Estos tiempos de ciencia ficción que estamos atravesando no son tan distintos a otros momentos históricos de fines y cataclismos. La crisis sanitaria pone en jaque los sistemas, los planes y formas de vida. La experiencia afectiva de cada individuo en esta pandemia es íntima y absoluta, así como lo fueron las emociones de otras personas en otros tiempos y pestes.
Pero el gran miedo común entre ellos y nosotros es el mismo: la enfermedad y la muerte. Es curioso porque no es que fuéramos inmunes a ellas hasta ahora, pero sufrir y morir aparece en la agenda geopolítica hoy. Además de estos temores ya clásicos, compartimos con nuestros antepasados otro miedo más invisible: el tener un pensamiento propio.
En marzo de este año, unos días antes de las restricciones, cayó en mis manos el texto Desobediencia civil (1845) de Henry D. Thoreau. En aquel ensayo, el pensador norteamericano plantea que uno no debe abdicar el poder personal frente a una ley considerada injusta. En el nacimiento de su nación, siguiendo su conciencia, Thoreau terminó en la cárcel por no pagar un impuesto pro-esclavista.
También es interesante cómo en la Constitución alemana, el artículo 20 inciso 4 contempla la misma posibilidad: “todo ciudadano tiene derecho a la resistencia, si no ayudan otras medidas”. La carta magna, escrita luego de la caída del Tercer Reich, parecería justificar esa línea. Pero ¿podemos comparar estos contextos? ¿Cómo es posible tomar decisiones individuales que no afecten la salud pública? ¿Cómo puedo dudar de lo que políticos y especialistas recomiendan en cuanto al distanciamiento social y el uso de mascarillas, incluso cuando seguir estas pautas implique en mí una disonancia cognitiva?
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Últimamente, cualquier tipo de disidencia de las cuarentenas ha sido calificada en la esfera pública como ignorancia anticientífica u oposición política, según el caso. En el extremo de los ejemplos, los anticuarentenas son comparados despectivamente con los terraplanistas. Cuando éstos esgrimen razones económicas, algunos sectores asocian su reclamo al noeliberalismo, el desprecio a la vida humana, el maltusianismo y el descarte de las poblaciones pobres.
Esto último es curioso porque la mayoría de los primeros afectados de las cuarentenas latinoamericanas no fueron las grandes corporaciones sino, especialmente, los dueños de pequeños comercios, y sobre todo, los trabajadores informales. También es cierto que en nuestro continente, sin cuarentenas estrictas, los más afectados hubieran sido (o son) las personas de menores recursos, sobre todo por los sistemas públicos de salud precarios o inexistentes en algunas zonas.
Pero estas desigualdades ya existían. En el conocido reflejo del micro y el macromundo, el confinamiento ha puesto lupa sobre las heridas, grietas y sombras de cada realidad. Los males de lo privado y lo público estaban ahí, pero todo eso se ha visto con un aumento doloroso.
Sumada a la brecha ideológica-partidaria, esta crisis global inauguró un discurso en todos los países en contra de los llamados conspirativistas o negacionistas. Los que niegan el virus o lo relativizan son considerados adolescentes irracionales o, lo que es aún peor, individualistas que no contemplaban el bien común. El rechazo por sus versiones es altísimo, cuando en una sociedad democrática, cualquier voz tendría que tener espacios de expresión y escucha.
Pero la cuestión es que estar en contra aquí es negar las evidencias científicas y ese es el mal moral más cuestionable de fondo. La ciencia médica es la autoridad innegable hoy, así como negar la existencia de Dios no era una opción en Occidente hasta el siglo XVI. Pero es cierto: la diferencia entre Dios y el átomo es que éste último se puede ver (o al menos, eso dicen los que lo vieron).
Preguntas
Con esto, propongo este ejercicio de pensamiento, llevando las argumentaciones al extremo. Me pregunto qué pasaría si negáramos el negativismo y sólo escucháramos las voces disidentes como unas más entre tantas, por más irracionales que nos pareciesen. Qué tal si pudiéramos escuchar sus reclamos como algo que forma parte de una sociedad plural, desde la cual construir miradas y consensos. Muchos de ellos no niegan de plano las evidencias de las ciencias, sino la hegemonía de un discurso científico que circula en los medios de comunicación.
Siguiendo con este juego de ponerse en los pies del disidente, seguir a rajatabla lo que dice la ciencia del mainstream sobre el covid-19 puede parecerse a tener fe en Dios o a creer que las enfermedades y catástrofes son en verdad un castigo divino. Para muchas culturas y creencias, esto sigue siendo así. Parece ridículo comparar esto, porque estamos frente a evidencias empíricas y lo otro era mitología.
Sin embargo ¿Cuántas evidencias contradictorias sobre este virus, por ejemplo, necesitamos para dudar de la validez y asertividad del método o de su comunicación? ¿Cuántas voces científicas contrarias a las hegemónicas se silencian en los medios masivos? Varios colectivos de “médicos por la verdad” lo expresan como un problema.
Parto de la premisa de que todos podemos pensar por nosotros mismos. Que se pueden consultar diversos informes, estadísticas y especialistas y cada quien puede decidir qué explicación le trae más alivio o más estabilidad psíquica para vivir el momento presente.
Lo fundamental en esta época de polarizaciones es buscar las propias respuestas y detectar que lo primero nos oprime es el miedo a la muerte (si la ciencia puede explicar todo -hasta el amor, como sostiene la bioquímica-, el problema está en que no puede explicar qué pasa después de morir). Por otro lado, ya se huele que habrá que convivir con esta y otras calamidades en los próximos años. En cualquier caso, la pandemia más dura no será causada por un virus, sino por actuar por obediencia ciega.
Queda en el fuero interno de cada individuo qué hacer: si permanecer en la disonancia cognitiva (pensar y sentir algo, y hacer otra cosa) o alinear cabeza y entrañas con su centro. Porque, aunque parezca contradictorio, el bien común debería empezar por ahí; no puede haber comunidad política si no hay un criterio individual que dialogue con otros criterios, si no hay una escucha abierta a distintos enfoques, si no se apunta a crear consensos que contemplen diversas realidades colectivas.
Hablar en estos términos o dudar de políticas y especialistas podrá parecer ingenuo, pero vivir disonantes puede ser una calamidad cercana a la muerte en serie para el individuo y, por lo tanto, para la sociedad. No hace falta que ponga ejemplos de la ficción para ilustrarlo, estamos reviviendo mil etapas de la historia en ésta.
* Docente e investigadora. Buenos Aires, Argentina.