* La preposteración de los medios
* A Trump solo le resta guardar silencio
A estas alturas, cuando ya las encuestas se han decantado firmemente a favor de Donald Trump, luego del desastroso debate televisado de hace ocho días en CNN, es factible reiterar que el presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, representa todo aquello que, por el contrario, se supone una estruendosa maldición en la trayectoria de la nación norteamericana: decadencia, terquedad, incapacidad de liderazgo, confusión y truculencia.
Ver al presidente de Estados Unidos escudarse en que tenía gripa o que había viajado en exceso en los últimos días para justificar sus deficiencias y barullos mentales, constatados tanto internamente como a lo todo lo ancho del mundo en la pantalla, da pena ajena. Parecerían, efectivamente, excusas de colegial. A ese punto se ha llegado.
Y no es un tema de la edad, como se ha querido presentar por sus correligionarios del partido demócrata. De hecho, personajes como Konrad Adenauer, el creador del milagro alemán de la posguerra e inspirador de la Unión Europea, fue canciller hasta los 87 años o Deng Xiao Ping, el gestor de la nueva China, tenía también una edad avanzada cuando produjo el viraje hacia la apertura económica que en la actualidad tiene a ese país en la cúpula del capitalismo mundial.
Incluso más allá de la edad, basta recordar a un personaje como Boris Yeltsin que, en buena parte gracias a su alcoholismo, a la larga nos legó a Vladimir Putin. Aunque, de otro lado, también puede decirse que, por fuera de ese tipo de inclinaciones patológicas, a veces el reblandecimiento de los años causa esperpentos políticos como la condescendencia del anciano Hindemburg con Hitler. O, para tomar un ejemplo más cercano, la de Rafael Caldera con Hugo Chávez.
En ese sentido, tampoco puede decirse que Trump sea un dechado de juventud, ni que deje de ser un líder controversial e incómodo. Pero, apenas un poco menor que Biden, es claro que mantiene plenas atribuciones físicas y cerebrales. En un mundo nuclear, como en el que todavía vivimos y ahora a mayor riesgo comprendido el turbio desenvolvimiento de la llamada nueva geopolítica, la certeza de que los líderes dueños de esa capacidad de destrucción tienen todas sus facultades a tono es insoslayable. No en vano se habla, no sin cierta frescura impúdica, de la Tercera Guerra Mundial.
Sin embargo, tal vez lo más estremecedor y notable del caso Biden es ver como ahora se rasgan las vestiduras los que lo apoyaron con tanta enjundia y convicción en la campaña de hace cuatro años. Ya desde entonces era una evidencia que, por sus lagunas y dificultades, el actual presidente norteamericano no era la persona adecuada para ocupar semejante cargo. Pero políticos, medios y periodistas de tendencia demócrata, allí y en otras latitudes, se abstuvieron de hacer los análisis que hoy hacen, preposterando. Porque entonces se podían perder las elecciones si en verdad se hubiera hecho un ejercicio periodístico sincero. Es un hecho, pues, que el cálculo político ganó a las más mínimas reglas del periodismo.
De suyo, Biden prácticamente no hizo campaña, encerrándose en su casa y justificándose en la pandemia. Asistió tan solo a un debate, incluso con las mismas falencias de hoy, y de inmediato se enconchó, impidiendo el fogueo natural con los medios de comunicación. Como igual procedió durante todo su mandato, a lo sumo escudado en la lectura del telepronter. Es decir, no es que se haya producido un deterioro: siempre lo hubo. Y es esto, en buena medida, lo que tiene al mundo patas arriba.
Ahora, cuando Trump amplía la brecha en las encuestas, en particular en esta semana cuando ya parecieran fijar una tendencia, los demócratas andan como locos buscando candidato de reemplazo, con el coro de periodistas nacionales e internacionales detrás, decorando su bullying a Biden con frases grandilocuentes.
Por supuesto, en política nada está dicho. Pero ese lamentable espectáculo que está dando el partido demócrata ante los ojos del mundo, se quede o se vaya Biden, cambien o no de caballo en la mitad del río, es la demostración de una crisis interna irredimible. Una crisis originada, a nuestro juicio, en la cultura política “comepresidente” que mantienen desde la caída de Nixon, ahora también engulléndose a los representantes presidenciales de su propio partido, recién designados por ellos mismos. Una costosa demostración de cómo el peor error en política es improvisar. Por lo cual sus mayorías parlamentarias muy posiblemente también se vendrán a pique.
En ese díscolo y dramático escenario, a Trump solo le resta guardar silencio. ¿Lo logrará?