pocos juicios contradictorios. Él ha sido premiado en su género en varias ocasiones, homenaje que todos los periodistas recibimos con extraordinario beneplácito, porque pocos como él reúnen todas aquellas cualidades que antes mencionamos. Pero lo admiramos también por el ejercicio diario de esa, nuestra benemérita profesión de periodista, que nos obliga a estar al tanto de todas las cosas y nos impone el deber de que nada nos sea indiferente.

No sé si Héctor Osuna se haya dado cuenta de que la recopilación de sus satíricos apuntes lo sitúa en un campo donde quizás nunca había pretendido estar, en el de la historiografía. Este libro abarca varios años trascendentales de nuestra historia, sobre los cuales se emite invariablemente un juicio adverso. Es la condición negativista propia de la tarea caricaturesca, que no se puede evitar, porque casi es su propia razón de ser.

Cuando ese negativismo se produce a diario, es una gota burlesca que se contrarresta con la complacencia, también cotidiana, de otros sucesos contemporáneos pero placenteros que no fueron objeto de crítica. El resultado puede ser agridulce en el peor de los casos, o, por lo menos, no necesariamente amargo.  Cuando el caricaturista hace de historiador puede producir involuntariamente una tergiversación radical de la época que le ha tocado vivir, porque solo se recopilan sus opiniones sarcásticas,  que seguramente no son las mismas que ha tenido en forma global sobre la conducta de sus contemporáneos. Los excesos de pugnacidad, los dibujos hechos con rabia y esa deliciosa perfidia con que los caricaturistas andan en busca del ridículo son elementos que deberían tener atenuantes para que la época que nos ha tocado vivir no quedase desfigurada.  Pero ello no es posible tratándose de una recopilación.

El “historiador” Osuna podría tener así un resultado destructivo preterintencional, contrario a su función vigilante y creadora, casi de “moralista” que corresponde a la de aquel tábano socrático colocado sobre un caballo y que me parece ser la mejor imagen de la tarea que incumbe a los caricaturistas. La gran función de no dejar adormecer la sociedad es tarea insigne, preciosísima, no siempre reconocida en lo que vale. Osuna la ha cumplido bien, con perseverancia, asumiendo riesgos, entre ellos los de sus propias exageraciones. Por ser un ejemplo de arrojo y de independencia, este amigo se ha convertido en uno de los valores actuantes de nuestra democracia”.