Perspectivas. Transmilenio: tarima móvil de música sin fin | El Nuevo Siglo
En un recorrido doble por el norte, la 26 y el centro se subieron 29 vendedores ambulantes, de los cuales por lo menos nueve vendieron música.
EL NUEVO SIGLO/Alex Londoño
Sábado, 23 de Julio de 2022
Redacción Nacional

En 1877 el filósofo alemán Friedrich Nietzsche le escribió a su amigo Peter Gast una verdad universal: “La vida sin la música es sencillamente un error, una fatiga, un exilio". Otros pensadores como Carl Weber se refirieron a la música como el verdadero lenguaje universal, y el poeta inglés Robert Browning dijo en las postrimerías del siglo XIX que “las personas que escuchan música, sienten que su soledad, de repente, se puebla”.

Hay cientos de miles de frases que resaltan la estética y la poética de la música, pero son pocas las que aluden a cómo millones de personas alrededor del mundo viven y sobreviven gracias a la misma, ya sea llenando estadios multitudinarios, parados en la esquina de una calle con un sombrero boca arriba para cualquier moneda que un transeúnte quiera regalar, o desde un bus articulado de Transmilenio en donde son demasiadas las personas que se rebuscan la vida desde la informalidad, vendiendo mercancías, productos o su propio talento.

El desempleo y la necesidad no solo no distinguen nacionalidad, sino que son la madre de la invención y la creatividad, y por lo mismo el Sistema de Transporte Masivo de la capital se ha convertido en una tarima triste e incómoda en donde músicos de todos los tipos hacen recorridos de ida y vuelta por un par de pesos. 

Desde la estación de Transmilenio de Alcalá, ubicada en la 136, de donde parte la ruta K23 que concluye su recorrido en el portal El Dorado, para en 14 estaciones (de 32) distribuidas entre la Autopista Norte, la Caracas y la Calle 26, que conectan el norte con el occidente de la capital en 58 minutos cronometrados de recorrido.

Desde allí hasta la Avenida Jiménez, una de las estaciones más congestionadas y peligrosas del sistema, hay 10 estaciones (de 16), y en ese tramo doble del sistema se subieron y bajaron de los articulados rojos 29 vendedores informales, de los cuales nueve lo hicieron con la intención de vender su voz.

Los profesionales

Los primeros en subirse a trabajar fueron los integrantes de un grupo de música tropical conformado por tres músicos: un saxofonista, un percusionista y un guitarrista. Mientras el sistema anuncia la próxima estación estos músicos cantan una canción que reza "bésame mamá, como tú sabes; bésame mamá, como te gusta a ti", con un solo de guitarra fenomenal que la gente escucha quitándose disimuladamente sus audífonos.

Sin historia triste, los músicos agradecieron el aplauso de su audiencia y uno de ellos dejó el amplificador a su colega mientras pasó por los puestos recogiendo monedas. Sin duda son músicos profesionales que sabrá Dios por qué terminaron haciendo de los usuarios del sistema de transporte público su más selectiva audiencia.

Pero no todos los músicos que se suben a “hacer música” son profesionales y es más que evidente que están recurriendo a lo único que les queda y que nadie les puede quitar, para buscar su subsistencia.

Y el otro fue un saxofonista excepcional que, pese a las dificultades de motricidad que impone la trocha que es la troncal por la Autopista Norte, que obliga a los buses rojos a saltar, tocó “Mujer divina” a la poca audiencia que había, puesto que no era hora pico, pero recibió de casi todos los que allí íbamos.

Del rap, el trap y la improvisación

Pero esa es solo una cara. "Vecino, buenas tardes" comienza el que se sube a la altura de Profamilia, un joven venezolano que no debe tener más de 25 años. A toda velocidad comienza a "rapear" sin mucho ritmo, describiendo a los pasajeros a bordo. Va cantando cómo una mujer tiene el pelo rojo y otra “seguro chatea con su novio”, al pasar frente a dos jóvenes sentadas que no levantan la mirada de sus celulares. Algunos se ríen y otros sencillamente lo ignoran, esperando que termine pronto.

El joven es amable y risueño, pero la música que sale de un pequeño parlante es estridente. Recoge algunas monedas, supondría que más por compasión que por el trap urbano que hicieron.

Otro que con ayuda de un parlante vendió sus talentos fue un evangelizador que no dejó de criticar al mundo en tres estaciones con algo de ritmo. Se trata de un hombre moreno con la piel cuarteada por las inclemencias de la calle, que comienza diciendo que es la necesidad la que lo impulsa a pedir plata, e inmediatamente se remite a la palabra de Dios.

Critica a las personas jóvenes que se sientan en las sillas azules y no las ceden, se refiere a los encorbatados que son más gamines que los gamines de la calle. Canta sobre el vicio, la riqueza, los ladrones, el presidente saliente, el presidente entrante, los reinos que se ceden por un plato de lentejas y los falsos papas y los falsos curas que van y vienen pero “nuestro señor Jesucristo perdura”…

Pero lo más triste del recorrido llegaría unas estaciones más adelante. En la estación de la calle 19 se subieron, en forma simultánea, dos hombres muy mayores. Uno de ellos, con ropa más vieja que él, cara cansada, mirada triste y una flauta dulce que otrora debió haber tocado muy bien y que aún replica la melodía de “Yo me llamo cumbia”. Se bajó en la 22 con las manos vacías, pues el articulado estaba demasiado lleno y caminaba con mucha dificultad.

Y el otro, aún peor, se arrastró al bus y, desde el piso, le pegó a un tarro amarillo de pintura con una botella vacía de Coca Cola imitando un solo de percusión. Solo hizo ruido.