El viejo piano que ha sido testigo del transcurrir de cinco generaciones de la familia Rodríguez Corredor y Castillo Rodríguez, fue adquirido en un anticuario en el centro de Bogotá, en la última década del siglo XIX. Lo compró el general Jacinto Rodríguez Corredor para que fuera tocado por sus dos hijas mayores, nacidas en su primer matrimonio, Aura y Marianto.
El general, que sirvió en el bando conservador durante la Guerra de los Mil Días, amaba la música y por eso compró de segunda mano el hermoso piano rojizo con arpa de madera que, aún hoy, sigue tocando su hija Elvira, de 99 años.
Aunque los dedos se le resbalan en ocasiones por una artritis avanzada, y ya no lee partituras porque sencillamente ya no ve, esta bisabuela legendaria, en torno a quien gira toda la familia, toca mientras se escriben estas líneas un tango que se llama “Cicatrices”.
Sí, el general Rodríguez no debió prever que este instrumento acompañaría a su descendencia por 127 años y contando, pues su tataranieto Tomás, el más reciente miembro del clan, ya comienza a golpear sus teclas, y con su limitado vocabulario aprendido, ya sabe cómo pedirle a su bisabuela que le toque algo. "Piano" es una de las palabras que ya dice con absoluta claridad. Con el instinto mas no con la mirada, ella le pone la manita como siempre ha insistido que se deben colocar las manos ante este complejo instrumento monumental.
Sin duda no lo debió dimensionar cuando lo compró, pero hoy su hija, quien se consolidó como una pianista profesional en parte gracias a este objeto que la acompañó toda su vida, literalmente, sigue haciendo música como parte de un acto decidido de voluntad por permanecer, por estar presente, por seguir aquí.
“A papá le encantaba la música y compró el piano para que sus hijas le pudieran tocar. Es una lástima que no tuviera tiempo para disfrutar la carrera de Elvirita, porque él murió muy joven de un ataque de riñón. Cuando falleció, en 1933, mi hermana tenía diez años y yo tenía cinco acabados de cumplir. Pero aún lo recuerdo. Recuerdo que todas las noches decía: ‘Después de comer cien pasos dar’. Cogía su capa de general, se la ponía y de un lado la jalaba Álvaro, del otro lado la jalaba Elvirita, a mí me alzaba y dábamos los cien pasos por el patio interno de la casa”, le relata a EL NUEVO SIGLO Ednita, la hermana menor de Elvira y quien vive con ella en el Polo Club desde hace cinco décadas. Ambas suman 194 años.
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El instrumento, la vocación
Aún en los albores del siglo XX, cuando nació Elvira, en 1923, la mayor de los tres hijos de su segundo matrimonio, el destino de ese piano cambiaría, pues se constituiría en el primer amor de esta abuela de nueve nietos y bisabuela de siete bisnietos. Fue por ella, de hecho, que el piano hizo el viaje de Tunja a Bogotá, cuando fue admitida a los 19 años para estudiar en el Conservatorio de la Universidad Nacional.
“El piano lo compró mi papá en 1895, tal vez en 1896, para sus hijas mayores. El instrumento musical estuvo en nuestra casa de Tunja hasta que mi hermana fue aceptada en el Conservatorio, en donde se hizo pianista profesional hace como 80 años. En ese momento el piano es trasladado a Bogotá, y desde ese momento hasta hoy es tocado por lo menos tres veces por semana”, precisa Ednita.
Y es que este piano también fue testigo directo de uno de los actos más generosos que marcaron la historia de los Rodríguez Castillo en dos.
Ante la viudez injustamente prematura de su hermana, una ama de casa que realmente lo único que sabía hacer era tocar el piano, Ednita se vino a Bogotá a apoyarla (tenía 41 años cuando su esposo falleció y su hijo menor tenía cuatro años), aunque ella nunca se lo pidió.
Llegó a la capital el 2 de julio de 1961 a levantar el que fue y será siempre su hogar y ninguna de las dos permitió que los años más apretados y difíciles les quitaran a los cuatro hijos la infancia feliz que tuvieron.
“Tenía el oído y las manos y fue nuestro hermano mayor, también del primer matrimonio, Jacinto, el que más le insistió en que persiguiera un camino en la música. Mi hermano fue un gran abogado que recibió a todos los presidentes que fueron a Boyacá cuando iban en visita oficial y siempre la quiso ver tocando”, recuerda Ednita con algo de nostalgia.
De hecho se ríe al recordar que durante su infancia el piano les sirvió de escondite porque quedaba en una esquina y se podía mover con la manija central (tenía rodachines), y allí se escondían de los adultos cuando les iban a leer el periódico.
“Ese piano era nuestro escondite favorito. Nosotros crecimos con él y hasta que yo tuve como 12 años estuvo en la sala de la casa de Tunja. Y lo tengo presente porque en ese tiempo yo era la niña prodigio de la Hora Infantil (un programa radial de Boyacá) porque tocaba piano. Todas lo hacíamos y nos llevaban a ese programa: yo tocaba mientras mis primas cantaban”, recuerda Ednita, con algo de lástima de que su papá no viera a su hermana tocando profesionalmente.
El viejo piano, en el siglo largo de vida que tiene en la familia, fue perdiendo varias de sus piezas, tales como el escudo, los candelabros y la marca de fabricación (aunque sigue sonando con fuerza), pero afortunadamente en la memoria de estas dos mujeres residen intactos los recuerdos de aquellos que las precedieron.
Este instrumento musical ha sido testigo del transcurso del siglo XX: cuando se comenzó a tocar aún no había electricidad y hoy se apoyan sobre su tapa los celulares inteligentes durante las reuniones familiares. Este piano, que fue testigo del Bogotazo, de la violencia partidista, del Frente Nacional y de innumerables momentos familiares, seguirá en la familia por generaciones más, por el amor a la música, y porque contiene el alma de la abuela de quien escribe estas líneas.