“Preferimos poner nuestra ilusión en ser lo que no éramos. Y hace doscientos años que el alma se nos va en querer ser lo que no somos, porque querer ser otros es ya querer no ser”, Ramiro de Maeztu
Durante los disturbios callejeros del 2021, la promisoria juventud Misak incluyó los monumentos alusivos a la hispanidad entre sus objetivos por destruir. Lo cierto es que, pasada la pandemia y calmadas las protestas, los bogotanos vimos que algunas de las pocas estatuas que adornaban la ciudad fueron arrancadas de sus pedestales. Isabel la Católica y Cristóbal Colón se removieron de la calle 26 y otro tanto ocurrió con Gonzalo Jiménez de Quesada, derribado de la plazoleta universitaria del Rosario sobre la avenida que aún lleva su nombre.
Como sobra mediocridad y falta dinero −característica de nuestras administraciones− los monumentos no fueron reemplazados. Quedaron en sus lugares los pedestales despojados, como ruinas explicativas de la decadencia cultural y estética de nuestra época, en donde tienen mayor jerarquía y promoción distrital los grafitis de unos pandilleros que las esculturas en bronce de Césare Sighinolfi o la de Jiménez de Quesada, elaborada por Juan de Ávalos García (el mismo que esculpió, entre otras obras maestras, el monumento a Carrero Blanco que aún está erguido en Santoña).
A veces, cuando la barbarie iconoclasta derriba esculturas y destruye monumentos, la ignorancia es una cómplice amigable para preservar ciertos íconos. Si las autoridades distritales supieran, por ejemplo, que el escudo de Bogotá es un homenaje a la Monarquía Católica, hace mucho que lo hubieran proscrito. Afortunadamente, nadie en la Secretaría de Cultura tiene idea de que el águila de San Juan del escudo capitalino hace honor a Carlos V y que su corona pregona la gloria del Imperio Cristiano Español.
Tampoco se han percatado de que el escudo en piedra sobre la catedral es el del reino de Castilla, que en el dintel de San Ignacio se encuentran las armas de Carlos III ni que el “mono de la pila” en realidad es San Juan Bautista, sostenido sobre los reinos de Castilla, León, Navarra y Aragón.
Ni que sepan, tampoco, que los nombres de las calles de la Candelaria escritos en las esquinas sobre losas que fueron traídas de Talavera de la Reina y fueron donados por el muy franquista Instituto de Cultura Hispánica. Estos y muchos otros recuerdos del pasado virreinal neogranadino no contaron con la triste suerte de las estatuas mencionadas, no por la consideración de la comunidad Misak ni por la benevolencia de la alcaldía, sino por la supina mediocridad de ambas, que ni para destruir monumentos son serios o estudiosos.
Vergüenza colonial
Lo cierto es que en Colombia existe un profundo desprecio por nuestros primeros tres siglos de vida nacional consciente (siglos XVI, XVII y XVIII). Lo paradójico −lo trágico del caso− es que no por despreciar su propio arraigo cultural nuestro pueblo dejó de asumirlo. Los colombianos nos avergonzamos de nuestro pasado “colonial oscuro”, nos lamentamos de no llevar bajo la espalda el legado anglosajón, (en ese sentido, es diciente encontrar un número cada vez más significativo de colombianos que llevan nombres anglosajones) y, sin embargo, somos barrocos y practicamos sin saberlo un conjunto de costumbres esencialmente hispánicas. Los colombianos, conscientemente incómodos con nuestro pasado, lo replicamos −para bien y para mal− de forma inconsciente en varios aspectos de nuestra vida social, cultural y política.
Negando el elemento positivo y creador de los primeros tres siglos de nuestra historia (el periodo de la monarquía neogranadina), se desprecian los cimientos históricos más fuertes sobre los que se sostiene la actual Colombia mestiza. Al despreciarlos, no solo se niega el pasado propio, sino se asume −con cierta ridiculez− la historia de otros como si fuera la colombiana. Buscamos en Norteamérica, Francia e Inglaterra las claves de nuestra identidad institucional y pretendemos saciar el vacío cultural restante mirando hacia tribus indígenas seminómadas del periodo precolombino, de cuya historia en realidad solo tenemos vagas reconstrucciones antropológicas. Lo anterior explicaría, en parte, el concepto tan primario sobre cultura que tenemos hoy en día, reducido al mundo de las artesanías, la gastronomía local, el fútbol y algunos ídolos musicales del pop-culture. O, dicho de otra forma, negando el verdadero bagaje cultural propio, que es inequívocamente cristiano e hispánico, tenemos que reducirnos un folclor parroquial, postizo y neopagano.
Las estatuas
A propósito, resultó muy diciente que mientras se derribaba en Bogotá la estatua de Isabel la Católica, se erigía otra, también en bronce, de Shakira. Sin crítica alguna sobre el talento musical de la cantante barranquillera, el episodio es caricaturesco. Enlazar y derribar los monumentos de quienes fundaron nuestro país y reemplazarlos por Shakira o Maluma, recuerda la escena bíblica en que el pueblo hebreo, entre borracho y delirante, se abraza a los pies del vellocino de oro.
Y no es que las élites que dirigen nuestro escenario cultural y educativo consideren que Isabel la Católica y Shakira representen equivalentes valores éticos ¡ni más faltaba! Todo lo que representa una diva del pop contemporánea es justamente lo que se promociona, mientras se proscribe, hasta el punto de tumbar la estatua con violencia, todo lo que pueda representar un gobernante cristiano, que no merece ni un lugar en cualquiera de nuestros billetes, cuyos rostros son monopolio exclusivo de los expresidentes liberales y de los artistas de izquierda.
¿Qué puede seguir ahora? La tendencia indica que las cosas deben empeorar. Cuando, durante el gobierno de Duque, pensamos que la pequeñez de la clase política no podía superarse, Petro nos recordó que todo, aún lo malo, es susceptible de empeorar. Así las cosas, dentro de algunos años la estatua de Shakira nos parecerá una Teresa de Ávila comparada con los tótems que las actuales generaciones educadas por Netflix y TikTok construirán para idolatrar.
“La historia no es más que una larga derrota”, escribió Tolkein. Traigo la cita anterior, pues tengo la plena seguridad de que la administración actual no moverá un dedo para restaurar las estatuas derribadas a sus pedestales vacíos y con pusilánime negligencia las dejarán podrir en donde sea que hoy se encuentren ocultas. Triste derrota para la cultura y la estética de la ciudad y gratuita capitulación ante unas minorías fanáticas y violentas que, ellas en cambio, en nada cederán ante la concesión y a la próxima protesta (que vendrá, ¡claro que vendrá!) irán con fuego a destruir la tumba de Quesada y cuanto aún se enteren que sobrevive del único pasado que tienen.