Tras ocho horas la lluvia cesó justo cuando se aproximaba el avión con Francisco a bordo. Más de 700 mil personas lo acompañaron primero en Catama, en donde ofició su segunda misa en el país y luego en el Parque Las Malocas.
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Luego de dos horas, que incluyeron almuerzo: “mamona” y una siesta, el Papa apareció al unísono con un grupo de música llanera, que cantaba: “vivir con armonía de una justicia en paz”, para escuchar a las víctimas del conflicto armado y darles un mensaje esperanzador.
Los ponchos de plástico se habían agotado a las 5:30 de la mañana, pero la gente seguía entrando, educada, en fila, con la expectativa de ver al Papa en Villavicencio, algo nunca antes visto. Creando colinas de barro, los chubascos de Catama no cesaban desde la noche del día anterior, ni tampoco en la madrugada, cuando miles de personas llegaron a este gigante terreno, para asegurarse un buen puesto.
Fueron -contadas segundo por segundo- ocho horas de lluvia, que, de pronto, cuando se aproximaba el avión de Avianca Airbus 320, mermaron, hasta permitir que se abriera el cielo, poco antes que Francisco transitara en su papamóvil e iniciaría su visita a Villavicencio.
Una ciudad que, tras mensaje del Papa, se convirtió en escenario de reconciliación y medio ambiente, caracterizada por sus frondosos alrededores verdes -tan verdes como las olivas- y un pueblo digno, serio, callado, pero con la mirada sumida en un pasado doloroso y un futuro, tal vez, de esperanza. El dolor, casi en todos los relatos, marcó la vida de la mayoría de asistentes a los eventos en Catama y el Parque de las Malocas.
A sus 65 años, Blanca Pedraza, hoy llanera, antes de bien adentro de Caquetá, llegó a la 1:30 de la mañana del jueves 7 de septiembre, para levantar una especie de base de campaña en medio de Catama, donde compartió con Julia y Esther -sus amigas- un buen paquete de nueces mezcladas.
Se conocieron en Montañita hace 15 años. Un pueblo a más de una hora de la capital del Llano, donde se vivía una relativa calma hasta que llegaron grupos irregulares y empezaron a dar órdenes, entre ellas, quitarle su casa. Con pocas pertenencias, Blanca se trasladó a Villavicencio en 2002 y desde entonces se siente tan llanera como caqueteña, y hasta tiene una casa en el barrio la Rosita.
La devoción de Julia y Esther por Francisco las llevó a recorrer más de 300 kilómetros en tres días, por la escasa boletería que quedaba en Bogotá. A diferencia de Blanca, siguen viviendo en Montañita (Meta), lo que las obligó a irse en carro hasta Florencia y luego continuar hasta la capital del Meta, porque, como dice Julia, “no hay vuelos directos de Florencia a Villavicencio”.
Esa explicación, fría y calculada, es la muestra de aquello que habitualmente se escucha en cualquier ciudad importante del país: es que el sur hay que desarrollarlo. Frase tan común, que confunde, y termina obviando las más de 30 horas que estas mujeres viajaron, sólo para ver al Papa.
Con la resolana en la cara -un síntoma de buen clima-, las tres empezaron a mostrar su kit papal: un poncho de plástico, otro de algodón, una cachucha blanca y hasta sandalias. Sin más reparos que sonreír, pese a ser desplazada de la violencia, Blanca se gozó la muestra de cada pieza, era la más feliz de las tres, como si se tratara de una doctrina de vida: al mal tiempo, buena cara.
Las pantallas, mientras tanto mostraban al Papa despidiéndose de algunos asistentes al aeropuerto de Catam, para subirse al avión, aterrizar en la base militar de Apiay y llenar de un calor bondadoso los miles de asistentes al gigante terreno de Catama, que coreaban: “Francisco, amigo, el llano está contigo” Y después, “Villao está contigo”.
Poco a poco, la realidad del sur se empezó hacer sentir. Olvidado para algunos, desconocido para otros, esta parte del país, que reúne dos de los principales ríos, Orinoco y Amazonas, dijo presente, con representante de todas las zonas, hasta del más pequeño municipio, como Montañita.
La voz del evento, consciente de la “lavada” de muchos de los asistentes, mencionaba las parroquias y las diócesis del evento, para levantar el ánimo, marcado por la madrugada y la lluvia.
En medio del ejercicio, recorrió, de zona en zona, gran parte del sur. Desde Puerto Inírida, hasta Arauca, pasando por Garzón y Leticia, los municipios de esta parte del país decían: presente (y, también, existimos). La presencia de Francisco representaba un clamor generalizado de más de 600.000 personas, ávidas de ser parte, de vivir, y dejar a un lado los relatos de tristeza.
La llegada
Un hombre de 70 años, Don Fidel, vestido con un sombrero imitación “peloeguama”, hablaba con su esposa, Betty, mientras las parroquia gritaban: “aquí, aquí”. Llevan años casados, en San Martín (Meta). Desafiando las colas de la madrugada, llegaron a la 1 de la mañana, porque “ya uno con la edad, y toda esa vaina, Dios quiera que lo quiera alentadito a uno”.
Con la suavidad con la que la señora Betty pronunciaba los verbos, el Papa iba llegando a Catama, en un Chevrolet negro, que luego sería cambiado por el papamóvil. Rodeado de obispos y arzobispos, entre ellos, monseñor Óscar Urbina, de Villavicencio, Francisco comenzó la esperada misa.
Francisco leyó el evangelio según San Mateo y luego continuó con su homilía, marcada por el perdón entre enemigos. “La reconciliación no es acomodarse a situaciones de injusticia”, y reiteró que “La paz, sin un compromiso sincero de reconciliación, siempre será un fracaso”.
Caracterizadas por una genuina naturalidad, sus palabras le llegaban a todos los asistentes, independientemente de su credo o raza. Francisco, con el bosque tropical al frente suyo, propuso: “Qué tal el sí de la reconciliación incluya también a nuestra naturaleza”.
De pronto, se vino a la cabeza aquella encíclica que marcó el comienzo de su mandato: “Laudato Si”. Escribe, en ella, que el ser humano debe vivir en armonía con el medio ambiente, porque su destrucción es una forma más de violencia, con consecuencias a corto plazo devastadores. El Papa es el primer ambientalista del mundo. Por eso, además del tema de víctimas, escogió esta ciudad: porque es la puerta de entrada a la Amazonía, el pulmón del mundo.
Ese mensaje, así sea dicho por el mayor representante del catolicismo, le llegó a los Ingas, una tribu indígena que habita cerca al municipio de Santiago, Putumayo, de donde salieron en la noche del jueves, para escuchar el llamado urgente que Francisco hace para conservar el medio ambiente.
“La religión católica tiene muchas cosas similares (a sus creencias). Nuestro dios también nos pone una meta, cuidar los bosques, cuidar la naturaleza”, dice el líder de un grupo de cinco a EL NUEVO SIGLO, que pone atención sobre cada una de las palabras de Francisco.
La temperatura comienza a subir (28 grados), recordando los calurosos días anteriores. El Papa les pide a los asistentes que se den un saludo “de paz por la reconciliación”, después reza un padre nuestro y termina su misa acompañado de un coro de jóvenes.
Las Malocas
En medio del tumulto que abandonaba Catama, algunos preferían seguir para sus casas, pero otros querían volver a ver al Papa, así que se dirigieron al Parque las Malocas, siete kilómetros más a la salida de Villavicencio, donde Francisco iba a tener un encuentro con víctimas del conflicto armado.
Luego de dos horas, que incluyeron almuerzo: “mamona” y una siesta, el Papa apareció al unísono con un grupo de música llanera, que cantaba: “vivir con armonía de una justicia en paz”.
A su mano izquierda, cuatro personas estaban a su lado: Juan Carlos, Daisy, Luz Dary y Pastora. Unos habían sido víctimas del conflicto armado, incluso revictimizados, y otros estaban arrepentidos por haber hecho parte de las Farc y las Auc.
En 1995, Juan Carlos Murcia fue reclutado por las Farc. “Hice parte de este grupo a lo largo de 12 años”. Manipulando explosivos, perdió su mano izquierda. Se reintegró a la vida civil. Al igual que Daisy Sánchez, quien militó en las AUC, hasta que fue capturada. Duró en la cárcel otros tres años, pero volvió a los paramilitares. Se desmovilizó después.
Tras sus relatos, una tumaqueña, Luz Dary Landázury, contó cómo en 2012 perdió el tendón de Aquiles por una explosión. ”Las heridas del corazón son más difíciles de curar que las del cuerpo”, dijo, aplaudida por el Papa.
Con paso lento y un semblante de sabiduría, Pastora Mira, de San Carlos, Antioquia, contó su historia. Su padre fue asesinado cuando tenía seis años. Luego, cuidó al asesino de su padre. Nacida su hija, con dos meses, asesinaron a su primer esposo. En 2001, los paramilitares desaparecieron su hija, tras siete años encontró su cuerpo. En 2004, su hijo Jorge Aníbal, fue asesinado por los paramilitares. Pero ha perdonado.
Al escuchar sus palabras, atento, sigiloso, el Papa expresó: “vengo aquí con más respeto, como Moisés, pisando tierra sagrada regada con sangre de miles de víctimas”. Minutos más tarde, reiteró “la verdad es una compañera inseparable de la justicia y la misericordia. Las tres son esenciales para construir la paz”.
Mientras el evento transcurría, un grupo de víctimas intentaba entrar a las Malocas. Entre ellas estaba María del Carmen Sanabria, de 76 años, sentada sobre una silla de ruedas, porque padece diabetes e hipertensión.
“A mí me mataron un nieto. Es mi hijo más bien, yo era la madre de crianza. Me lo sacaron de Villavicencio y me lo mataron en Chichimene (Meta)”, le dijo a EL NUEVO SIGLO, aclarando que fue víctima de ejecuciones extrajudiciales perpetradas por el Ejército.
“No se me ha dado respuesta de por qué me lo confundieron con un guerrillero. No me han dado un peso. Estoy endeudada con Jardines de la Esperanza”, explicaba, con la foto de él en sus manos. “Necesito saber por qué lo mataron. Vendía Bonice en el Parque Sikuani”, concluía.
Poco a poco, el sol se empezó a esconder. Al mismo tiempo, el Papa plantó un árbol frente a un monumento en honor a las víctimas, un cierre de día compuesto por la reivindicación de la memoria y el perdón, y la importancia de la naturaleza.
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