Lo ocurrido entre jueves, viernes y sábado tiene muchas lecturas. Una protesta social que fue pacífica y un plan orquestado por violentos y anarquistas para sembrar la zozobra. El Gobierno respondió a los primeros con la voluntad de diálogo social y a los segundos con la aplicación del principio de autoridad. Análisis
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El paro nacional, que terminó el jueves y que algunos sectores anárquicos minoritarios pretendieron prorrogar para los días siguientes a partir del vandalismo en Cali y Bogotá, demostró que Colombia es una democracia en la que cabe plenamente la protesta social, organizada en las calles bajo los parámetros legales, y que también es posible recurrir a la nueva dialéctica originada en el tiempo inmediatista de las redes electrónicas y la aceleración de la vida colectiva. Un paro, no obstante, que tiene muchas lecturas.
Si bien la cifra de participación en las marchas estuvo por debajo de las expectativas del comando unificado del paro, que había calculado que saldrían al menos 2 millones de personas a nivel nacional, podría decirse, sin embargo, que sí concurrieron más de las 220 mil sumadas al final de la jornada por las autoridades colombianas. Muy posiblemente habría marchado una cifra superior, incluso un rubro de cerca del doble para algunos analistas, aunque lejos de la meta presupuestada, luego de tres meses de preparación desde el día en que las centrales sindicales anunciaron la convocatoria para oponerse a las reformas pensional y laboral; reformas aún pendientes, como se sabe, a fin de ser discutidas en su momento en la Mesa de Concertación entre el gobierno del presidente Iván Duque, los sindicatos y los empresarios, antes de ser presentadas al Congreso. Y también sigue activa la Mesa Universitaria, en la que se hace seguimiento permanente y conjunto a los acuerdos firmados por el Gobierno con estudiantes y profesores tras las protestas de hace un tiempo motivadas, principalmente, por la solicitud de una mayor financiación a la educación pública superior, como ya viene ocurriendo y quedó establecido con creces en el Plan Nacional de Desarrollo y las inversiones plurianuales.
Diferencias clave
No se trató el paro del jueves pasado, pues, de un evento al estilo de las gigantescas marchas a las que estaba acostumbrado el país contra las Farc, ni tampoco de eventos multitudinarios, sorpresivos y recientes, como los de Chile, donde solo en Santiago se congregaron más de 1 millón de personas en un abrir y cerrar de ojos, a partir del alza intempestiva del pasaje del metro y que sirvió de catalizador para el estallido del inconformismo social represado, luego de tres décadas de gobiernos alternados desde la caída de Augusto Pinochet, la mayoría de ellos de estirpe socialista. A un mes de ello, todavía hay algunas barricadas en las calles santiaguinas y el gobierno de Sebastián Piñera intenta conjurar la crisis a través de la convocatoria de una inédita Asamblea Nacional Constituyente, copiando en buena medida el modelo colombiano de los años 90 del siglo pasado, para desbloquear las reformas, y haciendo uso de las mismas cláusulas normativas establecidas posteriormente a los efectos de formalizar la democracia participativa, con constituyentes elegidos, autorización parlamentaria, referendo previo y temario definido.
Tampoco el paro colombiano quedó inscrito en lo sucedido hace unas semanas en Ecuador, después del fallido y drástico ajuste económico propuesto súbitamente por el presidente Lenín Moreno, de acuerdo con los postulados del FMI, además sin gradualidad ni concertación algunas, y que fue calificado de “paquetazo” por la oposición, en cabeza del judicializado exmandatario Rafael Correa. Medidas económicas que suscitaron las asonadas que, sin embargo, fueron conjuradas ipso facto con el retiro de las mismas por parte del Ejecutivo. La jornada nacional de esta semana en nuestro país tampoco es comparable con lo ocurrido en Bolivia, donde recientemente cayó el presidente Evo Morales, quien pretendía otra reelección a través de un fraude comprobado por la comisión veedora de la OEA. Comprobación que llevó de inmediato a la resistencia callejera y a la curiosa premisa establecida en la Constitución boliviana que permite a las Fuerzas Militares “sugerir” el apartamiento del cargo presidencial cuando medien graves circunstancias de orden público.
Menos, asimismo, es equiparable el caso colombiano con lo que sucede en Perú, donde el Congreso está clausurado, tras la resistencia a las reformas y una agitación social concomitante. Ni todavía peor es comparable la situación en nuestro país con los oídos sordos permanentes que el régimen chavista, en Venezuela, hace cínica y consuetudinariamente del clamor del pueblo, en las calles, cercado por la hambruna y la satrapía gubernamental eternizadas.
Lo que sí ocurrió
La protesta social llevada a cabo en Colombia, entonces, no tiene los efectos demostrativos, ni el cauce anárquico que algunos pretendían con el paro en virtud de intentar incorporar al país al efecto dominó latinoamericano. Pero tampoco es dable desconocer la voz de protesta multiforme que se hizo escuchar en las diferentes capitales colombianas, como inclusive en Bogotá y Cali mientras no se dio curso al vandalismo, donde ante todo se pudo constatar una expresión popular pacífica y una clara manifestación democrática de los tiempos contemporáneos. No es ello, por descontado, histórico ni un punto de inflexión, puesto que tiempo atrás la democracia colombiana viene en esa dirección, pero sí puede constituirse en uno de los hitos del acumulado democrático de los últimos tiempos, en sus diversas variables, a partir de la Séptima Papeleta, la Asamblea Constituyente de 1991, el posterior Mandato por la Paz, las marchas masivas contra el terrorismo que arrinconaron políticamente a las Farc y al Eln y, de un período para acá, los diferentes componentes del paro agrario, el plebiscito frente al acuerdo de La Habana, las mingas indígenas, las grandes jornadas universitarias recientes en favor de la educación superior pública, al igual que ahora la marcha pacífica y los cacerolazos como forma de protesta, tanto contra la violencia y los vándalos como en señal de inconformismo.
En ese sentido lejos, por supuesto, estuvo la protesta de esta semana del paro nacional de 1977, cuando la nota predominante fue el caos, el esparcimiento de tachuelas, el agudo intento de desestabilización del gobierno del entonces presidente Alfonso López Michelsen, las barricadas y, sobre todo, las muertes. Eran las épocas del germen revolucionario en las universidades y de las centrales obreras como arma política contra el orden institucional.
En tanto, terminadas las jornadas nacionales del paro, llamado por algunos 21N, se dio el salto intempestivo al vandalismo por un sector evidentemente minoritario, en particular en Bogotá, luego de los brotes de pillaje en Cali. Ya no era una jornada de paro y protesta legales: incluso minutos antes de ello, en la capital, los sindicatos habían dado por concluida la movilización. Entonces, fue evidente, ante los ojos de los bogotanos y de quienes seguían la transmisión por las redes electrónicas de los periódicos y las pantallas de televisión, el desdoblamiento de encapuchados en la Plaza de Bolívar, el ataque a las construcciones históricas circundantes y la intención de permanecer en la zona a como diera lugar, por fuera del horario autorizado. Al disolverse por la acción policial la intención indudable de prorrogar el estado de cosas, tomándose por largo tiempo la plaza, los encapuchados fueron rumbo a otros sitios de la ciudad, donde de antemano se encontraban colegas de anarquía. Frente al vandalismo, sectores indistintos de la ciudadanía recurrieron a los cacerolazos desde los barrios y apartamentos, protestando tanto contra los vándalos como mostrando inconformidad política.
Reacción institucional
Así las cosas, el viernes el control establecido por la Policía Antidisturbios pretendió superarse en la noche por el vandalismo cuando pudo comprobarse que había focos de anarquía organizados en algunos sectores puntuales de la ciudad, como los portales de las Américas y Suba, una vez los encapuchados habían afectado a piedra y con sevicia, en la mañana y durante el transcurso del día, una parte del transporte público y varias estaciones. Con buena parte del Transmilenio paralizado, y la agitación creciendo en los focos remanentes, tanto el presidente Iván Duque como el alcalde Bogotá, Enrique Peñalosa, decidieron de consuno decretar el toque de queda para la capital, de las 9 p.m. hasta las seis de la mañana de ayer. Así ocurrió, de otra parte, en Cali como en localidades al estilo de Facatativá y El Espinal.
Efectivamente, en la noche del viernes, aquellos focos de resistencia residual, tras la acción eficaz de los escuadrones antidisturbios de Bogotá durante el día y hasta el atardecer, fueron finalmente disueltos con comandos combinados de la Policía y el Ejército. Al mismo tiempo, se comenzaron a diseminar por las redes sociales algunos audios y videos nocturnos según los cuales encapuchados estaban entrando a los conjuntos y las residencias a robar, por lo cual algunos ciudadanos se armaron de palos y otros instrumentos similares con el objeto de defender sus propiedades, pero en su inmensa mayoría no pasó de ser la alarma ficticia una maniobra vil y con el ánimo de aterrorizar para crear, en efecto, una telúrica y contagiosa zozobra ciudadana, denunciada en su momento por el Burgomaestre bogotano: un caso típico de noticas falsas con propósitos protervos y en la que, incluso, cayeron desprevenidamente algunos informadores al expandir la ola. Ayer en la madrugada la capital recuperó la normalidad plena, tras el toque de queda de nueve horas, pese a algún intento esporádico y fallido de retomar la Plaza de Bolívar en la tarde por un pequeño grupo de encapuchados, diseminado con gases lacrimógenos.
Autoridad y diálogo
Durante la trayectoria, el presidente Duque dio dos alocuciones televisadas, cuyo resumen puede ser: autoridad y diálogo. Dicho de otra manera, pulso firme contra los vándalos y las intenciones anarquizantes, y conversación amplia y abierta con los sectores sociales a fin de profundizar la agenda y la política pública respectiva.
Bajo la primera premisa, algunos han dicho que se pudo haber declarado el toque de queda en la noche del mismo jueves y recuperar el orden citadino de inmediato. Sin embargo, es claro que el Primer Mandatario actuó con energía y serenidad, procediendo en la medida en que las autoridades correspondientes le iban informando y evaluando las diferentes posibilidades institucionales. Es claro, asimismo, que la pretensión fundamental de los anarquistas y vándalos era prolongar indefinidamente el estado caótico, amparados en la protesta social y aparentemente desdoblarla de modo paulatino en otro tipo de operación premeditada y a todas luces ilícita. Inclusive ha dicho el alcalde Peñalosa que detrás de los últimos acontecimientos disociadores se esconde un plan de desestabilización de mayor envergadura, con epicentro en Bogotá y duplicación nacional. Sea lo que fuere, es un hecho derivado de las elecciones recientes que la principal inquietud ciudadana, según todos los sondeos hechos a lo largo y ancho del país, es una súplica generalizada por la seguridad, incluida Bogotá y sus alrededores. Y posiblemente después de lo ocurrido, todavía más.
De otra parte, el Primer Mandatario propuso repetidamente enfatizar el diálogo social, sin que al parecer ello suponga aún acuerdos. Habrá que saber cuál es la agenda correspondiente y para ello también es necesario entender los niveles de interlocución y sus representantes. Como pudo corroborarse del paro, las centrales sindicales protestaron con objetivos precisos. Y así también una porción de los universitarios que viene adelantando y monitoreando los diálogos con el Gobierno. Los políticos participantes fueron en cambio bastante difusos, salvo el excandidato y senador Gustavo Petro, uno de los protagonistas del evento, quien a diferencia del expresidente y también senador Álvaro Uribe, contó todo el tiempo con el servicio de las redes sociales para llamar a asambleas permanentes y mantener la tensión. No en vano Bogotá es el escenario que le permitió una proporción considerable de los 8 millones de votos que obtuvo y, como lo dijo desde el mismo día en que lo derrotó el hoy presidente Duque, se dedicaría con alma, vida y sombrero a fomentar la protesta social y tomarse las calles. De esto, hace poco más de un año y ahí va como jefe indiscutido de la oposición, a pesar que algunos voceros de las centrales obreras lo llamaron a somatén y lo acusaron hasta de incendiario. Pero, por el contrario, en ese río revuelto Petro pareció más el dueño del paro que muchos otros, dando orientaciones por doquier y fomentando la prórroga de las actividades por fuera de lo pactado con los organizadores, apenas dejando la reserva capciosa de que no se trataba de “tumbar” al Presidente.
Tendrá, pues, el Primer Mandatario que aclarar el panorama y ante todo no dejar paralizar el Gobierno. En el trasfondo palpita la idea de asfixiarlo, de impedirle cualquier margen de maniobra. En todo caso la ruta está señalada: autoridad y diálogo. Habrá que ver esto, en apariencia tan sencillo, cómo se lleva a cabo. No es el caso de otras latitudes latinoamericanas, pero las alertas están dadas.