“Se reciben muchas groserías, para qué digo que no. Ser una de las personas que organiza el tráfico cuando se está desarrollando una obra de recuperación vial no es tarea fácil pero a mí me encanta”, comienza su relato Martha Patricia Castañeda, una mujer de 57 años que lleva ocho trabajando para la Unidad de Mantenimiento Vial (UMV) de Bogotá como auxiliar de tránsito.
En otras palabras, ella es una de las 93 personas (todas mujeres) que tiene la UMV que, con una paletica que dice “Pare” sobre un fondo rojo por un lado, y “Siga” en un fondo verde por el otro, da la pauta, como en un ballet poco delicado, para que los carros aguarden o atraviesen con cuidado una obra que con seguridad es disruptiva para la movilidad y no pone de excelente genio a los conductores.
“Lo que nosotros hacemos es cuidar a nuestros compañeros de la maquinaria, la trasladamos de un lado a otro y organizamos ese tipo de trasteos a través del tráfico para que no se hagan trancones, y pues sí, hay muchos conductores que le gritan a uno de todo pero ese es mi trabajo. Siempre les devuelvo los gritos con una sonrisa”, comenta.
Y aunque es un trabajo pesado, en el que tiene que estar todo el día de pie, haga el sol inclemente de la sabana que todos conocemos o un frío duro que en ocasiones parece austral, Martha agradece el hecho mismo de que la hubieran contratado, pues la discriminación laboral a las personas mayores es una realidad incómoda que se evita en todas las conversaciones de salón.
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“Yo sí le agradezco muchísimo a la Unidad. Yo ya tengo 57 años y a una persona de mi edad en Colombia es muy difícil que le den un trabajo fijo. Me dieron la oportunidad y ya estando allí me dieron capacitaciones, adquirí estudios y experiencia, y es un trabajo que me encanta”, añade esta auxiliar, madre cabeza de hogar de una sobrinita que ha cuidado desde que tenía un año.
Esa no es la única discriminación que ha tenido que afrontar. Los trabajos en vía, a la intemperie, tradicionalmente han sido ocupados por hombres. Es lo que es, y Martha cuenta con risa la reacción de muchos de los conductores cuando se acercan a ella esperando sostener una conversación con un hombre.
“El pensamiento de la mayoría de las personas es que detrás de nuestros uniformes solo hay hombres. A mí suelen gritarme ‘Amigo, por favor, ayúdeme que voy tarde’ y cuando me ven de cerquita es como: ‘Uy, perdón, qué pena con usted, creí que era un hombre’. Pero la verdad es que nosotras somos más organizadas, más apacibles para guiar el tráfico, para guiar a un peatón. Pero sí la mayoría de la gente cree que este es un trabajo de hombres. Y tiene sentido: este es un trabajo que demanda mucha resistencia física, en donde estás escuchando todo el tiempo mucho ruido o una grosería o un madrazo, pero es trabajo y hay que cogerle cariño al trabajo”, dice con tranquilidad.
De hecho, por normatividad ella tiene prohibido responder, pero a veces el agotamiento y el cansancio la hacen decir: “El tráfico no es mi culpa”, pero jamás de mala manera. Y lo que en ocasiones le molesta de los insultos, que escucha entre grúas y taladros estridentes, es que su trabajo tiene un cierto nivel de riesgo.
Este sigue siendo un trabajo que se desarrolla en la vía pública y, aunque ella nunca ha tenido un accidente, varias de sus colegas auxiliares no han corrido con la misma suerte y han sido atropelladas. De hecho ella, cuando trabajó en el turno nocturno, casi fue arrollada por un vehículo.
“Nosotros somos el punto de ‘entrada’ de la obra, por así decirlo, porque estamos al frente. Una vez yo estaba en una esquina cuando un carro manejado por un personaje que yo creo que estaba borracho se llevó las señales, se llevó la cinta de la obra y casi me lleva a mí. Él carro no frenó, nunca paró, pero afortunadamente me alcancé a correr”, indicó Martha, quien también teme a los ciclistas que, de acuerdo con ella, son más partidarios de esquivar que de disminuir la velocidad.
Sobreviviente de Armero
Martha, quien hoy vive una vida tranquila en el barrio Candelaria La Nueva, en la localidad de Ciudad Bolívar, se salvó de la tragedia de Armero (Tolima) ese lejano 13 de noviembre de 1985 gracias a su mamá, la persona más importante en su vida y quien un día antes de ese miércoles le recomendó que se devolviera a Bogotá, en donde estaba estudiando administración hotelera, para que le rindiera en el viaje.
Lo que no sabía es que esa sería la última vez que la vería. Cuando logró regresar a su pueblo, hasta enero de 1986, trató de encontrar su casa y a su mamá, una de las 29 mil habitantes de ese punto en la geografía nacional, a las faldas del volcán Nevado del Ruiz, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Pero nunca lo hizo; nunca la encontró.
“Duré dos años yendo, buscando, pero nunca volvimos a saber nada de ella. Llevamos 37 años con la incertidumbre y nunca lo pude superar. Ella era la persona más importante para mí y al final fue ella quien me salvó la vida. Ella me dijo: ‘Váyase ya que le va a coger la noche’. A mí me daba muy duro devolverme porque yo vivía sola en la capital pero le hice caso y me vine a las 2:00 de la tarde de ese martes. Mi mamá me salvó”. Tres días más tarde, el 16 de ese mismo mes, Martha celebraría amargamente sus 20 años.
Solo con su hermana y sin ningún otro pariente y amigo, pues a todos se los llevaron el barro y la ceniza, regresó a Bogotá, en donde comenzó de ceros. Dejó su carrera, trató de montar una cigarrería en el barrio La Esmeralda que no le funcionó, y tras ires y venires, a sus casi 50 años, encontró la estabilidad que siempre buscó organizando el tráfico de una ciudad en construcción.