En medio de las menciones que hacemos sobre el Libertador Simón Bolívar, en ocasión del Bicentenario de Colombia, parece progresar en la imaginación del gran público la idea de que se trata de un ser excepcional que todo lo consigue mediante el uso de la fuerza y de batalla en batalla, nada más errático. Se conservan miles de cartas suyas en las cuales se observa cómo se esfuerza en persuadir a unos y otros para lograr sus fines mediante la negociación y la diplomacia. Además, se da la paradoja que en realidad en los inicios de la Independencia la misma se produce sin mayor esfuerzo bélico, ni derramamiento de sangre como ocurrió primero en Caracas y luego en Santafé de Bogotá. Por cuanto las fuerzas de la Península en la región eran modestas y el Imperio Español en América en gran parte se sostenía por el apoyo de los criollos y la fidelidad de los indígenas a la Corona.
El Bolívar de la guerra emerge en el momento que los realistas se levantan contra los forjadores de la República y se degenera en una guerra civil y social en Venezuela. Se intensifica el conflicto armado, posteriormente, cuando llega a nuestras costas la fuerza militar del general Pablo Morillo. Tal vez, de no ser por esa circunstancia, de improviso con el tiempo, la independencia se habría dado por la vía pacífica. Es del caso recordar que la familia real y Fernando VII, buscó salir de España como lo hicieron sus parientes de la casa real de Portugal, que se trasladaron a Portugal.
Así que es del caso recordar al lector que Bolívar es un mortal, que quedó huérfano de niño y quién en los más terribles momentos de crisis y soledad busca el afecto de la mujer comprensiva, que al mismo tiempo es solaz del guerrero. Por lo que acudimos a O’Lery para que nos cuente de la humanidad de Bolívar. En sus memorias nos dice: “Hallándose el Libertador en Cúcuta, si no desocupado, si gozando de algún reposo, y era el primero que se permitía desde hacía muchos años, se levantaba a las seis de la mañana, y empleaba en el tocador apenas el tiempo necesario para el aseo de su persona. De su cuarto de dormir, que le servía también de escritorio, pasaba a las caballerizas a ver los caballos, que hacia cuidar con esmero. Vuelto a su cuarto hasta la nueve, hora en que se servía el almuerzo”.
Continúa narrando “acabado éste, recibía los informes del ministro dela guerra, paseándose en el cuarto o sentado en la hamaca, de la que se levantaba espontáneamente cada vez que alguno de aquellos informes le causaba sorpresa o llama su atención. Hacía que le leyeran en seguida los despachos y memoriales que se le dirigían y dictaba luego el punto de respuesta, por lo general concisa y siempre pertinente. Como conocía a todos los oficiales del ejército y a los paisanos, sus vicios y defectos, y también sus servicios le era fácil resolver sus peticiones sin perder mucho tiempo. El secretario generalmente comenzaba nombrando al postulante, si era tal o cual persona la que a él se dirigía, pero las más veces era innecesaria la pregunta, y entonces decía; -Ah, ya sé, solicita un ascenso, pero lea usted. Después de oír la petición solía añadir: Bien, la mitad de lo que dice no es exacto, pero es buen oficial, concédasele. O bien, no. Ese de nada sirve”
“Sus decisiones eran a veces excéntricas, citaré entre otras la siguiente que me dictó a mí. Una señora, de edad algo avanzada se casó con un oficial inglés, durante la vida de éste, había dirigido ella varias representaciones al Libertador, que las concedía por consideración al marido, pues, aunque lo pedido no se oponía a la justicia, concesión era materia de gracia. El oficial murió, pero la señora, que era en extremo avara, quiso seguir empleando el sistema que tan buenos resultados le había dado. Al primer memorial, el Libertador me dictó esta contestación. Negado, ya murió el niño por quien éramos compadres”.