Entre la última década del siglo XX y la primera del XXI, en promedio, el mercado financiero colombiano, incluyendo la cartera bancaria, los bonos en circulación y la capitalización accionaria, registró un crecimiento significativo, al pasar de 61 a 81% del PIB. No obstante al comparar esta última cifra a nivel internacional, las diferencias son enormes. Para América Latina, la profundidad promedio de los mercados financieros era de 125% del PIB en la primera década del siglo, y para los países desarrollados esta cifra llegaba hasta 300% del PIB. Mucho contribuiría al estrechamiento de esta brecha un desarrollo más acelerado del mercado de capitales.
Sin embargo, problemas que de tiempo atrás han venido afectando al mercado de capitales continúan vigentes, sin que su solución esté prevista en la agenda del Gobierno. Tal es el caso de la emisión de acciones o de bonos, la cual sigue restringida a entidades cuyo tamaño y estándares de gobierno corporativo superan los típicos en el universo empresarial colombiano.
Tampoco se habla de abrir la posibilidad de emitir títulos, por parte de entidades percibidas como riesgosas, para aquellos interesados en obtener mayores retornos. Por otro lado, en el mercado de renta fija, la preponderancia de la deuda pública, derivada en gran medida de la regulación que privilegia este tipo de financiamiento del déficit fiscal, continúa afectando el desarrollo de mercados para otras fuentes de financiación. Hoy el sector financiero financia al Estado, que a su vez invierte en las obras de infraestructura. Esa vuelta es ineficiente. Debe encontrarse la fórmula para que las grandes obras de infraestructura sean financiadas de manera directa por el mercado.
Para no desincentivar el desarrollo del mercado de capitales sería deseable que la reforma tributaria que prepara el Gobierno no aumentara el sesgo anti-accionario. La estructura tributaria debería ser neutra a la hora de decidir si una empresa se debe financiar con acciones o con deuda. Un elemento que parece que contendrá la reforma es la imposición de gravámenes a los dividendos, el cual debe ser sopesado a la luz del argumento de neutralidad tributaria frente a los métodos de financiación empresarial, y también frente al viejo argumento de la doble tributación. Pero al lado de este hecho podría haber otro que sería aún más inconveniente, cual es el que se decidiera gravar las ganancias de capital, resultado de las inversiones en valores. Lo mínimo que se debe esperar es que la nueva estructura tributaria no se convierta en un desestímulo al desarrollo del mercado de valores.