Escrito por Cristina Maya
En una retrospectiva histórica, José María Vergara y Vergara,(1830-1872), primer historiador de la literatura colombiana y cofundador de la Academia de la Lengua, juzgó la Revolución de Independencia de 1810, no como producto de la reacción del pueblo frente a la intromisión de la cultura ibérica, desde las épocas de la Conquista, ni a su turno, como una ingrata rebelión de ésta, en su necesidad de desligarse del fuero hispánico sino que, de manera ecuánime, afirmó: “Nos creemos colocados en un punto en que la imparcialidad no es una inspiración divina, sino simplemente, una cualidad de nuestra posición. Nos ligan a España la sangre, el idioma, la religión, las tradiciones caras; a la patria y sobre todo a los próceres de 1810, las mismas razones más la veneración adquirida en el estudio de sus obras, el profundo y religioso sentimiento de gratitud por su sacrificio, el amor vehemente por el suelo de nuestra cuna, más querido cuanto más desgraciado.”
El pensamiento de Vergara estuvo, pues, marcado por el ideal de armonizar lo hispánico y lo nacional y en lo que se refiere a esto último indagó con detenimiento acerca de nuestros indígenas y de la educación impartida a estas gentes, durante la época de la Colonia. Sostuvo entonces en su Historia de la literatura en Nueva Granada que, tanto los colegios de Santo Tomás, el Rosario y después la llamada Javeriana, fueron inicialmente fundados para la formación de los indios, pero infortunadamente, dicho ideal nunca se llevó a cabo y en las estadísticas se encontró que los matriculados siempre fueron blancos. El hecho de que la educación formal no hubiera estado al alcance de estas gentes, fue nefasto según Vergara, pues de haberla tenido habría surgido un verdadero sentido de la Nacionalidad “derivada de un gremio de ciudadanos útiles y cultos, en vez de una turba de esclavos sin cadenas…”
Por ello Vergara reivindicó a la clase indígena por ese entonces muy marginada después de dos décadas de Independencia. De ella dijo que poseía un singular talento, capaz para el pensamiento abstracto lo mismo que para el desempeño de los trabajos mecánicos y manuales entre los cuales destaca “las locerías de Natá y Ráquira, los tejidos de Pasto y Túquerres, con sus encajes que semejan los de Flandes, las pinturas y vasijas de Pasto que recuerdan los de China y los tejidos de Boyacá”, entre otros. Reconoce lo genuino de estos objetos “sin mezcla de ciencia europea”, pues, en lo que se refiere a las creaciones indígenas las concibió como enteramente nativas. Era el momento en que también el Barón de Humbold, en sus exploraciones por el Continente americano, encontraba en los indígenas Sálivas del Orinoco, educados por los jesuitas, una acentuada inclinación por la música, al punto de que los consideró como magníficos intérpretes del violín, el violonchelo, el triángulo, la guitarra y la flauta.
Vergara inicia entonces el estudio sobre los nativos colombianos en varios capítulos de su libro, fundamentalmente desde el punto de vista de la lingüística y la antropología. No obstante sorprende la ligereza con la que algunos estudiosos de su obra interpretan el problema de la cuestión indígena por el planteado, al afirmar que “El balance final consiste, pues, en la necesidad de integrar la población indígena a la civilización europea, más bien que en la de integrar un supuesto elemento cultural indígena a la síntesis final de la identidad latinoamericana”. Tal concepto le resta importancia en cuanto a su labor pionera de darle cabida a esta cultura como base de nuestro mestizaje y de nuestra identidad nacional, resaltando únicamente su faceta como hispanista.
En una mirada hacia la época de la Conquista, Vergara se preguntó: “Qué se hizo la nación que poblaba este vasto territorio y cuyas ciudades y castillejos agrupados hicieron que los españoles dieran a nuestra despoblada Sabana, el nombre de Valle de los Alcázares?” Estos vastos territorios-concluye - se volvieron reducciones a manos de los conquistadores encomenderos y “los indios se convirtieron en dóciles criados a mando de los españoles.” Los soldados debieron haber quemado el templo de Sogamoso donde estarían los anales de esta monarquía perdiéndose su pasado. Después, cuando los primeros clérigos investigadores de esta cultura, comenzaron a preguntarse por ella, ya era tarde. Aún así, lograron traducir el lenguaje de los muiscas para configurar una gramática, al igual que les fue posible recoger algunas tradiciones orales con las cuales elaboraron la Historia civil de dicha comunidad. El padre Torquemada hace la crítica de estos hechos y anota que, por fortuna, los indígenas alcanzaron a escribir petroglifos que el canónico Duquesne pudo leer 260 años después.
Correspondió, pues, a los clérigos no solo la educación de los indígenas sino también la de los posteriores próceres de la Independencia proyectándose su acción de manera importantísima a lo largo del período colonial entre los siglos XVII y XVIII. Este empeño educativo llegó a resultados insospechados en el caso del padre Dadey en 1604, quien según Vergara dio un verdadero golpe de Estado al introducir una cátedra de Física y otra de medicina desconocidas hasta el momento en un modelo de educación que solo avalaba las humanidades, las artes y la teología.
El padre Dadey, primer profesor de Muisca y el padre Medrano recogieron por años limosnas para comprar una casa donde finalmente se fundó el colegio de San Bartolomé. Entretanto a los religiosos de Santo Domingo entre ellos el padre Fray Domingo de las Casas les fue concedida por Bula y cédula real, la fundación del Colegio de Santo Tomás.
No obstante la instrucción en estas épocas adoleció de ciertas deficiencias, no por la ineficacia de los maestros sino más bien por la escasez de textos, dada la censura intelectual que imponía el Reino sobre sus colonias, todo lo cual da pie a Vergara para cuestionar su labor dominadora: “Quisieron hacer de nosotros un pueblo de ermitaños –dice- y el resultado fue que nos hicieron un pueblo de revolucionarios…”
También hubo quienes a su vez cuestionaron la presencia monacal durante la Conquista y la Colonia olvidando la inmensa labor de esta al servicio de las letras ya que los escritores fueron en su mayoría sacerdotes, de manera que, de los archivos de los conventos y de las crónicas de los frailes salió mucha información sobre aquellas épocas. En sus exploraciones por el continente americano, según relata el etnólogo Humberto Triana y Antorveza, Humbolt descubrió que la belicosidad del aborigen tenía que ver con el odio sentido ante las comunidades que no hablaban su misma lengua .Este pudo ser uno de los motivos para que los misioneros unificaran la lengua a partir del español.
Así, Vergara hubo de oponerse a las críticas de los liberales quienes concebían nefasta la educación clerical y en más de una oportunidad se vio enfrentado con ellos. Incluso con el conservador Julio Arboleda, enemigo del monopolio de la educación de los jesuitas por una supuesta mala influencia para la familia y para la sociedad, como lo observa detenidamente Iván Vicente Padilla Chasing, en su libro sobre El debate de la hispanidad en Colombia en el siglo XIX.
La inquietud inicial de nuestro autor estuvo pues en rastrear las huellas de una posible literatura indígena en América. Aunque, como es sabido, las obras del Yuruparí y del Popul Vuh vieron la luz solo a mediados del siglo XX, entonces se dedicó a rastrear los estudios filológicos realizados por los clérigos en torno a las diferentes lenguas habladas por los aborígenes del Nuevo Mundo. Observó que, así como las raíces de todas las que se hablan en el continente europeo son seis y quince las del asiático, en América se encontraban cincuenta y cinco lenguas matrices que daban nacimiento a dos mil quinientos dialectos diferentes. En el estudio de estos dialectos jugaron, según Vergara, un papel definitivo los jesuitas y dominicos, llamados éstos últimos coloquialmente “lenguaraces”.Entre ellos figuraron los padres Bernardino de Lugo con su Gramática de la Lengua General del Nuevo Reino , llamada Mosca; también se mencionan a Fray Gabriel Jiménez, el padre Rivero, el jesuíta Joseph Gumilla, a quien se debe una importantísima obra titulada El Orinoco ilustrado, Eugenio de Castillo y Orozco, los filólogos Paravey y Duquesne, interprete éste del calendario muisca. Vergara hace observaciones muy minuciosas sobre ciertas palabras y sonidos del idioma muisca basado en las anotaciones del padre Lugo y en las del señor Paravey quien creyó encontrar, después de comparar el calendario muisca con el japonés, grandes similitudes. Sostuvo así su tesis “sobre el origen japonés árabe o vizcaíno de los pueblos de Bogotá…”
Durante el proceso de enseñanza y de asimilación de la lengua castellana por parte de los indígenas y de la indígena por parte de los españoles, con miras en la catequización, se fue produciendo un lenguaje pobre y poco estético que se llamó Gitano. El padre Dadey quiso corregir la situación y comenzó a analizar palabra por palabra del chibcha para darle su mejor acepción en castellano y así fue formando una gramática. De manera que, finalmente, pudo inaugurar dos escuelas, una de español para los indígenas y otra de muisca para los españoles. Se cuenta que estos peninsulares llegaron a hablarlo fluidamente y en las altas esferas de la sociedad española el muisca se puso de moda.
Según Vergara el historiador José Antonio Plaza, recuerda cómo los jesuitas eran mal mirados por la aristocracia española debido a su defensa de los indios contra los encomenderos y de las cortes venía todo el odio que allí se les profesaba. En uno de los últimos capítulos del primer tomo de su Historia de la literatura en Nueva Granada, don José María relata en detalle la expulsión de los jesuitas y afirma que en El Genio del cristianismo, Chateaubriand se quejó de este hecho como irreparable para la educación que no pudo recuperarse por su ausencia. Porque también sufrieron la agricultura, la minería, las bibliotecas que tenían en Bogotá, Honda, Tunja y Pamplona con un aproximado de 13.800 volúmenes. La cultura aborigen fue una de las más perjudicadas pues al abandonar los jesuitas sus casas en los Llanos, dejaron un gran acervo de diccionarios y de investigaciones sobre estos temas. Los trabajos filológicos de los jesuitas abarcaron un alto número de dialectos hoy casi todos olvidados: el situfa, airica, ele, luculia, jabgue, arauca, quilifay, anabali, solaca y atabaca. De la lengua caribe, los dialectos gayana, palenca, guiri, guayquiri, entre otros. De la lengua saliva el aturi y de las regiones del Cauca el páez.
Antonio Gómez Restrepo cita una gramática de autor anónimo que se encontraba en la biblioteca del filólogo Ezequiel Uricoechea, donde se conservan buena parte de los diccionarios indígenas que se pretendían publicar en Europa con el nombre de Monumenta Chibcharum. El mismo Vergara quiso publicar otra obra con el título de Biblioteca Neogranadina dividida en 4 partes: Historiadores-viajeros-filólogos-documentos oficiales –como las memorias de los virreyes y las relaciones de los visitadores. En 1864 presentó su proyecto en el Senado con el cobro de 70 pesos mensuales para gastos de escritorio y pago de amanuenses, pero encalló por oposición que del proyecto hicieron dos senadores. Vergara murió sin haber llevado a cabo su obra monumental.