En un Estado de Derecho todas las instituciones y servidores públicos están sometidos a la Constitución y la ley. La Rama judicial del poder público es la encargada de controlar que efectivamente la supremacía constitucional y el principio de legalidad sean respetados. Así se salvaguardan los derechos de las personas, se imponen límites al poder y se asegura el eficaz funcionamiento del Estado. Por este motivo los jueces en una democracia deben tener la última palabra. Ellos deben encontrarse libres de cualquier tipo de presión o interferencia, pues su única guía ha de ser precisamente el estricto respeto del ordenamiento.
Los ciudadanos tienen el derecho a expresarse, manifestarse y protestar legítimamente; todo ello sin incurrir en hechos violentos. Y también pueden exigir de todas las autoridades el acatamiento de las normas, y para ese propósito cuentan con una amplia batería de herramientas que han de tramitarse en los marcos y procedimientos previstos en nuestro sistema jurídico.
Los jueces, como servidores públicos, están sometidos al control ciudadano y a ser escrutados por la opinión pública; lo que no significa que queden sujetos al vaivén de esa opinión para la toma de sus decisiones. Su único derrotero, se reitera, es la Constitución y la ley. Si así no fuera, ya no estarían a salvo los derechos y libertades, y dependeríamos de una voluble y etérea voluntad de los generadores de opinión -con todas sus posibles distorsiones en las redes sociales- , del gobernante de turno, o de un grupo de personas que puedan imponer su criterio a través de la coacción, o de las vías de hecho. Y no debe olvidarse, como dijo el gran jurista Ihering, que “para dar por sentado que el hombre tiene derecho a la libertad, han sido necesarios más esfuerzos que para establecer que la tierra gira alrededor del sol”.
Nadie puede arrogarse per se la vocería del “pueblo”, nadie puede entenderse depositario de “la opinión” que predetermine en cualquier sentido las decisiones que deben adoptar los jueces. Estas están precedidas de los procedimientos, oportunidades y deliberaciones que, según su naturaleza, correspondan, y se adoptan de acuerdo con las competencias que el ordenamiento jurídico establece. La imparcialidad, independencia y autonomía con la que aquellos están llamados a hacer sus pronunciamientos, son esenciales a la función y necesaria garantía para toda la sociedad.
El primer deber de cualquier servidor público y en particular de las cabezas de las ramas del poder público es el de dar certeza sobre el estricto acatamiento de la Constitución y la ley, y de esta forma generar confianza sobre el cabal funcionamiento de las instituciones. Ninguna de sus actuaciones ha de ir en contra de estos presupuestos o siquiera dar pábulo a ser considerada fuente de confusión para la ciudadanía sobre el respeto de los mismos.
Ante los lamentables hechos acaecidos la semana anterior, es necesario que no se genere ninguna duda respecto del pleno respeto de la autonomía de la Justicia. Quienes ejercen funciones públicas tienen ante todo deberes que cumplir, y las autoridades, sin excepción alguna, están llamadas a garantizar el ejercicio de las competencias que establece la Constitución y la ley a los órganos de la justicia, desde sus altas instancias hasta el más recóndito juzgado del extenso territorio de la República, sin ningún tipo de amenazas, interferencias o condicionamientos.
@wzcsg